No hay un esperanto de la revuelta.
No son los rebeldes los que deben aprender a hablar el anarquista,
sino que son los anarquistas los que deben volverse políglotas.
Omnia
sunt communia
La comuna no sólo no ha muerto, sino que vuelve. Y no
vuelve por casualidad o sin importar cuándo. Vuelve en el momento mismo en que
el Estado y la burguesía se borran como fuerzas históricas. Ahora bien, fue
justamente la emergencia del Estado y la burguesía la que hizo tañer el toque fúnebre
para el intenso movimiento de revuelta comunalista que sacudió a Francia desde
el siglo XI hasta el XIII. Siendo así, la comuna no es la villa franca, no es
una colectividad que se dota a sí misma de instituciones de autogobierno. Si
bien puede conseguirse que la comuna sea reconocida por tal o cual autoridad,
generalmente a costa de combates, no es algo que necesite para existir. Ni
siquiera tiene siempre una carta legislativa, y cuando tiene una, es bastante
raro que ésta fije algún tipo de constitución política o administrativa. Puede
tener un alcalde o no. Lo que conforma la comuna, entonces, es el juramento
mutuo, suscrito por los habitantes de una ciudad o una comarca, a sostenerse juntos.
En el caos del siglo XI en Francia, la comuna era el jurarse asistencia, el
comprometerse a cuidarse unos a otros y a defenderse contra todo opresor. Es
literalmente una conjuratio, y las conjuraciones habrían seguido siendo
una cosa honorable si los juristas reales no hubieran emprendido en los siglos
siguientes la tarea de asociarlas con la idea de complot para deshacerse más
fácilmente de ellas. Un historiador olvidado resume: “Sin asociación por
juramento no habría comuna, y dicha asociación bastaba para que hubiera comuna.
Comuna tiene exactamente el mismo sentido que juramento común.” La comuna es
pues el pacto para confrontar juntos el mundo. Es contar con las propias
fuerzas como fuente de la propia libertad. No es a una entidad a lo que aquí se
hace referencia: es una cualidad de vinculación y una manera de estar en el
mundo.
[...]
Declarar la Comuna es en cada ocasión hacer salir el
tiempo histórico de sus goznes, abrir una brecha en el continuum desesperante
de las sumisiones, en el encadenamiento sin razón de los días, en la lucha
sombría de cada uno por susupervivencia. Declarar la Comuna es consentir a
vincularse. Nada será ya como antes. […]
Que una realidad política pueda ser esencialmente
espacial es justamente lo que desafía un tanto al entendimiento moderno. Por un
lado, porque estamos acostumbrados a aprehender la política como esa dimensión
abstracta donde se distribuyen, de izquierda a derecha, posiciones y discursos.
Por el otro, porque hemos heredado de la modernidad una concepción del espacio
como extensión vacía, uniforme y medible, en la cual toman lugar objetos,
criaturas o paisajes. Pero el mundo sensible no se da a nosotros de esta
manera. El espacio no es neutro. Las cosas y los seres no ocupan una posición
geométrica, sino que afectan y son afectados. Los lugares se encuentran
irreductiblemente cargados: de historias, de usos, de emociones. Una comuna
hace frente al mundo desde su lugar propio. Ni entidad administrativa ni simple
recorte geográfico, la comuna expresa más bien un cierto nivel de compartición
inscrito territorialmente. Haciendo esto, añade al territorio una dimensión de
profundidad que ningún estado mayor podría prefigurar en ninguno de sus mapas.
Por su sola existencia, viene a romper el cuadriculado razonado del espacio,
condena al fracaso cualquier veleidad de “acondicionamiento del territorio”. El
territorio de la comuna es físico porque es existencial: donde las fuerzas de
ocupación piensan el espacio como una red ininterrumpida de clusters a
la que diferentes operaciones de branding dan la apariencia de
diversidad, la comuna se piensa primero como ruptura concreta, situada, con el orden global del mundo. La comuna habita su
territorio, es decir que lo modela, tanto como éste le ofrece una morada y un abrigo.
Teje en él los vínculos necesarios, se alimenta de su memoria, encuentra un
sentido, un lenguaje a la tierra.
[…]
Habitar es
escribirse, es narrarse directamente en la tierra. Es lo que se sigue oyendo en
la palabra geo-grafía. El territorio es a la comuna lo que la palabra es al
sentido; es decir, nunca un simple medio. Aquí se encuentra lo que
fundamentalmente opone la comuna al espacio infinito de la organización
mercantil: su territorio es la tablilla de arcilla que sólo en sí misma devela
su sentido, y no una simple extensión dotada de funciones productivas
hábilmente repartidas por un puñado de expertos en acondicionamiento,
desarrollo y ordenación. Hay tanta diferencia entre un lugar habitado y una
zona de actividades como entre un diario íntimo y una agenda. Dos usos de la
tierra, dos usos de la tinta y el papel que en nada se aproximan.
[...]
La comuna no se
contenta con enunciarse para sí misma: lo que se propone poner de manifiesto al
tomar cuerpo no es su identidad ni la idea que se hace de sí misma, sino la
idea que se hace de la vida. Por lo demás, la comuna no puede crecer más que a
partir de su afuera, como un organismo que vive sólo de la interiorización de
lo que le rodea. La comuna, precisamente porque quiere crecer, sólo puede alimentarse
de aquello que no es ella. Desde el momento en que se aísla del exterior,
periclita, se devora a sí misma, se interdesgarra, se vuelve átona o se entrega
a aquello que los griegos denominan a escala de su país entero “canibalismo
social”, y esto precisamente porque se sienten aislados del resto del mundo.
Para la comuna no hay diferencia entre ganar en potencia y preocuparse
esencialmente de su relación con lo que no es ella misma.
[…]
Que el corazón de la comuna sea precisamente aquello
que se le escapa, aquello que la atraviesa sin que pueda nunca apropiárselo,
era ya lo que caracterizaba a las res communes en el derecho romano. Las
“cosas comunes” eran el océano, la atmósfera, los templos; aquello de lo cual
uno no se puede apropiar en cuanto tal: uno bien puede acapararse algunos
litros de agua de mar, o un tramo de playa, o algunas piedras de un templo,
pero no puede hacer suyo el mar en cuanto tal, como tampoco un lugar sagrado.
Las res communes son, paradójicamente, aquello que resiste a la reificación,
a su transformación en res, en cosas. Se trata de la denominación en
derecho público para aquello que escapa al derecho público: aquello que es de
uso común es irreductible a las categorías jurídicas. El lenguaje es,
típicamente, “lo común”: si podemos expresarnos gracias a él, a través de él,
es a la vez lo que nadie puede poseer propiamente. Sólo podemos usarlo. Algunos
economistas se han ocupado los últimos años en desarrollar una nueva teoría de
los “comunes”. Los “comunes” serían el conjunto de las cosas que el mercado
tiene mayor dificultad en evaluar, pero sin las cuales no podría funcionar: el
medio ambiente, la salud física y mental, los océanos, la educación, la
cultura, los Grandes Lagos, etc., pero también las grandes infraestructuras [las
autopistas, Internet, las redes telefónicas o de saneamiento, etc.]. Según esos
economistas, a la vez inquietos por el estado del planeta y preocupados por el
mejor funcionamiento del mercado, haría falta inventar para esos “comunes” una
nueva forma de “gobernanza” que no residiera únicamente en el mercado. Governing
the Commons es el título del reciente best seller de Elinor Ostrom, premio
Nobel de Economía en 2009, quien definió ocho principios para “gestionar los
comunes”. Comprendiendo que había un puesto a ocupar en una “administración de
los comunes” todavía por ser inventada, Negri y compañía han hecho suya esta
teoría en el fondo perfectamente liberal. Han incluso extendido la noción de
común a la totalidad de lo que produce el capitalismo, alegando que esto
emanaba en última instancia de la cooperación productiva entre los humanos,
quienes ya sólo tendrían que apropiárselo a través de una insólita “democracia
de lo común”. Los eternos militantes, siempre de cortas ideas, se han
apresurado en seguir su ejemplo. Ahora se encuentran reivindicando “la salud,
la vivienda, la migración, el trabajo de care, la educación, las
condiciones de trabajo en la industria textil” como otros tantos “comunes” que
habría que apropiarse.
[…]
Lo que hay de siniestro en todo esto es la incapacidad
de imaginar otra cosa a modo de revolución que este mundo flanqueado por una
administración de los hombres y las cosas, inspirada en los delirios de
Proudhon y las lúgubres fantasías de la Segunda Internacional. Las comunas
contemporáneas no reivindican ni el acceso ni el hacerse cargo de ningún
“común”, sino que implementan de manera inmediata una forma de vida común, es
decir que elaboran una relación común con aquello que no se pueden apropiar,
empezando por el mundo. […] Cada uno se encuentra en ellas, en cada aspecto de
su existencia, rigurosamente sostenido por la organización general del sistema
mercantil. Uno bien puede militar en tal o cual organización, salir con su
banda de “colegas”; en última instancia, es cada uno por su cuenta, y no existe
ninguna razón para creer que pueda ser de otra manera. Todo movimiento, todo
encuentro verdadero, todo episodio de revuelta, toda huelga, toda ocupación, es
una brecha abierta en la falsa evidencia de una vida como ésa, da prueba de que
una vida común es posible, deseable, potencialmente rica y gozosa.
[…]
Desde el final del movimiento de las plazas, se han
visto aumentar en numerosas ciudades redes de apoyo para impedir los
desahucios, comités de huelga y asambleas de barrio, pero también cooperativas,
para todo y en todos los sentidos. Cooperativas de producción, de consumo, de
vivienda, de enseñanza, de crédito, hasta “cooperativas integrales” que
pretenden hacerse cargo de todos los aspectos de la vida. Con esta proliferación,
hay un sinfín de prácticas antes marginales que se difunden bastante más allá
del gueto radical al que estaban de cierta manera reservadas. Adquiriendo ellas
así un grado de seriedad y de eficacia hasta entonces desconocido: uno se
asfixia menos en ellas. No todo el mundo es la misma cosa. La gente enfrenta
junta la necesidad de dinero, se organiza para tenerlo o para prescindir de él.
No obstante, una carpintería o un taller mecánico cooperativos serían tan
agobiantes como el asalariamiento si se tomaran a sí mismos como objetivo, en
lugar de concebirse como medios de los que nos dotamos en común. Toda entidad
económica está condenada a la muerte, es ya la muerte, si la comuna no viene a
desmentir su pretensión a la completitud. La comuna es entonces lo que hace
comunicarse entre sí a todas las comunidades económicas, lo que las traspasa y
las desborda, es el vínculo que se opone a su propensión al autocentramiento.
[...] En buen
número de países europeos golpeados por “la crisis”, se asiste a un retorno
masivo de la economía social y solidaria, y de las ideologías cooperativistas y
mutualistas que la acompañan. Se propaga la idea de que esto podría constituir
una “alternativa al capitalismo”. Nosotros vemos en ello más bien una
alternativa al combate, una alternativa a la comuna. Para convencerse de esto
basta con asomarse un poco a la manera en que la economía social y solidaria ha
sido instrumentalizada durante los últimos veinte años por el Banco Mundial,
particularmente en América del Sur, como técnica de pacificación política.
[…]
Para que la economía pudiera pretender el estatuto de
“ciencia de los comportamientos”, o incluso de “psicología aplicada”, fue
también necesario hacer proliferar en la superficie de la Tierra a la criatura
económica — el ser de
necesidad. El ser de necesidad, el necesitado, no lo
es por naturaleza. Por mucho tiempo sólo hubo maneras de vivir, y no
necesidades. Uno habitaba una cierta porción de este mundo y sabía cómo comer,
vestirse, divertirse, hacerse un techo en él. Las necesidades han sido
históricamente producidas, a través de la extracción de los hombres de su
mundo. Que esto haya tomado la forma de la razzia, la expropiación, los enclosures
o la colonización, poco importa. Las necesidades son eso con lo que la economía
ha gratificado al hombre como compensación por el mundo del que lo ha privado.
Nosotros partimos de ahí, sería vano negarlo. Pero si bien la comuna toma a su
cargo las necesidades, no es por una preocupación económica de autarquía, sino
porque la dependencia económica en este mundo es un factor político no menos
que existencial de envilecimiento continuo. La comuna responde a las
necesidades con la intención de aniquilar en nosotros el ser de necesidad . Su
gesto elemental es el de dotarse, donde sea que se experimente una carencia, de
los medios para hacerla desaparecer tan pronto como pueda presentarse. ¿Algunos
tienen “necesidad de casa”? No nos limitemos a construirle una, pongamos a
disposición un taller que permita a cualquiera construirse rápidamente una.
¿Experimentamos la necesidad de un lugar para reunirnos, charlar o festejar?
Ocupemos o construyamos uno que también se ponga a disposición de aquellos que
“no forman parte de la comuna”. La cuestión, puede verse, no es la de la
abundancia, sino de la desaparición de la necesidad, es decir, la participación
en una potencia colectiva capaz de disolver el sentimiento de afrontar por sí
solo el mundo. […] Si la comuna “produce”, eso sólo puede ser incidentalmente;
si satisface nuestras “necesidades” es de algún modo por añadidura, por
añadidura de su deseo de vida común; y no considerando la producción y la
necesidad como su objeto. Es en la ofensiva abierta contra este mundo donde
ella encontrará a los aliados que su crecimiento exige. El crecimiento de las
comunas es la verdadera crisis de la economía, y el único decrecimiento serio.
[…]
En el
despliegue de una comuna, un umbral saludable es así cruzado cuando el deseo de
estar juntos y la potencia que se desprende de ahí, consiguen desbordar las
razones iniciales de su constitución. […] Lo que surge de la comuna en la
ocupación de la plaza Tahrir, en la Puerta del Sol, en ciertas ocupaciones
estadounidenses o durante los cuarenta días inolvidables de la república libre
de la Maddalena en el Valle de Susa, es el descubrimiento de que podemos
organizarnos en una cantidad de planos tal que nadie es capaz de totalizar. Lo
que nos ha embriagado ahí fue esto: el sentimiento de participar, de hacer la
experiencia de una potencia común, inasignable y pasajeramente invulnerable.
Invulnerable puesto que la alegría que aureolaba cada momento, cada gesto y
cada encuentro jamás podría sernos arrebatada. […] Lo propio de la situación a
la que una comuna se enfrenta es que, al entregarnos enteramente a ella,
encontramos siempre más de lo que ha llevado a ella o de lo que buscamos en
ella: encontramos con sorpresa nuestra propia fuerza, un vigor y una inventiva
que no nos conocíamos, y la felicidad que hay en habitar estratégica y cotidianamente
una situación de excepción. En este sentido, la comuna es la organización de la
fecundidad. Siempre hace nacer más de lo que reivindica. Esto es lo que vuelve
irreversible la conmoción que arrebató a las muchedumbres que salieron a todas
las plazas y avenidas de Estambul. Algunas muchedumbres que por semanas fueron
forzadas a resolver por sí mismas las cuestiones cruciales del abastecimiento,
la construcción, el cuidado, la sepultura o el armamento, no aprendieron
solamente a organizarse, también aprendieron lo que, en gran medida, ignoraban;
a saber: que podemos organizarnos, y que esta potencia es fundamentalmente
alegre. Que esta fecundidad de la calle haya pasado en silencio para todos los
comentaristas democráticos de la “reconquista del espacio público” es en este
caso lo que prueba de manera suficiente su peligrosidad. El recuerdo de esos
días y noches hace que se muestre la cotidianidad ordenada de la metrópoli de
manera todavía más intolerable, y pone al desnudo su vanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario