No hay un esperanto de la revuelta. No son los rebeldes los que deben aprender a hablar el anarquista, sino que son los anarquistas los que deben volverse políglotas.
Desaparezcamos
El
pacifismo miente y se miente al hacer de la discusión pública y de la asamblea
el modelo acabado de lo político. Es en virtud de esto que un movimiento como
el de las plazas se encontró incapaz de volverse otra cosa que un insuperable
punto de partida.
[...]
Dos
conflictos mundiales y una terrorífica lucha planetaria contra el “terrorismo”
nos han enseñado que es en nombre de la paz que se llevan a cabo las más
sangrientas campañas de exterminación. La prohibición de la guerra expresa en
el fondo únicamente un rechazo infantil o senil a admitir la existencia de la
alteridad. La guerra no es la carnicería, sino la lógica que preside al
contacto de potencias heterogéneas. Se libra por todas partes, bajo formas
innumerables, y la mayoría de las veces por medios pacíficos. Si hay una
multiplicidad de mundos, si hay una irreductible pluralidad de formas de vida,
entonces la guerra es la ley de su coexistencia sobre esta tierra. Pues nada
permite presagiar el desenlace de su encuentro: los contrarios no permanecen en
mundos separados. Si no somos individuos unificados dotados de una identidad
definitiva como lo querría la policía social de los roles, sino la sede de un
juego conflictivo de fuerzas cuyas configuraciones sucesivas no dibujan apenas
sino equilibrios provisionales, hace falta llegar a reconocer que la guerra
está en nosotros: la guerra santa, decía René Daumal.
[...]
En
respuesta a esto, los medios revolucionarios han secretado, a modo de
anticuerpos, la figura del radical: aquel que en todas las cosas defiende lo
contrario que el ciudadano. A la proscripción moral de la violencia en uno
responde en otro su apología puramente ideológica.
[...]
El
grado de “violencia” de un movimiento no indica en nada su determinación
revolucionaria. No se mide la “radicalidad” de una manifestación por el número
de vitrinas rotas. O más bien sí, pero entonces hay que dejar el criterio de
“radicalidad” a los que se preocupan por medir los fenómenos políticos, y
conducirlos a su esquelética escala moral. Cualquiera que se dedique a
frecuentar los medios radicales se sorprende en primer lugar del hiato que
reina entre sus discursos y sus prácticas, entre
sus ambiciones y su aislamiento. Parecen como condenados a una suerte de
autohundimiento permanente. Poco se tarda en comprender que no están ocupados
en construir una fuerza revolucionaria real, sino en mantener una carrera hacia
la radicalidad que se basta a sí misma, y que se libra indiferentemente sobre
el terreno de la acción directa, del feminismo o de la ecología. El pequeño
terror que reina en ellos y que en su interior torna realmente rígido todo el
mundo, no es el del partido bolchevique. Es más bien el de la moda, ese terror
que nadie ejerce en nadie, pero que se aplica a todos. En estos medios, se teme
ya no ser radical, como se teme en otras partes ya no ser tendencia, cool o hipster. Basta muy poco
para deshonrar una reputación. Se evita ir a la raíz de las cosas en beneficio
de un consumo superficial de teorías, manifestaciones y relaciones. La
competición feroz entre grupos así como en su propio seno determina su
implosión periódica.
[...]
Cuando
el radical se define como productor de acciones y de discursos radicales, ha
terminado por forjarse una idea puramente cuantitativa de la revolución: como
una especie de crisis de sobreproducción de actos de revuelta individual. “No
perdamos de vista —escribía ya Émile Henry— que la revolución no será sino la
resultante de todas estas revueltas particulares.” La Historia está ahí para
desmentir esta tesis: ya sea la revolución francesa, rusa o tunecina, en cada
ocasión, la revolución es la resultante del choque entre un acto particular —la
toma de una prisión, una derrota militar, el suicidio de un vendedor ambulante
de frutas— y la situación general, y no la suma aritmética de actos de revuelta
separados. Mientras tanto, esa definición absurda de la revolución produce sus
estragos previsibles: uno se agota en un activismo que no se embraga sobre
nada, uno se libra a un culto agotador del desempeño en acciones donde todo
radica en actualizar en todo momento, aquí y ahora, su identidad radical: en la
manifestación, en el amor o en el discurso. Esto dura algún tiempo: el tiempo
del burn out, de la depresión o
de la represión. Y uno no cambió nada. Si una acumulación de gestos no es
suficiente para hacer una estrategia, es porque no hay gesto en lo absoluto. Un
gesto es revolucionario, no por su contenido propio, sino por el encadenamiento
de efectos que engendra. Es la situación lo que determina el sentido del acto,
no la intención de los autores. Sun Tzu decía que “hay que exigir la victoria a
la situación”. Toda situación está compuesta, atravesada de líneas de fuerzas,
de tensiones, de conflictos explícitos o latentes. Asumir la guerra que está
ahí, actuar estratégicamente supone partir de una apertura a la situación, de
comprenderla como interioridad, de captar las relaciones de fuerza que la
configuran, las polaridades que la trabajan. Es por el sentido que toma al
entrar en contacto con el mundo que una acción es revolucionaria, o no. [...]
El gesto decisivo es aquel que se encuentra una cabeza por delante del estado
del movimiento, y que, rompiendo así con el statu quo, le abre el acceso a su
propio potencial. Ese gesto puede ser el de ocupar, romper, golpear o simplemente
hablar verdaderamente; es el estado del movimiento el que lo decide. Es
revolucionario lo que causa efectivamente revoluciones. Si esto sólo se deja
determinar cuando ya es tarde, una cierta sensibilidad a la situación
alimentada de conocimientos históricos ayuda mucho a intuirlo.
Dejemos
pues los cuidados de la radicalidad a los depresivos, a las jovencitas y a los
fracasados. La verdadera cuestión para los
revolucionarios es la de hacer crecer las potencias vivas en las que
participan, la de tratar bien los devenires- revolucionarios a fin de alcanzar
por fin una situación revolucionaria. Todos los que gargarizan oponiendo
dogmáticamente los “radicales” a los “ciudadanos”, los “rebeldes en acción” a
la población pasiva, erigen obstáculos a tales devenires. Anticipan con esto el
trabajo de la policía. En esta época, hay que considerar el tacto como la
virtud revolucionaria cardinal, y no la radicalidad abstracta; y por
“tacto” nosotros entendemos aquí el arte de tratar bien los
devenires-revolucionarios.
[...]
Hoy, la
expresión más errónea de esta tragedia de la simetría sale de las bocas
decrépitas de la nueva izquierda: habría que oponer al Imperio difuso,
estructurado en red, pero todavía dotado de centros de mando, unas multitudes,
igualmente difusas, estructuradas en red, pero aún así dotadas de una
burocracia dispuesta, cuando llegue el momento, a ocupar los centros de mando.
Marcada por tal simetría, la revuelta sólo puede fracasar: no sólo porque
ofrece un blanco fácil, un rostro reconocible, sino sobre todo porque acaba por
tomar las características de su adversario.
[...]
Nosotros
no luchamos al interior del pueblo “como un pez en el agua”; nosotros somos el
agua misma, en la cual chapotean nuestros enemigos — pez soluble. Nosotros no
nos escondemos como emboscados al interior de la plebe de este mundo, pues es
ciertamente en nosotros donde la plebe se esconde. La vitalidad y la desposesión, la rabia y el juego sucio,
la verdad y la finta, surgen desde lo más profundo de nosotros mismos. No hay
nadie a quien organizar. Nosotros somos esa materia que crece desde el
interior, se organiza y se desarrolla. Aquí reside la verdadera asimetría, y
nuestra real posición de fuerza. Los que, en lugar de componerse con lo que hay
ahí en donde se encuentran, hacen de su fe, por medio del terror o la proeza,
un artículo de exportación, no hacen otra cosa que ponerse al margen de sí
mismos, y de su base. No hay ningún “apoyo de la población” que haya que
arrebatar al enemigo, ni tampoco su pasividad complaciente: hay que procurar
que no haya más población. La población jamás ha sido el objeto del gobierno
sin haber sido primero su producto; deja de existir en cuanto población desde
que deja de ser gobernable.
Así
pues, cuando la represión más ciega se abate sobre nosotros, guardémonos de ver
aquí la prueba al fin establecida de nuestra
radicalidad. No creamos que se busca destruirnos. Partamos más bien de la
hipótesis de que se busca producirnos. Producirnos como sujeto político, como
“anarquistas”, como “Black Bloc”, como “antisistemas”, extraernos de la
población genérica dándonos o fichándonos una identidad política. Cuando la
represión nos golpea, empecemos por no tomarnos por nosotros mismos, disolvamos
el sujeto-terrorista fantasmático que los teóricos de la contrainsurrección se
toman tanto trabajo en imitar; un sujeto cuya exposición sirve principalmente
para producir como contraparte a la “población”; la población como nebulosa
apática y apolítica, masa inmadura buena que es dispuesta enteramente para ser
gobernada, para satisfacer sus llantos estomacales y sus sueños de consumo. Los
revolucionarios no tienen que convertir a la “población” desde la exterioridad
hueca de no se sabe qué “proyecto de sociedad”. Tienen que partir más bien de
su propia presencia, de los lugares que habitan, de los territorios que les son
familiares, de los vínculos que los unen a lo que se trama a su alrededor. La
vida es el lugar desde donde emanan la identificación del enemigo, las
estrategias y las tácticas eficaces, y no desde una previa profesión de fe. La
lógica del incremento de potencia, he ahí todo lo que se puede oponer a la
lógica de la toma del poder. Habitar plenamente, he ahí todo lo que se puede
oponer al paradigma del gobierno. Uno bien puede lanzase sobre el aparato de
Estado; si el terreno ganado no es inmediatamente llenado con una vida nueva,
el gobierno terminará por volver a tomarlo.
[...]
Tenemos
que otorgar a los detalles más cotidianos, más ínfimos de nuestra vida común el
mismo cuidado que concedemos a la revolución. Porque la insurrección es el
desplazamiento hacia un terreno ofensivo de esa organización que no es una, no
siendo separable de la vida ordinaria. Es un salto cualitativo al interior del
elemento ético, no la ruptura al fin consumada con lo cotidiano. Zibechi
continúa así: “En efecto, son los mismos órganos que sostienen la vida
colectiva cotidiana [las asambleas barriales en las juntas vecinales de El
Alto], los que sostienen el levantamiento. La rotación y la obligatoriedad que aseguran
la vida cotidiana comunitaria, garantizan de la misma forma el bloqueo de
carreteras y calles.” Así se disuelve la distinción estéril entre espontaneidad
y organización. No hay de un lado una esfera pre-política, irreflexiva,
“espontánea” de la existencia y de otro una esfera política, racional,
organizada. Quien tiene relaciones de mierda no puede llevar a cabo sino una
política de mierda.
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