Takis Fotopoulos |
¿Cuál es la base de la libertad y la democracia?
Una sociedad autónoma es
inconcebible sin individuos autónomos y viceversa. Así, en la Atenas clásica,
ningún ciudadano es autónomo a menos que participe de forma igualitaria en el
poder, es decir, a menos que participe en el proceso democrático. En general,
como observa Castioradis, ninguna sociedad es autónoma a menos que esté
compuesta de individuos autónomos porque “sin la autonomía de los demás no hay
autonomía colectiva; y fuera de esa colectividad yo no puedo ser realmente
autónomo”. Por lo tanto, es obvio que en el contexto social, la misma aceptación
de la idea de autonomía conduce inevitablemente a la idea de democracia.
Sin embargo, incluso si
damos por sentada la relación entre la libertad/autonomía y la democracia, se
sigue planteando la cuestión de las bases de la democracia, de hecho, de la
libertad en sí misma. Tradicionalmente, la mayoría de libertarios, desde Godwin
a Bakunin y Kropotkin, basaron su ética y su política, la libertad en sí misma,
en una naturaleza humana estática que se rige por “leyes universales y
necesarias”, las cuales normalmente se referían a leyes naturales; a diferencia
de los marxistas que hacían hincapié en las “leyes” económicas. Esto reflejaba
el mismo aliciente que en el siglo XIX llevó a Marx a elaborar sus leyes
económicas “científicas”, a saber, el incentivo de hacer que el proyecto
libertario parezca “científico” o, al menos, “objetivo”.
Sin embargo, el uso de un
método “objetivista” para justificar la necesidad de una democracia inclusiva
es a la vez problemático e indeseable. Es problemático porque hoy son pocos los
que siguen creyendo, tras la entrada decisiva en la ciencia de la incertidumbre
del siglo XX, que aún es posible inferir “leyes”, “tendencias” o
“direccionalidades” “objetivas” de la evolución social. Es indeseable porque,
como ha demostrado el caso del proyecto socialista, existe una relación clara
entre la “cientifización” del proyecto en manos de los marxistas- leninistas y
la consiguiente burocratización de la política socialista y la transformación
totalitaria de la organización social. Así, se puede suponer que si la
democracia inclusiva reemplaza alguna vez a las actuales formas heterónomas de
organización política y económica, esto no representará la realización de
posibilidades potenciales para la libertad, sino simplemente la elección
consciente entre dos posibilidades sociales, que pueden describirse de forma
esquemática como la posibilidad de autonomía frente a la posibilidad de
heteronomía.
Sin embargo, si el
“objetivismo” modernista parece problemático e indeseable, esto no significa
que el subjetivismo posmodernista sea menos problemático, puesto que puede
conducir fácilmente al relativismo general y al irracionalismo, si no al
abandono total de la política radical y al conformismo. El proyecto democrático
es incompatible con el relativismo, porque niega explícitamente la
consideración de que todas las tradiciones, en este caso la tradición autónoma
y la heterónoma, tienen unos valores de verdad equivalentes.
Por consiguiente, aunque
se pueda aceptar la concepción posmodernista de la historia, según la cual esta
no se puede ver como un proceso lineal (Kant, etc.) o dialéctico (Hegel, Marx)
de Progreso que encarna la razón, esto no implica que deberíamos asignar el
mismo valor a todas las formas históricas de organización social: desde la
Atenas clásica, los cantones suizos y las secciones parisinas, hasta los
regímenes “democráticos” actuales. Esta clase de relativismo general, adoptado
por el posmodernismo, simplemente refleja el abandono por parte de este último
de cualquier crítica de la realidad social institucionalizada y una retirada
general al conformismo, como señala acertadamente Castoriadis. Además, adoptar
el rechazo posmoderno del universalismo implica el abandono de cualquier idea
de un proyecto liberador, dado que el proyecto de autonomía/democracia, por
supuesto, es en gran medida un proyecto “universal”
Por último, el proyecto
democrático es incompatible con el irracionalismo porque la democracia, como
proceso de auto-institución social, implica una sociedad abierta
ideológicamente, es decir, que no se basa en ningún sistema cerrado de
creencias, dogmas o ideas. “La democracia”, como señala Castoriadis, “es el
proyecto de romper el cerco a nivel colectivo”. Por lo tanto, en una sociedad
democrática, los dogmas y los sistemas cerrados de ideas no pueden ser parte
del paradigma social dominante, aunque, por supuesto, los individuos pueden
tener las creencias que deseen, siempre y cuando estén comprometidos a respetar
el principio democrático, es decir, el principio según el cual la sociedad es
autónoma, institucionalizada como una democracia inclusiva. Una muestra de esto
es que, incluso en la Atenas clásica, hace 2.500 años, se establecía una clara
distinción entre la religión y la democracia. No es casual, por ejemplo, que
todas las leyes aprobadas por la ecclesia empezaran con la cláusula de que
“esta es la opinión del Demos” sin hacer ninguna referencia a Dios. Esto
contrasta claramente con la tradición judeo-cristiana, donde, como señala
Castoriadis, el origen de las leyes en el Antiguo Testamento es divino: Jehová
dicta las leyes a Moisés.
Por lo tanto, el proyecto
democrático no puede basarse en ninguna “ley” o tendencia divina, natural o
social, sino en nuestra propia elección consciente y auto-reflexiva entre las
dos principales tradiciones históricas: la tradición de heteronomía, que ha
sido históricamente dominante, y la tradición de autonomía. La elección de la
autonomía implica que la institución de la sociedad no se fundamenta en ningún
tipo de irracionalismo (fe en Dios, creencias místicas, etc.) ni en “verdades
objetivas” sobre la evolución social basadas en “leyes” sociales o naturales.
Esto es así porque cualquier sistema de creencias religiosas o místicas (así
como cualquier sistema cerrado de ideas), por definición, excluye el
cuestionamiento de algunas creencias o ideas fundamentales y, por tanto, es
incompatible con los ciudadanos estableciendo sus propias leyes. De hecho, el
principio de “no cuestionar” algunas creencias fundamentales es común en toda
religión o conjunto de creencias metafísicas y místicas, desde el cristianismo
hasta el taoísmo. Esto es importante si se tiene en cuenta especialmente que la
influencia actual de tendencias irracionalistas en las corrientes libertarias
ha dado lugar a la ridícula imagen de decenas de comunidades organizadas de
forma democrática e inspiradas por diversos tipos de irracionalismo (que no se
diferencian de sectas religiosas similares en el pasado, por ejemplo, el
movimiento de cristianos cátaros, ensalzado por los libertarios como
democrático!).
El elemento fundamental
de la autonomía es la creación de nuestra propia verdad, algo que los
individuos sociales sólo pueden lograr a través de la democracia directa, es
decir, el proceso mediante el cual cuestionan continuamente cualquier
institución, tradición o “verdad”. En una democracia, las verdades dadas
simplemente no existen. La práctica de la autonomía individual y colectiva
presupone la autonomía de pensamiento, en otras palabras, el cuestionamiento
constante de las instituciones y de las verdades.
Sin embargo, si no es
factible ni deseable basar la reivindicación de democracia en “leyes” o
“tendencias” “científicas” u “objetivas” que dirigen la evolución social hacia
la realización de potencialidades objetivas, entonces esta reivindicación sólo
se puede fundamentar en un proyecto liberador. Y ese proyecto liberador hoy
sólo puede constituir una síntesis de las tradiciones democrática, socialista,
libertaria, ecologista radical y feminista. En otras palabras, sólo puede ser
un proyecto para una democracia inclusiva, en el sentido de democracia
política, económica, “social” y ecológica. Sin embargo, el hecho de que la
reivindicación de democracia sólo pueda fundamentarse en un proyecto que no
puede ser “cientifizado” ni “objetivizado” no significa que es sólo una utopía
en el sentido negativo de la palabra. Un proyecto liberador no es una utopía si
se basa en la realidad actual. Y la realidad actual se resume en la crisis
multidimensional sin precedentes que vimos en la primera parte del libro, que
abarca todos los ámbitos de la sociedad (político, económico, social, cultural)
así como la relación sociedad-naturaleza.
Además, un proyecto
liberador no es una utopía si expresa el descontento de importantes sectores
sociales y su explícita o implícita impugnación de la sociedad existente. Hoy
en día, se impugnan cada vez más las principales instituciones políticas,
económicas y sociales en las que se basa la actual concentración de poder. Así,
no sólo se cuestionan de diversas maneras las instituciones políticas básicas
(capítulo 4) sino que también se cuestionan de forma masiva las instituciones
económicas fundamentales, como la propiedad privada (véase, por ejemplo, el
estallido del crimen contra la propiedad en el último cuarto de siglo
aproximadamente).
Por último, un proyecto
liberador no es una utopía si refleja las tendencias actuales en el cambio
social. Y el proyecto para una democracia inclusiva que se describirá en el
siguiente capítulo refleja las tendencias democráticas que se expresaron
radicalmente en el mayo del 68 y hoy en día a través de las formas de
organización del movimiento antiglobalización en el Norte y de tendencias similares
de organización democrática, más allá de la “democracia” representativa y la
economía de mercado, en el Sur.
Takis Fotopoulos
Fragment de «Las bases de un nuevo proyecto liberador», capítol 12 del llibre Crisis multidimensional y democracia inclusiva (Girona, 2012), de Takis Fotopoulos. Traducció de Laia Vidal y Blai Dalmau.
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