domingo, 17 de enero de 2016

EL COMITÉ INVISIBLE: «OMNIA SUNT COMMUNIA»




No hay un esperanto de la revuelta. 

No son los rebeldes los que deben aprender a hablar el anarquista, 
sino que son los anarquistas los que deben volverse políglotas.

Omnia  sunt communia

La comuna no sólo no ha muerto, sino que vuelve. Y no vuelve por casualidad o sin importar cuándo. Vuelve en el momento mismo en que el Estado y la burguesía se borran como fuerzas históricas. Ahora bien, fue justamente la emergencia del Estado y la burguesía la que hizo tañer el toque fúnebre para el intenso movimiento de revuelta comunalista que sacudió a Francia desde el siglo XI hasta el XIII. Siendo así, la comuna no es la villa franca, no es una colectividad que se dota a sí misma de instituciones de autogobierno. Si bien puede conseguirse que la comuna sea reconocida por tal o cual autoridad, generalmente a costa de combates, no es algo que necesite para existir. Ni siquiera tiene siempre una carta legislativa, y cuando tiene una, es bastante raro que ésta fije algún tipo de constitución política o administrativa. Puede tener un alcalde o no. Lo que conforma la comuna, entonces, es el juramento mutuo, suscrito por los habitantes de una ciudad o una comarca, a sostenerse juntos. En el caos del siglo XI en Francia, la comuna era el jurarse asistencia, el comprometerse a cuidarse unos a otros y a defenderse contra todo opresor. Es literalmente una conjuratio, y las conjuraciones habrían seguido siendo una cosa honorable si los juristas reales no hubieran emprendido en los siglos siguientes la tarea de asociarlas con la idea de complot para deshacerse más fácilmente de ellas. Un historiador olvidado resume: “Sin asociación por juramento no habría comuna, y dicha asociación bastaba para que hubiera comuna. Comuna tiene exactamente el mismo sentido que juramento común.” La comuna es pues el pacto para confrontar juntos el mundo. Es contar con las propias fuerzas como fuente de la propia libertad. No es a una entidad a lo que aquí se hace referencia: es una cualidad de vinculación y una manera de estar en el mundo.

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Declarar la Comuna es en cada ocasión hacer salir el tiempo histórico de sus goznes, abrir una brecha en el continuum desesperante de las sumisiones, en el encadenamiento sin razón de los días, en la lucha sombría de cada uno por susupervivencia. Declarar la Comuna es consentir a vincularse. Nada será ya como antes. […]

Que una realidad política pueda ser esencialmente espacial es justamente lo que desafía un tanto al entendimiento moderno. Por un lado, porque estamos acostumbrados a aprehender la política como esa dimensión abstracta donde se distribuyen, de izquierda a derecha, posiciones y discursos. Por el otro, porque hemos heredado de la modernidad una concepción del espacio como extensión vacía, uniforme y medible, en la cual toman lugar objetos, criaturas o paisajes. Pero el mundo sensible no se da a nosotros de esta manera. El espacio no es neutro. Las cosas y los seres no ocupan una posición geométrica, sino que afectan y son afectados. Los lugares se encuentran irreductiblemente cargados: de historias, de usos, de emociones. Una comuna hace frente al mundo desde su lugar propio. Ni entidad administrativa ni simple recorte geográfico, la comuna expresa más bien un cierto nivel de compartición inscrito territorialmente. Haciendo esto, añade al territorio una dimensión de profundidad que ningún estado mayor podría prefigurar en ninguno de sus mapas. Por su sola existencia, viene a romper el cuadriculado razonado del espacio, condena al fracaso cualquier veleidad de “acondicionamiento del territorio”. El territorio de la comuna es físico porque es existencial: donde las fuerzas de ocupación piensan el espacio como una red ininterrumpida de clusters a la que diferentes operaciones de branding dan la apariencia de diversidad, la comuna se piensa primero como ruptura concreta, situada, con el orden global del mundo. La comuna habita su territorio, es decir que lo modela, tanto como éste le ofrece una morada y un abrigo. Teje en él los vínculos necesarios, se alimenta de su memoria, encuentra un sentido, un lenguaje a la tierra.

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Habitar es escribirse, es narrarse directamente en la tierra. Es lo que se sigue oyendo en la palabra geo-grafía. El territorio es a la comuna lo que la palabra es al sentido; es decir, nunca un simple medio. Aquí se encuentra lo que fundamentalmente opone la comuna al espacio infinito de la organización mercantil: su territorio es la tablilla de arcilla que sólo en sí misma devela su sentido, y no una simple extensión dotada de funciones productivas hábilmente repartidas por un puñado de expertos en acondicionamiento, desarrollo y ordenación. Hay tanta diferencia entre un lugar habitado y una zona de actividades como entre un diario íntimo y una agenda. Dos usos de la tierra, dos usos de la tinta y el papel que en nada se aproximan.

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La comuna no se contenta con enunciarse para sí misma: lo que se propone poner de manifiesto al tomar cuerpo no es su identidad ni la idea que se hace de sí misma, sino la idea que se hace de la vida. Por lo demás, la comuna no puede crecer más que a partir de su afuera, como un organismo que vive sólo de la interiorización de lo que le rodea. La comuna, precisamente porque quiere crecer, sólo puede alimentarse de aquello que no es ella. Desde el momento en que se aísla del exterior, periclita, se devora a sí misma, se interdesgarra, se vuelve átona o se entrega a aquello que los griegos denominan a escala de su país entero “canibalismo social”, y esto precisamente porque se sienten aislados del resto del mundo. Para la comuna no hay diferencia entre ganar en potencia y preocuparse esencialmente de su relación con lo que no es ella misma.

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Que el corazón de la comuna sea precisamente aquello que se le escapa, aquello que la atraviesa sin que pueda nunca apropiárselo, era ya lo que caracterizaba a las res communes en el derecho romano. Las “cosas comunes” eran el océano, la atmósfera, los templos; aquello de lo cual uno no se puede apropiar en cuanto tal: uno bien puede acapararse algunos litros de agua de mar, o un tramo de playa, o algunas piedras de un templo, pero no puede hacer suyo el mar en cuanto tal, como tampoco un lugar sagrado. Las res communes son, paradójicamente, aquello que resiste a la reificación, a su transformación en res, en cosas. Se trata de la denominación en derecho público para aquello que escapa al derecho público: aquello que es de uso común es irreductible a las categorías jurídicas. El lenguaje es, típicamente, “lo común”: si podemos expresarnos gracias a él, a través de él, es a la vez lo que nadie puede poseer propiamente. Sólo podemos usarlo. Algunos economistas se han ocupado los últimos años en desarrollar una nueva teoría de los “comunes”. Los “comunes” serían el conjunto de las cosas que el mercado tiene mayor dificultad en evaluar, pero sin las cuales no podría funcionar: el medio ambiente, la salud física y mental, los océanos, la educación, la cultura, los Grandes Lagos, etc., pero también las grandes infraestructuras [las autopistas, Internet, las redes telefónicas o de saneamiento, etc.]. Según esos economistas, a la vez inquietos por el estado del planeta y preocupados por el mejor funcionamiento del mercado, haría falta inventar para esos “comunes” una nueva forma de “gobernanza” que no residiera únicamente en el mercado. Governing the Commons es el título del reciente best seller de Elinor Ostrom, premio Nobel de Economía en 2009, quien definió ocho principios para “gestionar los comunes”. Comprendiendo que había un puesto a ocupar en una “administración de los comunes” todavía por ser inventada, Negri y compañía han hecho suya esta teoría en el fondo perfectamente liberal. Han incluso extendido la noción de común a la totalidad de lo que produce el capitalismo, alegando que esto emanaba en última instancia de la cooperación productiva entre los humanos, quienes ya sólo tendrían que apropiárselo a través de una insólita “democracia de lo común”. Los eternos militantes, siempre de cortas ideas, se han apresurado en seguir su ejemplo. Ahora se encuentran reivindicando “la salud, la vivienda, la migración, el trabajo de care, la educación, las condiciones de trabajo en la industria textil” como otros tantos “comunes” que habría que apropiarse.

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Lo que hay de siniestro en todo esto es la incapacidad de imaginar otra cosa a modo de revolución que este mundo flanqueado por una administración de los hombres y las cosas, inspirada en los delirios de Proudhon y las lúgubres fantasías de la Segunda Internacional. Las comunas contemporáneas no reivindican ni el acceso ni el hacerse cargo de ningún “común”, sino que implementan de manera inmediata una forma de vida común, es decir que elaboran una relación común con aquello que no se pueden apropiar, empezando por el mundo. […] Cada uno se encuentra en ellas, en cada aspecto de su existencia, rigurosamente sostenido por la organización general del sistema mercantil. Uno bien puede militar en tal o cual organización, salir con su banda de “colegas”; en última instancia, es cada uno por su cuenta, y no existe ninguna razón para creer que pueda ser de otra manera. Todo movimiento, todo encuentro verdadero, todo episodio de revuelta, toda huelga, toda ocupación, es una brecha abierta en la falsa evidencia de una vida como ésa, da prueba de que una vida común es posible, deseable, potencialmente rica y gozosa.

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Desde el final del movimiento de las plazas, se han visto aumentar en numerosas ciudades redes de apoyo para impedir los desahucios, comités de huelga y asambleas de barrio, pero también cooperativas, para todo y en todos los sentidos. Cooperativas de producción, de consumo, de vivienda, de enseñanza, de crédito, hasta “cooperativas integrales” que pretenden hacerse cargo de todos los aspectos de la vida. Con esta proliferación, hay un sinfín de prácticas antes marginales que se difunden bastante más allá del gueto radical al que estaban de cierta manera reservadas. Adquiriendo ellas así un grado de seriedad y de eficacia hasta entonces desconocido: uno se asfixia menos en ellas. No todo el mundo es la misma cosa. La gente enfrenta junta la necesidad de dinero, se organiza para tenerlo o para prescindir de él. No obstante, una carpintería o un taller mecánico cooperativos serían tan agobiantes como el asalariamiento si se tomaran a sí mismos como objetivo, en lugar de concebirse como medios de los que nos dotamos en común. Toda entidad económica está condenada a la muerte, es ya la muerte, si la comuna no viene a desmentir su pretensión a la completitud. La comuna es entonces lo que hace comunicarse entre sí a todas las comunidades económicas, lo que las traspasa y las desborda, es el vínculo que se opone a su propensión al autocentramiento.

 [...] En buen número de países europeos golpeados por “la crisis”, se asiste a un retorno masivo de la economía social y solidaria, y de las ideologías cooperativistas y mutualistas que la acompañan. Se propaga la idea de que esto podría constituir una “alternativa al capitalismo”. Nosotros vemos en ello más bien una alternativa al combate, una alternativa a la comuna. Para convencerse de esto basta con asomarse un poco a la manera en que la economía social y solidaria ha sido instrumentalizada durante los últimos veinte años por el Banco Mundial, particularmente en América del Sur, como técnica de pacificación política.

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Para que la economía pudiera pretender el estatuto de “ciencia de los comportamientos”, o incluso de “psicología aplicada”, fue también necesario hacer proliferar en la superficie de la Tierra a la criatura económica — el ser de
necesidad. El ser de necesidad, el necesitado, no lo es por naturaleza. Por mucho tiempo sólo hubo maneras de vivir, y no necesidades. Uno habitaba una cierta porción de este mundo y sabía cómo comer, vestirse, divertirse, hacerse un techo en él. Las necesidades han sido históricamente producidas, a través de la extracción de los hombres de su mundo. Que esto haya tomado la forma de la razzia, la expropiación, los enclosures o la colonización, poco importa. Las necesidades son eso con lo que la economía ha gratificado al hombre como compensación por el mundo del que lo ha privado. Nosotros partimos de ahí, sería vano negarlo. Pero si bien la comuna toma a su cargo las necesidades, no es por una preocupación económica de autarquía, sino porque la dependencia económica en este mundo es un factor político no menos que existencial de envilecimiento continuo. La comuna responde a las necesidades con la intención de aniquilar en nosotros el ser de necesidad . Su gesto elemental es el de dotarse, donde sea que se experimente una carencia, de los medios para hacerla desaparecer tan pronto como pueda presentarse. ¿Algunos tienen “necesidad de casa”? No nos limitemos a construirle una, pongamos a disposición un taller que permita a cualquiera construirse rápidamente una. ¿Experimentamos la necesidad de un lugar para reunirnos, charlar o festejar? Ocupemos o construyamos uno que también se ponga a disposición de aquellos que “no forman parte de la comuna”. La cuestión, puede verse, no es la de la abundancia, sino de la desaparición de la necesidad, es decir, la participación en una potencia colectiva capaz de disolver el sentimiento de afrontar por sí solo el mundo. […] Si la comuna “produce”, eso sólo puede ser incidentalmente; si satisface nuestras “necesidades” es de algún modo por añadidura, por añadidura de su deseo de vida común; y no considerando la producción y la necesidad como su objeto. Es en la ofensiva abierta contra este mundo donde ella encontrará a los aliados que su crecimiento exige. El crecimiento de las comunas es la verdadera crisis de la economía, y el único decrecimiento serio.

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 En el despliegue de una comuna, un umbral saludable es así cruzado cuando el deseo de estar juntos y la potencia que se desprende de ahí, consiguen desbordar las razones iniciales de su constitución. […] Lo que surge de la comuna en la ocupación de la plaza Tahrir, en la Puerta del Sol, en ciertas ocupaciones estadounidenses o durante los cuarenta días inolvidables de la república libre de la Maddalena en el Valle de Susa, es el descubrimiento de que podemos organizarnos en una cantidad de planos tal que nadie es capaz de totalizar. Lo que nos ha embriagado ahí fue esto: el sentimiento de participar, de hacer la experiencia de una potencia común, inasignable y pasajeramente invulnerable. Invulnerable puesto que la alegría que aureolaba cada momento, cada gesto y cada encuentro jamás podría sernos arrebatada. […] Lo propio de la situación a la que una comuna se enfrenta es que, al entregarnos enteramente a ella, encontramos siempre más de lo que ha llevado a ella o de lo que buscamos en ella: encontramos con sorpresa nuestra propia fuerza, un vigor y una inventiva que no nos conocíamos, y la felicidad que hay en habitar estratégica y cotidianamente una situación de excepción. En este sentido, la comuna es la organización de la fecundidad. Siempre hace nacer más de lo que reivindica. Esto es lo que vuelve irreversible la conmoción que arrebató a las muchedumbres que salieron a todas las plazas y avenidas de Estambul. Algunas muchedumbres que por semanas fueron forzadas a resolver por sí mismas las cuestiones cruciales del abastecimiento, la construcción, el cuidado, la sepultura o el armamento, no aprendieron solamente a organizarse, también aprendieron lo que, en gran medida, ignoraban; a saber: que podemos organizarnos, y que esta potencia es fundamentalmente alegre. Que esta fecundidad de la calle haya pasado en silencio para todos los comentaristas democráticos de la “reconquista del espacio público” es en este caso lo que prueba de manera suficiente su peligrosidad. El recuerdo de esos días y noches hace que se muestre la cotidianidad ordenada de la metrópoli de manera todavía más intolerable, y pone al desnudo su vanidad.

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