martes, 19 de enero de 2016

EL COMITÉ INVISIBLE: «DESAPAREZCAMOS»





No hay un esperanto de la revuelta. No son los rebeldes los que deben aprender a hablar el anarquista, sino que son los anarquistas los que deben volverse políglotas.

Desaparezcamos


El pacifismo miente y se miente al hacer de la discusión pública y de la asamblea el modelo acabado de lo político. Es en virtud de esto que un movimiento como el de las plazas se encontró incapaz de volverse otra cosa que un insuperable punto de partida.

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Dos conflictos mundiales y una terrorífica lucha planetaria contra el “terrorismo” nos han enseñado que es en nombre de la paz que se llevan a cabo las más sangrientas campañas de exterminación. La prohibición de la guerra expresa en el fondo únicamente un rechazo infantil o senil a admitir la existencia de la alteridad. La guerra no es la carnicería, sino la lógica que preside al contacto de potencias heterogéneas. Se libra por todas partes, bajo formas innumerables, y la mayoría de las veces por medios pacíficos. Si hay una multiplicidad de mundos, si hay una irreductible pluralidad de formas de vida, entonces la guerra es la ley de su coexistencia sobre esta tierra. Pues nada permite presagiar el desenlace de su encuentro: los contrarios no permanecen en mundos separados. Si no somos individuos unificados dotados de una identidad definitiva como lo querría la policía social de los roles, sino la sede de un juego conflictivo de fuerzas cuyas configuraciones sucesivas no dibujan apenas sino equilibrios provisionales, hace falta llegar a reconocer que la guerra está en nosotros: la guerra santa, decía René Daumal.

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En respuesta a esto, los medios revolucionarios han secretado, a modo de anticuerpos, la figura del radical: aquel que en todas las cosas defiende lo contrario que el ciudadano. A la proscripción moral de la violencia en uno responde en otro su apología puramente ideológica.

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El grado de “violencia” de un movimiento no indica en nada su determinación revolucionaria. No se mide la “radicalidad” de una manifestación por el número de vitrinas rotas. O más bien sí, pero entonces hay que dejar el criterio de “radicalidad” a los que se preocupan por medir los fenómenos políticos, y conducirlos a su esquelética escala moral. Cualquiera que se dedique a frecuentar los medios radicales se sorprende en primer lugar del hiato que reina entre sus discursos y sus prácticas, entre sus ambiciones y su aislamiento. Parecen como condenados a una suerte de autohundimiento permanente. Poco se tarda en comprender que no están ocupados en construir una fuerza revolucionaria real, sino en mantener una carrera hacia la radicalidad que se basta a sí misma, y que se libra indiferentemente sobre el terreno de la acción directa, del feminismo o de la ecología. El pequeño terror que reina en ellos y que en su interior torna realmente rígido todo el mundo, no es el del partido bolchevique. Es más bien el de la moda, ese terror que nadie ejerce en nadie, pero que se aplica a todos. En estos medios, se teme ya no ser radical, como se teme en otras partes ya no ser tendencia, cool o hipster. Basta muy poco para deshonrar una reputación. Se evita ir a la raíz de las cosas en beneficio de un consumo superficial de teorías, manifestaciones y relaciones. La competición feroz entre grupos así como en su propio seno determina su implosión periódica.

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Cuando el radical se define como productor de acciones y de discursos radicales, ha terminado por forjarse una idea puramente cuantitativa de la revolución: como una especie de crisis de sobreproducción de actos de revuelta individual. “No perdamos de vista —escribía ya Émile Henry— que la revolución no será sino la resultante de todas estas revueltas particulares.” La Historia está ahí para desmentir esta tesis: ya sea la revolución francesa, rusa o tunecina, en cada ocasión, la revolución es la resultante del choque entre un acto particular —la toma de una prisión, una derrota militar, el suicidio de un vendedor ambulante de frutas— y la situación general, y no la suma aritmética de actos de revuelta separados. Mientras tanto, esa definición absurda de la revolución produce sus estragos previsibles: uno se agota en un activismo que no se embraga sobre nada, uno se libra a un culto agotador del desempeño en acciones donde todo radica en actualizar en todo momento, aquí y ahora, su identidad radical: en la manifestación, en el amor o en el discurso. Esto dura algún tiempo: el tiempo del burn out, de la depresión o de la represión. Y uno no cambió nada. Si una acumulación de gestos no es suficiente para hacer una estrategia, es porque no hay gesto en lo absoluto. Un gesto es revolucionario, no por su contenido propio, sino por el encadenamiento de efectos que engendra. Es la situación lo que determina el sentido del acto, no la intención de los autores. Sun Tzu decía que “hay que exigir la victoria a la situación”. Toda situación está compuesta, atravesada de líneas de fuerzas, de tensiones, de conflictos explícitos o latentes. Asumir la guerra que está ahí, actuar estratégicamente supone partir de una apertura a la situación, de comprenderla como interioridad, de captar las relaciones de fuerza que la configuran, las polaridades que la trabajan. Es por el sentido que toma al entrar en contacto con el mundo que una acción es revolucionaria, o no. [...] El gesto decisivo es aquel que se encuentra una cabeza por delante del estado del movimiento, y que, rompiendo así con el statu quo, le abre el acceso a su propio potencial. Ese gesto puede ser el de ocupar, romper, golpear o simplemente hablar verdaderamente; es el estado del movimiento el que lo decide. Es revolucionario lo que causa efectivamente revoluciones. Si esto sólo se deja determinar cuando ya es tarde, una cierta sensibilidad a la situación alimentada de conocimientos históricos ayuda mucho a intuirlo.

Dejemos pues los cuidados de la radicalidad a los depresivos, a las jovencitas y a los fracasados. La verdadera cuestión para los revolucionarios es la de hacer crecer las potencias vivas en las que participan, la de tratar bien los devenires- revolucionarios a fin de alcanzar por fin una situación revolucionaria. Todos los que gargarizan oponiendo dogmáticamente los “radicales” a los “ciudadanos”, los “rebeldes en acción” a la población pasiva, erigen obstáculos a tales devenires. Anticipan con esto el trabajo de la policía. En esta época, hay que considerar el tacto como la virtud revolucionaria cardinal, y no la radicalidad abstracta; y por “tacto” nosotros entendemos aquí el arte de tratar bien los devenires-revolucionarios.

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Hoy, la expresión más errónea de esta tragedia de la simetría sale de las bocas decrépitas de la nueva izquierda: habría que oponer al Imperio difuso, estructurado en red, pero todavía dotado de centros de mando, unas multitudes, igualmente difusas, estructuradas en red, pero aún así dotadas de una burocracia dispuesta, cuando llegue el momento, a ocupar los centros de mando. Marcada por tal simetría, la revuelta sólo puede fracasar: no sólo porque ofrece un blanco fácil, un rostro reconocible, sino sobre todo porque acaba por tomar las características de su adversario.

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Nosotros no luchamos al interior del pueblo “como un pez en el agua”; nosotros somos el agua misma, en la cual chapotean nuestros enemigos — pez soluble. Nosotros no nos escondemos como emboscados al interior de la plebe de este mundo, pues es ciertamente en nosotros donde la plebe se esconde. La vitalidad y la desposesión, la rabia y el juego sucio, la verdad y la finta, surgen desde lo más profundo de nosotros mismos. No hay nadie a quien organizar. Nosotros somos esa materia que crece desde el interior, se organiza y se desarrolla. Aquí reside la verdadera asimetría, y nuestra real posición de fuerza. Los que, en lugar de componerse con lo que hay ahí en donde se encuentran, hacen de su fe, por medio del terror o la proeza, un artículo de exportación, no hacen otra cosa que ponerse al margen de sí mismos, y de su base. No hay ningún “apoyo de la población” que haya que arrebatar al enemigo, ni tampoco su pasividad complaciente: hay que procurar que no haya más población. La población jamás ha sido el objeto del gobierno sin haber sido primero su producto; deja de existir en cuanto población desde que deja de ser gobernable.

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Así pues, cuando la represión más ciega se abate sobre nosotros, guardémonos de ver aquí la prueba al fin establecida de nuestra radicalidad. No creamos que se busca destruirnos. Partamos más bien de la hipótesis de que se busca producirnos. Producirnos como sujeto político, como “anarquistas”, como “Black Bloc”, como “antisistemas”, extraernos de la población genérica dándonos o fichándonos una identidad política. Cuando la represión nos golpea, empecemos por no tomarnos por nosotros mismos, disolvamos el sujeto-terrorista fantasmático que los teóricos de la contrainsurrección se toman tanto trabajo en imitar; un sujeto cuya exposición sirve principalmente para producir como contraparte a la “población”; la población como nebulosa apática y apolítica, masa inmadura buena que es dispuesta enteramente para ser gobernada, para satisfacer sus llantos estomacales y sus sueños de consumo. Los revolucionarios no tienen que convertir a la “población” desde la exterioridad hueca de no se sabe qué “proyecto de sociedad”. Tienen que partir más bien de su propia presencia, de los lugares que habitan, de los territorios que les son familiares, de los vínculos que los unen a lo que se trama a su alrededor. La vida es el lugar desde donde emanan la identificación del enemigo, las estrategias y las tácticas eficaces, y no desde una previa profesión de fe. La lógica del incremento de potencia, he ahí todo lo que se puede oponer a la lógica de la toma del poder. Habitar plenamente, he ahí todo lo que se puede oponer al paradigma del gobierno. Uno bien puede lanzase sobre el aparato de Estado; si el terreno ganado no es inmediatamente llenado con una vida nueva, el gobierno terminará por volver a tomarlo.

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Tenemos que otorgar a los detalles más cotidianos, más ínfimos de nuestra vida común el mismo cuidado que concedemos a la revolución. Porque la insurrección es el desplazamiento hacia un terreno ofensivo de esa organización que no es una, no siendo separable de la vida ordinaria. Es un salto cualitativo al interior del elemento ético, no la ruptura al fin consumada con lo cotidiano. Zibechi continúa así: “En efecto, son los mismos órganos que sostienen la vida colectiva cotidiana [las asambleas barriales en las juntas vecinales de El Alto], los que sostienen el levantamiento. La rotación y la obligatoriedad que aseguran la vida cotidiana comunitaria, garantizan de la misma forma el bloqueo de carreteras y calles.” Así se disuelve la distinción estéril entre espontaneidad y organización. No hay de un lado una esfera pre-política, irreflexiva, “espontánea” de la existencia y de otro una esfera política, racional, organizada. Quien tiene relaciones de mierda no puede llevar a cabo sino una política de mierda.

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