Democracia política directa
Ámbitos públicos y
privados
Es
evidente que todas las dimensiones de la crisis multidimensional que
consideramos en la primera parte del libro nos conducen de nuevo a la cuestión de
la democracia. Esto no sólo requiere revivir la tradición de la polis griega sino
también superarla, para lograr la reintegración de la sociedad con la política,
pero también con la economía y la naturaleza. En este sentido, la democracia debe
verse como algo incompatible con cualquier forma de desigualdad en la
distribución del poder, es decir, con cualquier concentración de poder, político,
social o económico. Por consiguiente, la democracia es incompatible con las
relaciones mercantiles y de propiedad, que conducen inevitablemente a la
concentración de poder. Asimismo, es incompatible con las estructuras jerárquicas
que implican dominación, ya sea institucionalizada (por ejemplo, la dominación
de las mujeres por parte de los hombres), u “objetiva” (por ejemplo, la
dominación del Sur por parte del Norte en el marco de la división del mercado
de trabajo, y la idea implícita de dominar el mundo natural). Por último, la
democracia es fundamentalmente incompatible con cualquier sistema cerrado de
creencias, dogmas o ideas. Así, la democracia no tiene nada que ver con la
actual concepción liberal dominante de la misma, ni con las diversas
concepciones de la sociedad ideal que se basan en la religión, la
espiritualidad, o en creencias y dogmas irracionales.
La
concepción de democracia inclusiva que forma el núcleo del nuevo proyecto liberador
que se propone, es una nueva concepción de democracia, que, tomando como punto
de partida su definición clásica, extiende su alcance a otros ámbitos donde es
posible tomar decisiones colectivas. Proviene de una síntesis de dos
importantes tradiciones históricas, la democrática clásica y la socialista,
aunque también engloba los movimientos ecologistas radicales, feministas y de
liberación del Sur. Desde la perspectiva del proyecto de la Democracia Inclusiva,
el mundo, a principios del nuevo milenio, se enfrenta a una crisis
multidimensional (económica, ecológica, social, cultural y política) causada
por la concentración de poder en manos de diversas élites, a consecuencia del
establecimiento, en los últimos siglos, del sistema de la economía de mercado,
la “democracia” representativa y las estructuras jerárquicas relacionadas. En
este sentido, una democracia inclusiva, que implica la distribución igualitaria
del poder en todos los ámbitos, no se ve como una utopía (en el sentido
negativo del término), sino tal vez como la única forma de salir de la crisis
actual.
Quizás
una buena manera de empezar el debate acerca de esta nueva concepción de
democracia puede ser la distinción entre los dos ámbitos principales de la
sociedad, el público y el privado, a los que podemos añadir un “ámbito
ecológico”.
En
este libro, el ámbito público, a diferencia del modo de proceder de muchos partidarios
del proyecto republicano o democrático (Arendt, Castoriadis, Bookchin y otros)
no sólo incluye el ámbito político, sino cualquier área de actividad humana
donde se puedan tomar decisiones de forma colectiva y democrática.
Así
pues, el ámbito público incluye:
• El ámbito
político, que se define como la esfera de la toma de decisiones políticas, el
área donde se ejerce el poder político.
• El ámbito
económico, que se define como la esfera de la toma de decisiones económicas, el
área donde se ejerce el poder económico con respecto a la diversidad de
opciones económicas que cualquier sociedad de la escasez debe tomar.
• El ámbito social,
que se define como la esfera de la toma de decisiones en el lugar de trabajo,
en los centros educativos y en cualquier institución económica o cultural que
sea un elemento constitutivo de una sociedad democrática.
• El ámbito
ecológico, que se define como la esfera de las relaciones entre el mundo
natural y el social.
En
mi opinión, la ampliación del ámbito público tradicional para que incluya, además
del ámbito político, los ámbitos económico, ecológico y “social”, es un
elemento indispensable de una democracia inclusiva. Por lo tanto, podemos distinguir
entre cuatro tipos principales de democracia que constituyen los elementos
fundamentales de una democracia inclusiva: la democracia política, la
democracia económica, la democracia ecológica y la “democracia en el ámbito
social”. La democracia política, la democracia económica y la democracia en el
ámbito social se pueden definir brevemente como el marco institucional que
tiene como objetivo la distribución igualitaria del poder político, económico y
social respectivamente, en otras palabras, como el sistema que aspira a la
eliminación efectiva de la dominación del ser humano sobre el ser humano. De la
misma manera, podemos definir la democracia ecológica como el marco
institucional que tiene como objetivo la eliminación de cualquier intento
humano de dominar el mundo natural, en otras palabras, como el sistema que se
propone reintegrar la sociedad y la naturaleza.
El significado de
democracia política
Podemos
distinguir diversas formas de distribución del poder político en la historia,
que, esquemáticamente, se pueden clasificar como democráticas u oligárquicas.
En las primeras, el poder político se distribuye de forma igualitaria entre
todos los ciudadanos de pleno derecho (el ejemplo típico es la ecclesia
ateniense), mientras que en las segundas el poder político está concentrado, en
diversos grados, en manos de varias élites.
En
el ámbito político sólo puede haber una forma de democracia, lo que podemos
llamar democracia política o directa,
en la que el poder político se distribuye igualitariamente entre todos los
ciudadanos. Así, la democracia política se basa en la distribución igualitaria
del poder político entre todos los ciudadanos, la auto-institución de la
sociedad. Esto significa que se tienen que satisfacer las siguientes
condiciones para que una sociedad se pueda calificar como democracia política:
1) Que la
democracia se base en la elección
consciente por parte de los ciudadanos de la autonomía individual y colectiva y
no en dogmas o ideas preconcebidas de carácter divino o místico, ni en sistemas
teóricos cerrados que implican “leyes” sociales/naturales, o tendencias que
determinan el cambio social.
2) Que no existan procesos políticos institucionalizados
de naturaleza oligárquica. Esto implica que todas las decisiones políticas (incluidas
las relativas al establecimiento y a la aplicación de las leyes) las toma el cuerpo
de ciudadanos colectivamente y sin representación;
3) Que no existan estructuras políticas institucionalizadas
que entrañen relaciones de poder desiguales. Esto significa, por ejemplo, que
en los casos en que se delega autoridad a sectores del cuerpo de ciudadanos, con
el fin de realizar tareas específicas (por ejemplo, actuar como miembros de los
tribunales populares, o de consejos regionales y confederales, etc.), la
delegación se designa, en principio, por sorteo, de forma rotativa, y siempre
es revocable por el cuerpo de ciudadanos. Además, con respecto a los delegados
a los órganos regionales y confederales, los mandatos deben ser específicos.
Éste es un paso efectivo hacia la abolición de las relaciones jerárquicas ya
que dichas relaciones se basan hoy en día, en gran medida, en el mito de los
“expertos” que supuestamente pueden controlarlo todo, desde la naturaleza hasta
la sociedad. Sin embargo, aparte de que cabe dudar del conocimiento de los
llamados expertos (por lo menos en lo que se refiere a los fenómenos sociales,
económicos y políticos), en una sociedad democrática, las decisiones políticas no
se dejan en manos de los expertos sino de los usuarios, el cuerpo de ciudadanos.
Los atenienses aplicaron este principio sistemáticamente; para ellos “todos los
ciudadanos iban a participar, si lo deseaban, en la gestión del Estado, pero
todos iban a ser aficionados... profesionalismo y democracia se consideraban, en
el fondo, contradictorios”;
4) Que todos los
residentes de una determinada área geográfica de un tamaño de población viable,
pasada cierta edad de madurez (definida por el propio cuerpo de ciudadanos) y
sin distinción de género, raza o identidad étnica o cultural, sean miembros del
cuerpo de ciudadanos y participen directamente en el proceso de toma de decisiones.
Las
condiciones anteriores, obviamente, no se cumplen en la “democracia”
representativa (tal como funciona en Occidente), ni en la “democracia”
soviética (como funcionaba en Oriente) ni en los diversos regímenes
fundamentalistas o semi-militares del Sur. Por lo tanto, todos estos regímenes
son formas de oligarquía política, donde el poder político está concentrado en
manos de varias élites (políticos profesionales, burócratas del partido,
sacerdotes, militares y demás). Del mismo modo, en el pasado, diversas formas
de oligarquía dominaron el ámbito político, cuando los emperadores, los reyes y
sus cortes, con o sin la cooperación de los caballeros, sacerdotes y otros, concentraron
el poder político en sus manos.
Por
otro lado, en el pasado se hicieron varios intentos de institucionalizar diversas
formas de democracia directa, especialmente durante períodos revolucionarios (por
ejemplo, las secciones parisinas de principios de la década de 1790, las
colectivizaciones españolas en la guerra civil, etc.). Sin embargo, la mayoría de
estos intentos duraron poco y normalmente no supusieron la institucionalización
de la democracia como una nueva forma de régimen político que reemplaza, y no
sólo complementa, al Estado. En otros casos, se establecieron disposiciones
democráticas como un conjunto de procedimientos para la toma de decisiones en
el plano local. Quizás, como señala Hansen, el único paralelismo real con la
democracia ateniense fueran los cuatro cantones suizos y los cuatro medios
cantones que se regían por asambleas populares (Landsgemeinden) y que, en su día,
fueron estados soberanos.
Así
pues, el único ejemplo histórico de una democracia directa institucionalizada donde,
durante casi dos siglos (508/7 a.C. – 322/1 a.C.), el Estado estaba subsumido
en la forma democrática de organización social, fue la democracia ateniense,
que, sin embargo, como vimos en el capítulo anterior, fue una democracia política
parcial. Además, me refiero a la democracia directa “institucionalizada” para
dejar clara la distinción entre instituciones
democráticas y práctica democrática,
que puede seguir siendo no democrática, aunque las instituciones sí lo sean.
Por tanto, es evidente que la institucionalización de la democracia directa es
sólo la condición necesaria para el establecimiento de la democracia. Como
señala Castoriadis: “la existencia de un espacio público (es decir, de un
ámbito público que nos pertenece a todos) no es simplemente una cuestión de
disposiciones legales que garanticen el derecho a la libertad de expresión,
etc. Estas condiciones no son sino condiciones para que exista un espacio público”.
Los ciudadanos de Atenas, por ejemplo, antes o después de deliberar en las
asambleas, hablaban entre sí sobre política en el ágora.
Del
mismo modo, la paideia desempeñaba un
papel fundamental en la educación de los ciudadanos. La paideia no es sólo educación sino el desarrollo del carácter y una
educación equilibrada en conocimientos y habilidades, es decir, la educación
del individuo como ciudadano, que sólo puede “dar un contenido valioso y
sustantivo al “espacio público”. Como señala Hansen sobre del papel crucial de
la paideia:
Para la forma de
pensar de los griegos, eran las instituciones políticas las que conformaban al
“hombre democrático” y a la “vida democrática”, y no a la inversa: las instituciones
de la polis educaban y moldeaban las vidas de los ciudadanos, y para tener la
mejor vida debes tener las mejores instituciones y un sistema educativo
conforme a ellas.
La democracia confederal
La
unidad básica de toma de decisiones en una democracia inclusiva es la asamblea
demótica, es decir, la asamblea del demos, el cuerpo de ciudadanos en un
área geográfica determinada que delega poder a tribunales demóticos, milicias
demóticas, etc. Sin embargo, aparte de las decisiones que deben tomarse en el
ámbito local, hay muchas decisiones importantes que deben tomarse en el ámbito
regional o confederal, así como en el lugar de trabajo. Así pues, hoy en día
una democracia inclusiva sólo puede tener la forma de una democracia confederal
que se basa en una red de consejos administrativos cuyos miembros o delegados
son elegidos en asambleas populares democráticas cara a cara en las diversas
comunidades, que, geográficamente, pueden abarcar una ciudad y los pueblos de
alrededor, o incluso barrios de las grandes ciudades. Los miembros de esos
consejos confederales tienen un mandato estricto, revocable y responsable ante
las asambleas que los eligen con el fin de coordinar y administrar las
políticas formuladas por las propias asambleas. Su función es, pues, puramente
administrativa y práctica, no de formulación de políticas, como la función de
los representantes en la “democracia” representativa.[1]
En
cuanto a las decisiones que deben tomarse en los lugares de trabajo, el esquema
propuesto, como se muestra en el diagrama del siguiente capítulo, concibe un
sistema de asambleas demóticas y de asambleas en el trabajo donde las personas
participan como ciudadanos y como trabajadores respectivamente. Por último, los
delegados de las asambleas demóticas participan en las asambleas regionales y
en la asamblea confederal.
La
primera cuestión que se plantea con respecto a una democracia confederal es si,
dado el tamaño de las sociedades modernas, la democracia directa es viable hoy
en día. Otra cuestión relacionada es cómo se puede evitar que los consejos
regionales y confederales se conviertan en nuevas estructuras de poder que
empiecen a “representar” a las asambleas demóticas.
En
cuanto a la cuestión de la viabilidad en general, como señala Mogens Herman
Hansen, resumiendo los resultados de investigaciones recientes sobre el tema,
“la tecnología moderna hace que sea bastante factible volver a la democracia
directa —que sea deseable o no es otro asunto”.
Además,
en cuanto a la cuestión relacionada de cómo podría evitarse que los consejos
confederales degenerasen en nuevas estructuras de poder, de nuevo, la
tecnología moderna puede desempeñar un papel importante. Una red electrónica
podría conectar las asambleas demóticas en el ámbito regional o confederal,
formando una gran “asamblea de asambleas”. De esta forma, la limitación de los
miembros de los consejos regionales o confederales a tareas meramente
administrativas de coordinación e implementación de las políticas adoptadas por
las asambleas demóticas se hace aún más fácil. Además, a nivel institucional,
se pueden establecer diversas válvulas de seguridad en el sistema para asegurar
el funcionamiento eficaz de la democracia. Sin embargo, en última instancia, es
la paideia lo que podrá condicionar realmente la práctica democrática.
Una
objeción habitual contra el proceso democrático de toma de decisiones es que éste
puede conducir fácilmente a “la tiranía de la mayoría”, donde diversas minorías
—definidas por criterios culturales, raciales o incluso políticos— simplemente
son oprimidas por las mayorías. Así, algunos libertarios declaran que “la
mayoría no tiene más derecho de mandar sobre la minoría, incluso a una minoría
de uno, que la minoría sobre la mayoría”. Otros insisten en que “un gobierno
democrático sigue siendo un gobierno... sigue implicando intrínsecamente la
represión de la voluntad de algunas personas”. Pienso que aquí hay dos
cuestiones que deben examinarse por separado. En primer lugar, la cuestión de
si la democracia sigue siendo un “gobierno” y, en segundo lugar, cómo puede
protegerse a las minorías, incluso de uno.
En
primer lugar, es obvio que aquellos que suponen, erróneamente, que la democracia
implica una forma de “gobierno”, confunden la democracia no estatista con
formas estatistas de la misma. Lo que los libertarios que adoptan este tipo de
objeción a la democracia simplemente pasan por alto es que en una concepción
no-estatista de la democracia no existe ningún conflicto entre la democracia y
la libertad del individuo social, puesto que todos los individuos sociales
comparten equitativamente el poder y pueden participar en el proceso de toma de
decisiones. Además, como señala Bookchin, la alternativa que ellos proponen, el
consenso, es “la alternativa individualista a la democracia”; una alternativa
que, de hecho, ¡deja de lado la diversidad individual que supuestamente es
oprimida por la democracia!
Con
respecto a la segunda cuestión, es cierto que existe un problema en lo que
atañe a la manera de proteger a las minorías, “incluso de uno”, de las mayorías
y, en especial, a la forma de salvaguardar ciertas libertades individuales fundamentales
de las decisiones adoptadas democráticamente por la mayoría. Históricamente, la
respuesta que los partidarios de la democracia estatista han dado a esta
cuestión son los “derechos humanos”.
Así,
la primera concepción de los derechos humanos fue la concepción liberal elaborada
por los filósofos liberales de los siglos XVII y XVIII (John Locke, Montesquieu,
Voltaire, Rousseau) y las revoluciones inglesa, francesa y americana relacionadas
con ésta. El individualismo liberal, la doctrina económica del “laissez faire”
y la definición liberal de libertad como “libertad de” constituyen los pilares
sobre los que se basan esos derechos. Luego, le llegó el turno a la “segunda
generación” de derechos humanos (derechos sociales y económicos), que tuvieron
su origen en la tradición socialista, concretamente en los pensadores
socialistas y las revueltas y movimientos de masas de los siglos XIX y XX. En
concordancia con la concepción socialista de la libertad, que se define
positivamente, los derechos socio-económicos de esta categoría también se
definen positivamente; su objetivo es la igualdad social, principalmente en
forma de una participación equitativa en la producción y distribución del producto
social, que se logra mediante la intervención del Estado. Por lo tanto, estos
derechos son “colectivos”, en el sentido de que pertenecen más a las
comunidades o a las sociedades en su conjunto que a los individuos (derecho al trabajo,
a las vacaciones pagadas, a la seguridad social, a la educación, etc.).
Sin
embargo, tanto la concepción socialista como la liberal implican un modo de ver
los derechos políticos y socio-económicos como cosas separadas, modo de ver
que, como expresa un activista ecologista, es fruto de una concepción que ve la
existencia social dividida en ámbitos —el político y el económico— separados.
Sin embargo, una característica más fundamental que comparten tanto las
concepciones liberales como socialistas de los derechos es que ambas presuponen
una forma estatista de democracia. Los derechos humanos son principalmente
derechos contra el Estado; muchos derechos cobran sentido sólo en las formas de
organización social donde el poder político y económico está concentrado en
manos de élites, mientras que en un tipo de democracia no estatista, que por
definición implica una distribución igualitaria del poder, estos derechos
pierden sentido. Este es, por ejemplo, el punto de vista que subscribe Karl
Hess cuando afirma que “los derechos son poder, el poder de alguien o de algún
grupo sobre otro (…) los derechos provienen de instituciones de poder”. Por lo
tanto, en principio, en el caso de una democracia no estatista tal como la
hemos definido, la cuestión de los derechos humanos no debería plantearse en
absoluto. Sin embargo, incluso en una democracia inclusiva, la cuestión sigue
siendo cuál es la mejor forma de proteger la libertad de cada individuo de las
decisiones colectivas de las asambleas. Los anarquistas clásicos como Proudhon
y Kropotkin, así como los modernos como Karl Hess, recurren a los contratos en forma
de acuerdos voluntarios para regular los asuntos entre las personas en una
sociedad no estatista. Sin embargo, en mi opinión, la cuestión de la protección
de las libertades individuales de las decisiones de la mayoría no puede dejarse
simplemente en manos de acuerdos voluntarios, que pueden romperse con
facilidad. Esta es una cuestión muy importante que debería decidirse democráticamente,
como todas las demás cuestiones importantes. Si bien el requisito del consenso
para establecer (o anular) estas libertades puede ser poco práctico o incluso
moralmente equivocado, esto no debería significar que un asunto tan importante
podría decidirse por la mayoría simple de una asamblea local o regional. Se
trata, tal vez, de un ámbito en el que las decisiones deben ser adoptadas por
las asambleas confederales con el requisito de quórum y mayorías excepcionales.
Sin
embargo, la democracia requiere un grado significativo de homogeneidad cultural
para que sea tolerable. Las divisiones culturales pueden crear resentimiento
contra las decisiones mayoritarias o intolerancia con respecto a los derechos
de las minorías. Por lo tanto, a pesar de las garantías anteriores, pueden
seguir existiendo problemas de opresión de las minorías raciales o étnicas por
parte de las mayorías. Una posible solución a estos problemas puede ser la que
sugiere Howard Hawkins en relación a la experiencia de los EE.UU, es decir,
promover un programa de comunidades —demoi— formadas por minorías, o incluso
confederaciones de comunidades autogobernadas, en caso de que las minorías se
encuentren geográficamente separadas. Mas, en caso de que la segregación
geográfica no exista, tal vez deberían establecerse diferentes disposiciones
institucionales, creando asambleas separadas de
minorías
en el seno de la confederación, o tal vez dando a las minorías el derecho de
veto “en bloque”. Por supuesto, las disposiciones institucionales sólo crean
las condiciones previas para la libertad. En última instancia, la autonomía individual
y colectiva depende de que cada ciudadano interiorice los valores democráticos.
Por lo tanto, la paideia vuelve a desempeñar, de nuevo, un papel crucial en
este sentido. Es la paideia, junto con el elevado nivel de conciencia cívica
que se espera que cree la participación en una sociedad democrática, lo que
contribuirá de manera decisiva al establecimiento de un nuevo código moral que
determine el comportamiento humano en una sociedad democrática. Supongo que no
será difícil ver que los valores morales que son compatibles con la autonomía
individual y colectiva en una sociedad basada en la comunidad son aquellos que
se fundamentan en la cooperación, la ayuda mutua y la solidaridad.
Las críticas a la
democracia directa
La
reivindicación de la democracia directa ha sido recientemente criticada desde
diversos sectores, incluso por supuestos libertarios, y naturalmente por parte
de los estatistas de tipo societario civil como Andre Gorz y Norberto Bobbio.
Lo sorprendente es que uno de los principales argumentos que utiliza Gorz
contra este tipo de sociedad es que ésta entrará necesariamente en contradicción
con la autonomía individual, presumiblemente, porque representará otro sistema, mientras que el objetivo
debería ser abolir todo lo que convierte a la sociedad en un sistema. Sin
embargo, en el proceso, Gorz deja claro que da por sentado el sistema de la economía
de mercado y el Estado insistiendo en que, como señala Finn Bowring, el
objetivo socialista no debe ser eliminar el sistema o el ámbito de la heteronomía,
¡sino limitarlo cuando no se puede prescindir de él! Por otro lado, Bobbio,
adoptando la definición negativa de libertad como “libertad de”, califica la
democracia liberal como “la única forma posible de una democracia eficaz”,
capaz de proteger a los ciudadanos de la intrusión del Estado. En el proceso,
critica lo que denomina el “fetiche” de la democracia directa por las
habituales razones de escala (haciendo caso omiso de las propuestas de los
confederalistas) y por la experiencia negativa del movimiento estudiantil
(pasando por alto el hecho de que la democracia no es sólo un procedimiento
sino un régimen, una forma de organización social). Por lo tanto, en esencia,
lo que promueven Bobbio, así como Miliband y otros autores del mismo espectro
ideológico, es una forma de democracia económica que complemente la democracia
liberal.
Otra
objeción habitual que se plantea a este tipo de organización social es que la
“complejidad” y el tamaño de las sociedades actuales hacen de ella un sueño
utópico. Así, André Gorz, una vez más, sostiene que una sociedad descentralizada
es imposible porque implica la “eliminación radical” de las técnicas
industriales, las funciones especializadas y la división del trabajo y un
retorno a las comunidades autárquicas o a una sociedad como la de los kibutz.
Sin embargo, una democracia confederal no presupone nada de eso. Este tipo de
sociedad, no sólo es perfectamente compatible con la tecnología moderna, como
ha mostrado Murray Bookchin, sino que, además, hablar sobre la vuelta a las
comunidades autárquicas o a un tipo de sociedad como la de los kibbutz
significa que no se ha entendido nada de las propuestas relativas a la
organización económica de una sociedad de este tipo. Como trataré de mostrar en
el próximo capítulo, una democracia confederal ni excluye la especialización y
la división del trabajo, ni depende de un sistema de comunidades autárquicas
—sistema que hoy de todos modos no es viable. Lo que el sistema propuesto sí
excluye es la economía de mercado y la “democracia” representativa,
¡instituciones de las que no pueden prescindir los pensadores “radicales” como
Andre Gorz!
Capítol 13 del llibre Crisis
multidimensional y democracia inclusiva (Girona,
2012), de Takis Fotopoulos. Traducció de Laia Vidal y Blai Dalmau.
[1]
Murray
Bookchin ha descrito un esquema similar que, sin embargo, se basa en
comunidades y no conlleva una verdadera democracia económica puesto que deja de
lado el problema de la escasez.
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