No hay un esperanto de la revuelta.
No son los rebeldes los que deben aprender a hablar el anarquista,
sino que son los anarquistas los que deben volverse políglotas.
Nos quieren obligar a gobernar,
no vamos a caer en esa provocación
Lo que se
subleva no tiene a nadie que colocar en el trono como reemplazo, aparte, tal
vez, de un signo de interrogación. No son ni los excluidos, ni la clase obrera,
ni la pequeña burguesía, ni las multitudes quienes se sublevan. Nada que tenga
bastante homogeneidad como para admitir a un representante. No hay ningún nuevo
sujeto revolucionario cuya emergencia habría escapado, hasta entonces, a los
observadores. Si se dice entonces que “el pueblo” está en la calle, no es un
pueblo que habría previamente existido, al contrario, es el que previamente
faltaba. No es “el pueblo” quien produce el levantamiento, es el levantamiento
quien produce su pueblo, al suscitar la experiencia y la inteligencia comunes,
el tejido humano y el lenguaje de la vida real que habían desaparecido. Las
revoluciones del pasado prometían una vida nueva, las insurrecciones
contemporáneas liberan sus llaves. [...] En esto reside el acontecimiento: no
en el fenómeno mediático que se ha forjado para vampirizar la revuelta por
medio de su celebración externa, sino en los encuentros que se han producido
efectivamente en ella. Esto es lo que resulta bastante menos espectacular que
“el movimiento” o “la revolución”, pero más decisivo. Nadie sabría decir lo que
puede un encuentro. Es así como las insurrecciones se prolongan,
molecularmente, imperceptiblemente, en la vida de los barrios, de los
colectivos, de las okupas, de los “centros sociales”, de los seres singulares,
en Brasil al igual que en España, en Chile al igual que en Grecia. No porque
pongan en marcha un programa político, sino porque ponen en movimiento unos
devenires-revolucionarios. Porque lo que fue vivido en ellas brilla con un
resplandor tal que quienes hicieron su experiencia tienen que serle fieles, sin
separarse, construyendo eso mismo que, a partir de ahí, le hace falta a su vida
de antes. [...] Lo que se construye aquí no es ni la “nueva sociedad” en su
estadio embrionario ni la organización que derrocará finalmente el poder para
constituir uno nuevo, es la potencia colectiva que, mediante su consistencia y
su inteligencia, condena el poder a la impotencia, desbaratando una por una
todas sus maniobras.
[...]
Pero en las insurrecciones contemporáneas se
da algo que los desconcierta de una manera particular: ellas no parten ya de
ideologías políticas, sino de verdades éticas. [...] Para el moderno está el
Mundo de un lado, él del otro, y el lenguaje para cruzar de uno a otro lado del
precipicio. Una verdad, se nos ha enseñado, es un puente sólido que se
encuentra encima del abismo, un enunciado que describe adecuadamente el Mundo.
Nosotros hemos olvidado oportunamente el lento aprendizaje en el que
adquirimos, con el lenguaje, toda una relación con el mundo. El lenguaje, lejos
de servir para describir el mundo, nos ayuda más bien a construir uno. Las
verdades éticas no son así verdades sobre el Mundo, sino las verdades a partir
de las cuales nos mantenemos en él. Son verdades, afirmaciones, enunciadas o
silenciosas, que se experimentan pero no se demuestran. La mirada taciturna
clavada en los ojos del pequeño dirigente, con sus puños apretados, y que lo
examina por un largo minuto, es una de ellas, y lo mismo sucede con el
estruendoso “uno siempre tiene derecho a rebelarse”. Son verdades que nos
vinculan, con nosotros mismos, con lo que nos rodea y los unos a los otros. Nos
introducen a una vida común en principio, a una existencia inseparada, que no
tiene consideraciones por las paredes ilusorias de nuestro Yo. Si los
terrestres están listos para arriesgar su vida para que una plaza no sea
transformada en estacionamiento como la de Gamonal en España, que un parque no
se convierta en un centro comercial como el de Gezi en Turquía, que unos
bosques no se conviertan en un aeropuerto como los de Notre-Dame-des-Landes en
Francia, es sin duda porque aquello que nosotros amamos, aquello a lo que estamos
unidos —seres, lugares o ideas— forma de igual modo parte de nosotros, porque
no nos reducimos a un Yo que alberga el tiempo de una vida en un cuerpo físico
limitado por su piel, todo él adornado por el conjunto de las propiedades que
cree detentar. Cuando el mundo es golpeado, somos nosotros mismos quienes somos
atacados.
[...]
El contenido
verdadero de Occupy Wall Street no era la reivindicación, pegada a posteriori
al movimiento como un post-it a un hipopótamo, de mejores salarios, de
viviendas decentes o de una seguridad social más generosa, sino el hastío por
la vida que se nos hace vivir. El hastío por una vida en la que todos estamos
solos, solos frente a la necesidad, para cada uno, de ganar su vida, de
encontrarse un techo, de alimentarse, de desarrollarse o de cuidarse. Hastío
por la miserable forma de vida del individuo metropolitano: desconfianza
escrupulosa / escepticismo refinado, smart / amores superficiales,
efímeros / sexualización que queda perturbada, en consecuencia, por todo encuentro
/ y después, regreso periódico a una separación confortable y desesperada /
distracción permanente, por lo tanto ignorancia de sí mismo, por lo tanto miedo
de sí mismo, por lo tanto miedo del otro. La vida común que se trazaba en
Zuccotti Park, en tiendas de campaña, en el frío, bajo la lluvia, rodeados por
la policía en el parque más siniestro de Manhattan, ciertamente no era la vita
nova completamente desplegada, sólo el punto a partir del cual la tristeza de
la existencia metropolitana comienza a devenir flagrante. Captábamos al fin
juntos nuestra común condición, nuestra igual reducción al rango de empresario
de sí mismo. Esta conmoción existencial conformó el corazón pulsante de Occupy
Wall Street, cuando Occupy Wall Street era fresco y vivaz. Lo que está en juego
en las insurrecciones contemporáneas es la cuestión de saber qué es una forma
deseable de la vida, y no la naturaleza de las instituciones que la sobrevuelan
con una mirada omnisciente. Pero reconocerlo implicaría inmediatamente reconocer
la nulidad ética de Occidente.
[...]
La insurrección
no respeta ninguno de los formalismos, ninguno de los procedimientos
democráticos. Impone, como cualquier manifestación de magnitud, su propio uso
del espacio público. Es, como cualquier huelga determinada, política del hecho
consumado. Es el reino de la iniciativa, de la complicidad práctica, del gesto;
la decisión se da en la calle que la arrastra, recordando a quien lo hubiera
olvidado que “popular” viene del latín populor, “asolar, devastar”. Es
la plenitud de la expresión —en los cantos, en los muros, en las tomas de
palabra, en los combates—, y la nada de la deliberación. El milagro de la
insurrección reside tal vez en esto: al mismo tiempo que disuelve la democracia
como problema, figura inmediatamente un más allá de ella.
Por supuesto,
no faltan ideólogos, como Antonio Negri y Michael Hardt, para concluir de los
levantamientos de los últimos años que “la constitución de una sociedad
democrática está a la orden del día” y proponerse “hacernos capaces de
democracia” enseñándonos “los saberes-hacer, los talentos y los conocimientos
necesarios para gobernarnos a nosotros mismos”. Para ellos, como lo resume sin
demasiada agudeza un negrista español: “De Tahrir a la Puerta del Sol, de la
plaza Sintagma a la plaza Cataluña, un grito se repite de plaza en plaza:
‘Democracia’. Tal es el nombre del espectro que recorre hoy el mundo.” Y en
efecto, todo iría bien si la retórica democrática no fuera más que una voz que
emana de los cielos y que se inserta desde el exterior sobre cada
levantamiento, ya sea por los gobiernos o bien por quienes intentan sucederlos.
La escucharíamos con indulgencia, como a la homilía del sacerdote, atacados de
la risa. Pero está claro que esa retórica tiene un alcance efectivo sobre las
mentes, sobre los corazones, sobre las luchas, como lo testimonia ese
movimiento llamado “de los indignados” del que tanto se habló.
[...]
El “movimiento
de las plazas” fue, por un lado, la proyección, o más bien el crash
sobre lo real, del fantasma cibernético de ciudadanía universal, y, por el
otro, un momento excepcional de encuentros, de acciones, de fiestas y de tomas
de posesión de la vida común. Esto es lo que no podía ver la eterna
microburocracia que busca hacer pasar sus caprichos ideológicos por “posiciones
de la asamblea” y que pretende controlar todo en nombre del hecho de que cada
acción, cada gesto, cada declaración tendría que ser “validada por la asamblea”
para tener derecho a existir. Para todos los demás, ese movimiento liquidó de
manera definitiva el mito de la asamblea general, es decir, el mito de su centralidad.
La primera noche, el 16 de mayo de 2011, había en la Plaça Catalunya de
Barcelona 100 personas, al día siguiente 1000, 10 000 en dos días y los dos
primeros fines de semana había 30 000 personas. Todos pudieron entonces
constatar que, cuando se es tan numeroso, no existe ya ninguna diferencia entre
democracia directa y democracia representativa. La asamblea es el lugar donde
se está obligado a escuchar sandeces sin poder replicar, exactamente como ante
la televisión; además de ser el lugar de una teatralidad extenuante y tanto más
mentirosa cuanto que imita la sinceridad, la aflicción o el entusiasmo. La
extrema burocratización de las comisiones tuvo su causa en los más constantes,
e hicieron falta dos semanas a la comisión “de contenido” para parir un
documento insoportable y desastroso de dos páginas que, ésta pensaba, resumía
“aquello en lo que nosotros creemos”. En este punto, ante lo ridículo de la
situación, unos anarquistas sometieron a votación el hecho de que la asamblea
se volviera un simple espacio de discusión y un lugar de información, y no un
órgano de toma de decisión. La cosa era cómica: poner a votación el hecho de no
seguir votando. Cosa todavía más cómica: el escrutinio fue saboteado por una
treintena de trotskistas. Y como ese género de micropolíticos destilaba
aburrimiento tanto como sed de poder, todos terminaron por desviarse de esas
fastidiosas asambleas. Sin sorpresas, muchos de los participantes de Occupy
hicieron la misma experiencia, y sacaron de ello la misma conclusión. Tanto en
Oakland como en Chapel Hill, se llegó a considerar que la asamblea no tenía
ningún título para validar lo que tal o cual grupo podía o quería hacer, que
era un lugar de intercambio y no de decisión. Cuando una idea emitida en
asamblea salía adelante, era simplemente porque suficiente gente la encontraba
buena como para darse los medios para ponerla en marcha, y no en virtud de
algún principio de mayoría. Las decisiones salían adelante, o no; jamás eran
tomadas.
[...]
Que con el
“movimiento de las plazas”, el fetichismo de la asamblea general se haya ido a
la ruina no desdice en nada la práctica de la asamblea. Sólo hace falta saber
que de una asamblea no puede salir algo distinto a lo que ya se encuentra en
ella. Si reunimos a miles de desconocidos que no comparten nada fuera del hecho
de estar ahí, sobre la misma plaza, no hace falta esperar que lo que salga de
ahí sea algo más de lo que su separación autoriza. No hace falta imaginar, por
ejemplo, que una asamblea consiga producir por sí misma la confianza recíproca
que conduce a tomar juntos el riesgo de actuar ilegalmente.
[...]
La única cosa
que cualquier asamblea puede producir, si lo intenta, es un lenguaje común. Pero
donde la única experiencia común es la separación, no se escuchará otra cosa
que el lenguaje informe de la vida separada. La indignación es entonces
efectivamente el máximum de la intensidad política que el individuo atomizado
es capaz de alcanzar, el cual confunde el mundo con su pantalla así como
confunde sus sentimientos con sus pensamientos. La asamblea plenaria de todos
esos átomos, a pesar de su conmovedora comunión, no hará otra cosa que exponer
la parálisis inducida por una falsa comprensión de lo político, y en primer
lugar la inaptitud para alterar en nada el curso del mundo. Esto produce la
impresión de una infinidad de rostros pegados contra una pared de vidrio y que
observan boquiabiertos cómo el universo mecánico continúa funcionando sin ellos.
El sentimiento de impotencia colectiva, tras la alegría de haberse encontrado y
contado, dispersó a los propietarios de las tiendas de campaña Quechua
con tanta seguridad como las macanas y los gases. No obstante, en esas
ocupaciones había ciertamente algo que iba más allá de ese sentimiento, y era
precisamente todo aquello que no cabía en el momento teatral de la asamblea,
todo aquello que concierne a la milagrosa aptitud de los vivos para habitar,
para habitar lo inhabitable mismo: el corazón de las metrópolis. En las squares
ocupadas, todo lo que la política ha relegado desde la Grecia clásica a la
esfera en el fondo despreciada de la “economía”, de la gestión doméstica, de la
“supervivencia”, de la “reproducción”, del “día a día” y del “trabajo”, se afirmó
por el contrario como dimensión de una potencia política colectiva, se escapó
de la subordinación de lo privado. La capacidad de autoorganización cotidiana
que en ellos se desplegaba y que conseguía, en algunos lugares, alimentar a
3000 personas en cada comida, construir una aldea en algunos días o atender a
los amotinados heridos, firma tal vez la verdadera victoria política del
“movimiento de las plazas”.
[...]
Uno de esos
vicios reside en que muy a menudo seguimos pensando la revolución como una dialéctica
entre lo constituyente y lo constituido. Creemos todavía en la fábula que desea
que todo poder constituido se arraigue en un poder constituyente, que el Estado
emane de la nación, como el monarca absoluto de Dios, que exista
permanentemente bajo la constitución en vigor una constitución distinta, un
orden a la vez subyacente y trascendente, la mayoría instantes como el rayo.
Queremos creer que basta con que “el pueblo” se reúna, si es posible ante el
parlamento, con que grite “¡Ustedes no nos representan!”, para que por su
simple epifanía el poder constituyente expulse mágicamente los poderes
constituidos. Esta ficción del poder constituyente sólo sirve, de hecho, para
ocultar o enmascarar el origen propiamente político, fortuito, el golpe de fuerza
mediante el cual todo poder se instituye. Los que tomaron el poder
retroproyectan sobre la totalidad social que ahora controlan la fuente de su
autoridad, y la harán así callar legítimamente en su propio nombre. Es así como
se realiza regularmente la proeza de disparar sobre el pueblo en nombre del
pueblo. El poder constituyente es el traje de luces que viste el origen siempre
sórdido del poder, el velo que hipnotiza y hace creer a todos que el poder
constituido es mucho más de lo que es.
Los que se proponen,
como Antonio Negri, “gobernar la revolución”, sólo ven por todas partes, desde
los motines de banlieue hasta los levantamientos del mundo árabe, “luchas
constituyentes”. Un negrista madrileño, defensor de un hipotético “proceso
constituyente” surgido del movimiento de las plazas, se atreve incluso a
convocar a crear “el partido de la democracia”, “el partido del 99%” con vistas
a “articular una nueva constitución democrática tan "cualquiera", tan a-representativa, tan post-ideológica como lo fue el 15M”. Este género de
extravíos nos incita más bien a repensar la idea de revolución como pura
destitución.
[...]
Para destituir
el poder no basta, por tanto, con vencerlo en la calle, con desmantelar sus
aparatos, con incendiar sus símbolos. Destituir el poder es privarlo de su
fundamento. Esto es precisamente lo que hacen las insurrecciones. En ellas, lo
constituido aparece tal cual, con sus mil maniobras torpes o eficaces, groseras
o sofisticadas. “El rey está desnudo”, se dice entonces, porque el velo de lo
constituyente está hecho pedazos y es posible ver a través suyo. Destituir el
poder es privarlo de legitimidad, conducirlo a asumir su arbitrariedad, a
revelar su dimensión contingente. Es mostrar que sólo se mantiene en situación
por cuanto despliega de estratagemas, trucos, artimañas; es hacer de él una
configuración pasajera de las cosas que, como tantas otras, debe luchar y
valerse de astucias para sobrevivir. Es forzar al gobierno a reducirse al nivel
de los insurrectos, que no pueden seguir siendo unos “monstruos”, unos
“criminales” o unos “terroristas”, sino simplemente unos enemigos. Conducir a
la policía a ser ya simplemente una pandilla, a la justicia una asociación de
malhechores. En la insurrección, el poder en turno no es ya sino una fuerza
entre otras sobre un plano de lucha común, y no ya esa metafuerza que dirige,
ordena o condena todas las potencias. Todo cabrón tiene un domicilio. Destituir
el poder es restablecerlo sobre tierra.
[...]
La legitimidad
“del pueblo”, de “los oprimidos” o “del 99%” es el caballo de Troya con el que
se conduce algo de constituyente al interior de la destitución insurreccional.
Es el método más seguro para desmantelar una insurrección; el mismo que ni
siquiera necesita vencerla en la calle. Para volver irreversible la
destitución, nos hace falta, por tanto, comenzar por renunciar a nuestra propia
legitimidad.
[…]
El poder
necesita haberse desprendido suficientemente del mundo, le es necesario haber
creado un vacío suficiente en torno al individuo, o bien en él, haber creado
entre los seres un espacio bastante desierto, para que uno pueda, a partir de
ahí, preguntarse cómo va a ser posible agenciar todos esos elementos dispares
que ya nada une, cómo uno va a reunir lo separado en cuanto separado. El poder crea
el vacío. El vacío requiere el poder.
Salir del
paradigma del gobierno equivale a partir políticamente de la hipótesis inversa.
No hay vacío, todo está habitado, cada uno de entre nosotros es el lugar de
paso y de anudamiento de cúmulos de afectos, de líneas, de historias, de
significaciones, de flujos materiales que nos exceden. El mundo no nos cerca,
nos atraviesa. Lo que habitamos nos habita. Lo que nos rodea nos constituye. No
nos pertenecemos. Estamos “siempre-ya” diseminados en todo aquello a lo que nos
vinculamos. La cuestión no es formar el vacío a partir del cual conseguiremos
al fin volver a captar todo lo que se nos escapa, sino aprender a habitar mejor
lo que está ahí; lo cual a su vez implica llegar a percibirlo, y esto no tiene
nada de evidente para los hijos bizcos de la democracia. Percibir un mundo
poblado no de cosas, sino de fuerzas, no de sujetos, sino de potencias, no de
cuerpos, sino de vínculos. Es por su plenitud que las formas de vida consuman
la destitución. Aquí, la sustracción es afirmación y la afirmación forma parte
del ataque.
Gracias por tu artículo, me traslade a esa época, en la que siendo extranjera, tome al megáfono y grite como loca. Gracias por hacerme recordar que es posible un cambio, pero sin darse por vencidos. Un abrazo desde Colombia.
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