domingo, 21 de febrero de 2016

COLIN WARD: «LA CASA ANARQUISTA»



LA CASA ANARQUISTA
Antes de abordar el tema de la casa anarquista, deberíamos librarnos de la falsa idea de una estética anarquista enfrentada a la estética burguesa. Tras más de un siglo de dar por hecho que la tarea del artista revolucionario era épater le bourgeois, no está de más admitir que, pese a tan buena idea, la burguesía constituye la única clientela del arte revolucionario, cuando no lo es el propio Estado.
Suponga que es albañil, que vive en un pisito del extrarradio y que le contratan para una de esas arquitecturas fantásticas de algunos edificios modernos, como los apartamentos diseñados por Moshe Dashe para la Expo de Montreal, con el suelo que reposa sobre contenedores, fingiendo un azar cabalmente calculado, o las casas inclinadas de Píet Blon en Oude Haven (Vieux Port) de Rotterdam, terriblemente parecidas a la casa encantada de las ferias. Difícilmente llegará a pensar que construye una casa anarquista: ni hace felices a los obreros ni ofrece a sus futuros inquilinos algo más allá de la jocosa ruptura con los viejos presupuestos estéticos. La casa anarquista tiene menos que ver con su concepción artística que con el control sobre ella.
Según yo lo veo, aun sin ser anarquista, el control de la vivienda por sus usuarios debería pensarse como un principio fundamental en cualquier tipo de sociedad. «Cuando los habitantes controlan las grandes decisiones y son libres de proponer sus ideas acerca del diseño, la construcción y la gestión de su vivienda, tanto más el entorno resultante estimula el bienestar individual y social, Y al contrario, si la gente no tiene ningún control ni ninguna responsabilidad en las decisiones claves del proceso constructor, el entorno acaba convertido en un obstáculo para la realización personal y en un lastre para la economía».[1]
¿Y no es éste el caso de la mayoría de los inmensos y costosos proyectos emprendidos por las autoridades tanto de Estados Unidos como de Europa occidental? La solución a los problemas engendrados por las grandes barriadas pasa por potenciar los siste­mas de control de los residentes a través de cooperativas. En los grandes barrios periféricos de las ciudades europeas y americanas, herederos de un socialismo burocrático y gestionador, algunas veces es tal el abandono y el deterioro al que se llega que el control de los inquilinos se adopta como última medida. A Lucien Kroll, arquitecto belga, lo llaman con frecuencia para resolver los problemas de rehabilitación de estos barrios descuidados por el Municipio. Los resultados de su intervención son descritos como arquitectura anarquista. Kroll, en cambio, prefiere hablar de arquitectura controlada por sus usuarios. Es más, afirma que su única tarea consiste en ofrecer un presupuesto concreto a fin de que los afectados decidan los gastos prioritarios. Una de las prioridades generales es reducir la al­tura de los edificios y construir más a nivel del suelo, aprovechando el espacio entre los inmuebles. Otra, moderar la circulación. ¿Es ra­zonable usar el hormigón sobrante para levantar túmulos de matorrales y árboles en las plazoletas que alejen a los vehículos de allí? ¿Y por qué no convertir los jardines municipales en áreas de juego y huertos? ¿Por qué no construir una fila de talleres y kioskos a lo largo de la calle? El resultado no es el de una arquitectura anarquista, pero sí el de una arquitectura postautoritaria.
Aunque Gran Bretaña se considere como el país de origen del movimiento cooperativo, las cooperativas de viviendas son más recientes en otros países. No obstante, su composición es muy interesante. Algunas cooperativas surgieron al oficializarse la ocupación de inmuebles vacíos por okupas, y otras, como residencias provisionales en edificios destinados a su demolición. Mientras que los vecinos tenían el control de estos edificios, se retrasaba su final previsto, simplemente porque los ocupantes tenían motivos para mejorarlos. Por otra parte, en Liverpool y Londres se edificó con arquitectos a las órdenes de gentes humildes, que por primera vez contaban con los servicios de un experto.[2]
Sin embargo, los mejores ejemplos provienen de las zonas donde los lugareños pobres levantaban sus propias casas, agrandándolas y mejorándolas con los años, conforme las familias cambiaban y se volvían más ricas. Casi todas las casas campesinas tradicionales europeas son prueba de ello. En el siglo XX esta manera simple natural de construir se ve dificultada por toda una serie de razones espurias como el acceso a la tierra, el elevado precio de los materiales de construcción y el fárrago de leyes y reglamentos, incom­prensibles sin la ayuda de un experto.
El arquitecto Walter Segal, partícipe de la comunidad anarquista de Tessin (Suiza), superó estos obstáculos con un método de construcción en cuadros de armadura de madera ligera y elementos estándares: sin hormigón, ni ladrillos y enyesado; todo muy fácil, así pues, para el constructor aficionado. Segal deseaba producir estos habitáculos asequibles a la gente en busca de alojamiento, y un municipio londinense le ofreció la posibilidad de hacerlo, aunque no en un buen terreno, para satisfacción de los residentes, que describieron la experiencia como un acontecimiento, bajo su con­trol, que les cambió la vida.
Segal lo recuerda así: «La colaboración estaba asegurada solidaria y voluntariamente, sin coacciones. Esto significa que a la buena voluntad de la gente se le puede dar curso. Cuanto menos se intente controlar a la gente, más elementos de buena voluntad se libran. Esto es evidente. Los niños jugaban alrededor nuestro. Y los viejos ayudaban si querían. Se evitó cualquier fricción. Cada familia construía a su ritmo y según su capacidad. Había más gente joven, pero no faltaban los viejos. Estaba previsto que yo no me metiera en sus problemas internos, así que les dejaba tomar sus propias decisiones y nunca hubo un solo problema». Con agrado nos habla de las «innumerables pequeñas variaciones, innovaciones y reparos» que los constructores anónimos le hacían y la conclusión a la que llegó: «Está visto que entre los habitantes de este país hay grandes talentos». Tras su muerte en 1985, la Walter Segal Self Build Trust se ha expandido con éxito entre los grupos desfavorecidos de los años 90, políticamente trágicos. Pero hace falta más tiempo para solventar los obstáculos legales de financiación, autorización, diseño y construcción a los que se siguen enfrentando quienes tratan de construir y ocupar sus propias casas.
Hasta aquí la casa anarquista según las experiencias de la gente de la calle, pero en orden a la multiplicidad de sentidos de la anarquía, conviene tratar otros aspectos de la misma. Kropotkin dedica un capítulo de La conquista del pan al problema del alojamiento, en esencia, un verdadero manual sobre lo que debería hacerse en una sociedad revolucionaria: repartir las viviendas existentes conforme las necesidades de cada cual. Mas no todo el mundo vive una situación revolucionaria, así que, para atender los problemas de vivien­da en la sociedad particular de cada cual, no está de más acudir a Proudhon, y recordar la proclama que popularizó: «¿Qué es la propiedad? La propiedad», contestó, «es el robo».
Yo me alegré mucho un día de septiembre de 1969, viendo a los squatters de la antigua residencia real del 144 de Picadilly, que colgaban una enorme pancarta con esta sentencia de Proudhon. Pero, ¡qué ironía!, también fue Proudhon el autor de la fórmula «La propiedad es la libertad».
(Debiera sobrar comentar que Proudhon apunta, una vez, contra el terrateniente absentista, definido por Woodcock como el hombre que usa la propiedad para explotar el trabajo ajeno; una propiedad caracterizada por el interés y la renta, por la imposición de los no productores sobre los productores. Y la otra vez, cuando habla de la propiedad que da la libertad, se refiere a los campesinos. Proudhon considera la posesión o el control de la tierra y los medios por los campesinos como «piedra de toque de la libertad, y su principal crítica a la igualdad de los comunistas era que persiguieran aboliría».)
La historia de la Unión Soviética y sus regímenes satélites evidencia el contraste de las opiniones de Kropotkin y Proudhon. En estos países se lleva a cabo un reparto de vivienda acorde a las necesidades, pero, claro, las necesidades de los jerarcas del partido son más necesarias que las del resto de los ciudadanos. La colectivización forzosa de la agricultura (Stalin) acabó con la cultura campesina y provocó el hambre y la muerte de millones de seres. Al mismo tiempo, la política de alojamiento en las ciudades estuvo definida por el encaprichamiento de los urbanistas por los bloques y las torres, igual que en el Oeste.
De una manera lenta y subversiva, las actitudes populares proudhonianas empezaron a cobrar cuerpo. Como ya lo predijera Proudhon, las huertas privadas de los campesinos abastecieron Rusia, medio bien, los años antes de la Perestroíka: «En 1963, la tierra de los particulares suponía alrededor de 44.000 km2, o sea, el 4% de toda la tierra cultivable de las fincas colectivas. Por raro que parezca, esta tierra privada producía alrededor de la mitad de las legumbres de la URSS, tenía el 40% de las vacas y el 30% de los cerdos del país».
Los dirigentes marxistas poseían datchas mientras que en Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Yugoslavia, los ciudadanos hacían su vida en lo que se han llamado las «instalaciones salvajes » del extrarradio. En 1979 un geógrafo explicaba que «la existencia de tierras pertenecientes a los campesinos en los alrededores de las ciudades ofrece las oportunidades para una evolución progresiva de las instalaciones salvajes repentinas, como las acampadas nocturnas en Nowy Dwór y alrededor de Varsovia o de Kozarski Bok y Trnje en las cercanías de Zagreb. Estas comunidades no ven estimulado su desarrollo por las autoridades, pero se toleran y se las dota de servicios públicos y sociales en cuanto descargan la presión sobre las viviendas y los presupuestos municipales». Mientras todavía se pensaba que los regímenes comunistas tenían futuro, habría sido bueno recordar a los revolucionarios de toda clase la importante distinción entre la propiedad/explotación y la propiedad/posesión hecha por Proudhon.
El comunismo, amparado en el terror, auspició la inevitable reacción individualista, lastrando cualquier aspiración socialista. Pero nos queda un discurso libertario, más sosegado, concerniente a la vida en comunidad. Muchos anarquistas se cuestionan la familia nuclear y la vivienda unifamiliar, aceptada como refuerzo de aquella. Describen la casa individual como una prisión y siguen en la búsqueda de una unidad social más amplia. Así lo denunció Kropotkin: «En la actualidad vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario —esa muralla del individuo contra el Estado— nos ha conducido a un individualismo egoísta en todas nuestras mutuas relaciones. Apenas nos conocemos; no nos encon­tramos sino ocasionalmente; nuestros contactos son excesivamente raros. Pero hemos visto en la historia, y seguimos viéndolo, ejemplos de una vida en común más íntimamente ligada. La familia compuesta, en China, y las comunidades agrarias son ejemplos en apoyo de lo dicho. Allí, los hombres se conocen unos a otros. Por la fuerza de las cosas, se ven obligados a ayudarse mutuamente en los órdenes moral y material. La vieja familia, basada en la comunidad de origen, desaparece. En esta familia, los hombres se verán obligados a conocerse, y ayudarse, a apoyarse en toda ocasión [...]».[3]
La vida de las comunas inspiradas en Kropotkin y Tolstoi ha sido intensamente estudiada, y ello echa un poco de luz sobre la naturaleza de la casa anarquista. Una de estas tentativas, la Libre Colonie de Cloudsden Hill, establecida en 1895 cerca de New-castle-upon-Tyne, con una superficie de ocho hectáreas, incluso suscita el atinado comentario de Kropotkin, cuando sus fundadores le escribieron pidiéndole consejo. Kropotkin les respondió que, sobre todo, evitaran aislarse de las otras comunidades del entorno, insistiéndoles en que «se libraran del estilo de vida cuartelero y op­taran por el esfuerzo combinado de las familias independientes», para terminar con un juicio muy certero sobre la situación de la mujer. Es importante, les escribe, «hacer lo posible por reducir el trabajo doméstico al mínimo. En la mayoría de las comunidades este punto se olvida con frecuencia. Las madres y las hijas perduran su papel de la vieja sociedad, ser las esclavas de la comunidad. Es esencial para el desarrollo comunitario tomar las medidas oportunas a fin de reducir cuantiosamente la increíble suma de labores que las mujeres hacen inútilmente en educar a los niños y efectuar las tareas domésticas más que procurarse invernaderos o maqui­naria agrícola. Pero a pesar de que las comunidades sueñan con te­ner las mejores máquinas, raramente prestan atención al desperdicio de fuerzas de la esclava de la casa, la mujer».
A mi parecer, ésta es una propuesta muy pertinente en toda suerte de definición de la casa anarquista. Contrariamente a muchas de las arquitecturas modernas, las casas clásicas están mejor adaptadas a la variedad de utilidades en cuanto no dependen de la cantidad de servicios técnicos que tenemos hoy (agua, gas, electricidad, sistemas de calefacción y telefónicos). Lo dice Le Corbusier: «Dichoso Ledoux: ningún tubo». Pero estas comodidades nuestras se las aseguraban los antiguos por medios humanos: esclavos, sirvientes, camareras, lavanderas, mozos, etc. Basta con ver La boda de Fígaro para comprender de qué modo los criados formaban parte de la arquitectura.
A pesar de la reducción del personal doméstico, los arquitectos continúan dándole prioridad a los salones y despachos, concentrando el área de servicios en espacios cada vez más exiguos. Este hecho lo pone en evidencia Stewart Brand en un texto que bien puede considerarse un manual de la casa anarquista. Brand abraza la filosofía de una arquitectura «duradera, con estructuras ágiles y poco gasto energético», reclamando que los edificios en construc­ción se capaciten para adaptarse a las necesidades de sus moradores. Unos años antes, el arquitecto anarquista Giancarlo de Cario declaraba que los vecinos deben «tomar» los edificios y apropiárselos, y la expresión que utiliza Brand para definir ese género de anarquía es la de «caos saludable», apuntando cómo esta actitud cambia nuestra manera de ver la casa: «Una manera de institucionalizar un caos saludable es dar el poder de diseño a los vecinos del edificio durante el período que lo ocupen. Notamos la diferencia entre una cocina diseñada para que la use una cocinera, oscura y angosta, y la cocina del ama de casa, luminosa, espaciosa y dotada de todo lo necesario. Un edificio enseña más que toda su planificación previa. En la jerarquización de la construcción esto sugiere una gestión de abajo arriba en lugar de arriba abajo. ¿Cómo será un edificio concebido para ser cuidado fácilmente por sus moradores? Una vez que la gente tenga lo suficiente para llevar el mantenimiento y las reparaciones de sus casas, se organizarán de un modo natural, pues ellos son quienes conocen su entorno y sa­ben cómo mejorarlo».[4]
Se puede pensar con razón que si en los actuales países ricos las casas anarquistas han estado marginadas en beneficio de la econo­mía inmobiliaria, en el siglo XXI adquirirán una gran importancia, por muchas razones.
La primera es el grave descalabro económico de la política ofi­cial inmobiliaria en los países occidentales, pensada en torno al núcleo familiar aunque casi en ninguna parte ya se sostenga esta norma estática y el desarrollo de las casas y familias alternativas sea inevitable. La segunda, la lección que los países pobres y las pobla­ciones indigentes dan a los ricos. Cuando los indigentes logran acceder a la tierra, y disponen de los materiales, hacen alojamientos administrados por ellos mismos y adaptados a las necesidades y las circunstancias del momento. La tercera razón es el concurso del feminismo en el diseño de la casa. Como ya lo indicara Kropotkin, la mujer, mitad de la población, siempre ha estado excluida de las decisiones en materia de alojamiento. Mas, como Dolores Haydeen señala, hay una vía alternativa, escondida, de la historia.
Mi conclusión tiene en cuenta las consideraciones de viabilidad ecológica dictadas por los Verdes. Hoy día, una vivienda particular exige una gran inversión en servicios, un dispendio energético y equipos desechables. Una utilización racional de la energía, en cambio, reclama una economía de energía duradera y un reparto de los equipamientos. El criterio técnico de una casa anarquista prevé que ésta sea duradera, con estructuras ágiles y de poco gasto energético. Y la exigencia política radica en la necesidad de su con­trol por parte de los usuarios.
Colin Ward
Traducción del francés de M. H. de Ossorno
Texto incluido en las Actas del Congreso Internacional de Grenoble, Universidad de Grenoble, marzo de 1986, con el título de «La culture libertaire». Traducción publicada en Archipiélago, n. 34-35, Barcelona, invierno 1998.
De Colin Ward se puede leer en castellano Esa anarquía nuestra de cada día, trad. Inés López, Tusquets, Barcelona, 1982 [reeditado con el título Anarquía en acción: la práctica de la libertad, Enclave de libros, Madrid, 2013], y Contra el automóvil. Sobre la libertad de circular, Virus, Barcelona, 1996 [junto a textos de Agustín García Calvo y Antonio Estevan].




[1] John Turner en John F. C., Turner y Robert Fichter (eds.), Freedom to Build: Dweller Control of the Housing Process, Macmillan, Nueva York, 1972.
[2] Colin Ward, Welcome, Thinner City, Bedford Square Press, Londres, 1989.
[3] P. Kropotkin, Las prisiones, Pequeña Biblioteca Calamus Scriptorius, Barcelona, 1977.
[4] Stewart Brand, How Learn, Penguin/Viking, Nueva York y Londres, 1994.

JOSEP M. CASASÚS: «HAKIM BEY: INSURRECCIONS TEMPORALS»




HAKIM BEY: INSURRECCIONS TEMPORALS

Un excèntric? L'impulsor de noves estratègies en temps adversos per a l'anarquia? O bé un cas d'anarquisme de façana (d'«estil de vida», com sentenciava àcidament Bookchin)? Qui és Peter Lamborn Wilson, més conegut com Hakim Bey? Fou objector de consciència a la guerra imperialista del Vietnam. També ha estat un perseverant psiconauta, com ho demostra el llibre en què entrevista l'antropòleg Michael Taussig sobre l'ayahuasca. Aquests anarquista nord-americà que es reclama deixeble de pensadors com Nietzsche, Stirner, Fourier i Landauer, posseeix una característica que xoca amb l'anti-religiositat predominant a l'anarquisme ibèric: Hakim Bey és també un aventurer de les espiritualitats místiques heterodoxes (o directament herètiques). Ara bé, en lloc de romandre com la majoria de hippies en la tradició hindú, manté un idil·li intel·lectual i vital amb el sufisme islàmic. Explora activament la possibilitat d'un anarquisme espiritual: «Estic interessat en la llibertat a tots els nivells, no només en la llibertat a l'assemblea. I això ho trobo entre els dervixos salvatge.».
Hakim Bey deu el seu renom especialment a un opuscle sobre les TAZ («Temporary Autonomous Zones», en català «Zones Temporalment Autònomes»). D'entrada el pseudònim Hakim Bey havia de ser la màscara per mantenir Peter Lamborn Wilson a distància dels poders (sempre repressors i alienants) i dels mitjans de comunicació. Tanmateix, l'èxit de les TAZ el va acabar delatant, i ara podem trobar entrevistes i escrits tant amb el nom original com amb el pseudònim, o fins i tot amb els dos alhora.
Això de les Zones Temporalment Autònomes (TAZ) no és una proposta, sinó una constatació: ja existien, ja existeixen. Per evitar-ne el control, ni tan sols en dóna una definició. L'opuscle és sobretot una incitació entusiasta a crear i propagar les TAZ. Va néixer en una situació adversa per als moviments d'alliberament: la gran expansió del neoliberalisme dels anys 90. No hi havia esperances de Revolució (com de fet el fracàs del maig 68 ja havia deixat clar per a alguns). És més, afegeix Hakim Bey, no és desitjable una Revolució perquè sempre ha anat seguida d'una reacció brutal o del restabliment de l'Estat autoritari. Defensa que en lloc d'esperar la Revolució, practiquem la insurrecció, la qual és temporal però alhora intensa. Cal que gaudim de l'experiència cim de la llibertat. Una TAZ és tant una vetllada organitzada horitzontalment, segons el principi del suport mutu, com els enclavaments pirates. Un dels encerts del text és visualitzar què pot arribar a ser una TAZ amb les Utopies Pirates, comunitats igualitàries i al marge dels grans Imperis. Una de les motivacions de la seva reflexió irreverent i erudita era respondre al (suposat) fracàs de les comunes: el fet de durar poc o no perdurar no invalida l'experiència d'autonomia viscuda en aquells espai-temps, alliberats de la Història, del Progrés, de l'Estat.
L'èxit del text de 1991 rau en una escriptura accelerada, amb girs sorprenents i enginyosos, i esquitxada de digressions intenses. També n'és clau la proliferació d'exemples i referències, molt especialment les dels naixents ciberpunk i els moviments hackers. Tanmateix, també hi manifesta recances davant les recents xarxes cibernètiques i les noves tecnologies: són mediacions que trenquen amb la immediatesa de l'experiència, generen separació i tenen un alt potencial alienant. Al segle XXI, Peter Lamborn Wilson ha accentuat aquest tret ludista o antimaquinista fins al punt de no estar «connectat», i ni tan sols posseir un smartphone. Per això la nova deriva de les TAZ són les «comunitats de resistència», capaces de prescindir de les mediacions de les tecnologies de la informació. D'aquí la seva recent fascinació amb grups com els amish, malgrat el rebuig que provoca en l'anarquista vital que és Hakim Bey el rigor del control moral i religiós, asfixiant per a la llibertat individual, que impera en aquestes comunitats.
El terme TAZ, a més de ser adoptat per les ciber-utopies llibertàries, ha tingut un especial ressò en els àmbits musicals i artístics, com el fenomen (integrat ja en el capitalisme cibernètic de l'època Google) Burning Man o les raves il·legals que van proliferar a finals de segle, especialment a la Gran Bretanya. Per exemple, les TAZ inspiraven col·lectius com Spiral Tribe i la seva singular síntesi de misticisme panteista i intensitat musical electrònica. No és desencertada del tot, doncs, la crítica enunciada pel Comité Invisible (malgrat el fet de tenir punts en comú): es decanta massa vers un refús lúdic i festiu, i deixa de banda la dimensió política. Si una TAZ no renunciés a durar, si insistís i resistís veritablement, hauria d'incloure la lluita, així com el que ells anomenen la transmissió de «la saviesa guerrera».
Josep Maria Casasús


sábado, 20 de febrero de 2016

DAVID GRAEBER: «¿ERES ANARQUISTA? ¡LA RESPUESTA TE PODRÍA SORPRENDER!»



¿Eres anarquista? ¡La respuesta te podría sorprender!

Lo más probable es que ya hayas escuchado algo sobre quiénes son los anarquistas y sobre aquello en lo que supuestamente creen. Lo más probable es que todo lo que escuchaste decir sobre ellos sea falso. Mucha gente parece que piensa que los anarquistas son adeptos a la violencia, al caos y a la destrucción, que se oponen a todas las formas de orden y de organización, que son nihilistas fanáticos que quieren acabar con todo. Nada más lejos de la realidad. Los anarquistas son las personas que piensan simplemente que los seres humanos pueden comportarse de una forma razonable sin tener que ser obligados a ello. En realidad, es una noción muy simple. Pero es la noción que los ricos y poderosos siempre consideraron más peligrosa.
En su expresión más simple, las creencias anarquistas giran en torno a dos premisas. La primera es que los seres humanos son, en circunstancias normales, tan razonables y decentes como les permitan ser y, por lo tanto, pueden autoorganizar sus comunidades sin necesidad de que les indiquen cómo. La segunda es que el poder corrompe. Antes de nada, el anarquismo es una cuestión de tener coraje para tomar los principios simples de la decencia común por los cuales nos guiamos y seguirlos hasta sus conclusiones lógicas. Por muy insólito que parezca, en muchos aspectos importantes, ya eres anarquista (sólo que no te das cuenta).

Tal vez te ayude si analizamos algunos ejemplos del día a día:

Si hay una fila para coger un autobús casi lleno, ¿vas a esperar tu turno y contener las ganas de colarte, incluso si no hay ningún policía?
Si respondiste «sí», ¡entonces estás habituado a actuar como un anarquista! El principio anarquista fundamental es «autoorganización»: el asumir que los seres humanos no necesitan que se les amenace con sanciones para que alcancen un grado de comprensión entre ellos, o para que traten a los demás con dignidad y respeto.
Todas las personas creen que son capaces de comportarse de manera razonable. Si piensas que la ley y la policía son necesarias, es sólo porque no crees que otras personas lo sean. Pero si te paras a pensar, ¿no tendrán ellas derecho a pensar exactamente lo mismo en relación a ti? Los anarquistas argumentan que casi todo el comportamiento antisocial que nos hace pensar que es necesaria la existencia de fuerzas armadas, de policía, de prisiones y de gobiernos para controlar nuestras vidas es, de hecho, causado por las desigualdades sistemáticas y la injusticia que esas fuerzas armadas, policía, prisiones y gobiernos crean. Es todo un círculo vicioso. Si las personas están acostumbradas a ser tratadas como si sus opiniones no importasen, es probable que se vuelvan agresivas y cínicas, incluso violentas (lo cual, por supuesto, hace que sea fácil para los que están en el poder decir que sus opiniones no cuentan). En cuanto se dan cuenta de que su opinión es tan importante como la de cualquier otra persona, tienden a volverse muchísimo más abiertas. Para abreviar una larga historia: los anarquistas creen que, en gran medida, es el propio poder y sus consecuencias lo que vuelve a las personas estúpidas e irresponsables.

¿Eres miembro de un club deportivo o equipo de deporte, o de cualquier otra organización voluntaria donde las decisiones no sean impuestas por un jefe, sino tomadas en base al consenso general?
Si respondiste «sí», ¡entonces perteneces a una organización que trabaja de acuerdo con los principios anarquistas! Otro principio básico es la asociación voluntaria. Es sólo una cuestión de aplicar los principios democráticos a la vida diaria. La única diferencia es que los anarquistas creen que debería ser posible la existencia de una sociedad en la que cada cosa fuese organizada según esos principios, todos los grupos basados en el consentimiento libre de sus miembros y, por lo tanto, todo ese estilo de organización de arriba abajo (militar como los ejércitos, o las burocracias o las grandes corporaciones, basadas en cadenas de comandos) ya no serían necesarias. Tal vez no crea que eso llegue a ser posible jamás. Tal vez sí. Pero cada vez que llegas a un acuerdo por consenso, en vez de por una amenaza, cada vez que haces un pacto voluntario con otra persona, llegas a un reconocimiento recíproco o alcanzas un compromiso teniendo en la debida consideración la situación o las necesidades particulares del otro, estás siendo un anarquista, incluso aunque no tengas conciencia de ello.
El anarquismo es sólo el modo en que las personas actúan cuando tienen libertad para hacerlo de acuerdo con su elección y cuando negocian con otros que son también libres – y por lo tanto, conscientes de la responsabilidad ante los demás que eso implica. Esto conduce a otro punto crucial: mientras las personas pueden ser razonables y tener consideración si están relacionándose con iguales, la naturaleza humana es tal que parece imposible que lo hagan cuando se les da poder sobre los otros. Dale poder a alguien y abusará de él de una forma u otra.

¿Piensas que la mayoría de los políticos son unos cerdos egocéntricos, egoístas, a los que no les importa realmente el interés público? ¿Piensas que vivimos en un sistema económico que es estúpido e injusto?
Si respondiste «sí», entonces apoyas la crítica anarquista de la sociedad contemporánea (por lo menos en sus aspectos más generales). Los anarquistas piensan que el poder corrompe y que los que pasan la vida entera en busca del poder son las últimas personas a las que debería dársele. Los anarquistas piensan que nuestro sistema económico actual tiene más probabilidades de premiar a las personas por comportamientos egoístas o sin escrúpulos que a las que son seres humanos decentes, preocupados por los demás. La mayoría de las personas tienen esos sentimientos. La única diferencia es que la mayoría de las personas cree que no hay nada que hacer en relación con eso o que (y es esto en lo que los fieles servidores del poder suelen insistir) puede llegar a hacerse algo que acabe cambiando las cosas para peor. Pero... ¿y si no fuese cierto? ¿Habrá realmente alguna razón válida para creer esto? Cuando se pueden probar, la mayoría de las previsiones sobre lo que sucedería sin estados o capitalismo acaban por demostrar que no están fundamentadas.
Durante miles de años las personas vivieron sin gobiernos. En muchos lugares del mundo hay pueblos que viven fuera del control de los gobiernos, incluso hoy en día. No se dedican a matarse unos a otros. Sólo viven sus vidas, como cualquier otra persona haría. Claro que en una sociedad compleja, urbana, tecnológica... hay una necesidad mucho mayor de organización. Sin embargo, la tecnología puede hacer también que esos problemas sean más fáciles de resolver. De hecho, ni siquiera empezamos a pensar cómo serían nuestras vidas si la tecnología fuese puesta realmente al servicio de las necesidades de los humanos. ¿Cuántas horas necesitaríamos trabajar para mantener una sociedad funcional (es decir, si nos viésemos libres de las ocupaciones inútiles o destructivas como el telemarketing, los abogados, los carceleros, los analistas financieros, los expertos en relaciones humanas, los burócratas y los políticos), si enfocásemos el trabajo de nuestras mejores cabezas científicas de los sistemas de armamento espaciales o del mercado de acciones hacia la mecanización de las tareas más desagradables o más peligrosas como la minería de carbón o la limpieza del baño y si distribuyésemos el trabajo que sobrase entre todas las personas? ¿Cuatro horas al día? ¿Tres? ¿Dos? Nadie lo sabe porque nadie se hace ni siquiera ese tipo de pregunta. Los anarquistas piensan que estas son exactamente el tipo de preguntas que deberíamos empezar a hacernos.

¿Crees realmente en las cosas que les dices a tus hijos (o que tus padres te contaron)?
«No importa quién empezó». «Dos males no hacen un bien». «Limpia lo que ensuciaste». «Haz las cosas pensando en los demás». «No seas mezquino con las personas que te parece diferentes». Tal vez deberíamos decidir si estamos mintiendo a nuestros hijos cuando les hablamos del bien y del mal, o si estamos tomando realmente en serio nuestras propias sentencias. Porque si llevas estos principios morales a sus conclusiones lógicas, llegarás al anarquismo.
Toma el principio de que dos males sumados no producen un bien. Si tomases eso realmente en serio, bastaría para echar por tierra casi totalmente la base de todo el sistema bélico y de justicia criminal. Lo mismo pasa con el reparto: les decimos siempre a los niños que tiene que aprender a compartir, a tener en cuenta las necesidades de unos y de otros, a ayudarse mutuamente; después, cuando estamos en el mundo real asumimos que cada uno es naturalmente egoísta y competitivo. Un anarquista asegurará siempre que, de hecho, lo que les decimos a nuestros hijos es cierto. Mucho de lo que se consiguió en la historia de la humanidad, cada descubrimiento o hecho que mejoró la vida de las personas, fue gracias a la cooperación y la ayuda mutua. Incluso ahora, la mayor parte de nosotros gastamos más con nuestra familia y con nuestros amigos que con nosotros mismos. Aunque, sin ninguna duda, siempre va a haber personas competitivas en este mundo, no es una razón para que la sociedad se base en el fomento de ese comportamiento y mucho menos para hacer que las personas compitan para alcanzar las necesidades básicas de la vida. Una sociedad que sólo fomenta la competición, sólo defiende los intereses de los que están en el poder, que quieren que vivamos con temor hacia los demás. Por eso los anarquistas proponen una sociedad basada no sólo en la asociación libre sino también en la ayuda mutua.
La verdad es que la mayor parte de los niños crece creyendo en una moral anarquista y gradualmente tienen que darse cuenta de que el mundo adulto no funciona así. He ahí por qué tantas personas son rebeldes, alienadas e incluso suicidas mientras son adolescentes, y acaban por resignarse y amargarse cuando se convierten en adultos. La única recompensa es, frecuentemente, tener capacidad para educar a sus propios hijos y desear que el mundo sea justo para ellos. ¿Pero por qué no comenzamos por construir un mundo que sea realmente basado en los principios de la justicia? ¿No sería ese el mejor regalo que podríamos dar a nuestros hijos?

¿Crees que el ser humano es fundamentalmente corrupto y malo o que algunos tipos de personas (mujeres, gitanos, sudamericanos, norteafricanos, gente común que no es ni rica ni tiene estudios) son especímenes inferiores, destinados a ser gobernados por alguien mejor que ellos?
Si tu respuesta es «sí», bueno, entonces parece que no eres anarquista al fin y al cabo. Pero si respondiste «no», entonces es posible que estés de acuerdo con el 90% de los principios anarquistas y, esperamos, estés viviendo tu vida de acuerdo con ellos. Siempre que tratas a otro ser humano con consideración y respeto estás siendo anarquista. Cada vez que resuelves tus divergencias con otros a través de un compromiso razonable y escuchas lo que cada uno tiene que decir en vez de dejar que alguien decida en nombre de los restantes, estás siendo anarquista. Cada vez que tienes oportunidad de forzar a alguien a hacer algo pero, en vez de eso, decides apelar a tu sentido de la razón y la justicia, estás siendo anarquista. Lo mismo pasa cuando compartes algo con un amigo, o decides quién va a lavar los platos, u otra cosa con un sentido de equidad.

Claro, podrás objetar que todo va bien mientras se trata de pequeños grupos de personas que se relacionan mutuamente, pero para administrar una ciudad o un país, es un asunto totalmente diferente. Y, evidentemente, esto tiene su razón de ser. Incluso si se descentraliza la sociedad y se pone el mayor poder posible en manos de las pequeñas comunidades habrá (a pesar de todo), un gran número de cosas que necesiten ser coordinadas, desde administrar las vías de ferrocarril hasta decidir sobre qué aspectos debe centrarse la investigación en medicina. Pero sólo porque algo sea complicado no quiere decir que no haya manera de hacerlo. Simplemente quiere decir que será complicado. De hecho, los anarquistas tienen muchas ideas sobre cómo una sociedad saludable y democrática debería autogobernarse. Para explicarlas es necesario ir mucho más allá de este pequeño texto introductorio. De todas formas, no hay ningún anarquista que pretenda tener en sus manos el modelo perfecto. La verdad es que no conseguimos imaginar la mitad de los problemas que surgirán cuando intentemos crear una sociedad democrática. Incluso así, creemos que la capacidad de los humanos está a la altura de resolverlos mientras la humanidad se conserve dentro del espíritu de nuestros principios básicos (que son, al fin y al cabo, sólo los principios de decencia humana fundamental).
David Graeber

viernes, 19 de febrero de 2016

BOB BLACK: «EL ANARQUISMO Y OTROS ESTORBOS PARA LA ANARQUÍA»



Bob Black en el Disaster Forum 2007

EL ANARQUISMO Y OTROS ESTORBOS PARA LA ANARQUÍA

«El anarquismo como medio no es tanto un desafío al orden existente como una forma altamente especializada de acomodarse a él».
En la actualidad no hay necesidad alguna de elaborar nuevas definiciones del anarquismo; sería difícil mejorar las que hace mucho tiempo idearon varios eminentes extranjeros muertos. Tampoco necesitamos detenernos en los conocidos anarquismos con guión, comunistas, individualistas y demás; todo eso ya lo tocan los libros de texto.
Viene más al caso preguntarse por qué hoy no estamos más cerca de la anarquía de lo que estuvieron Godwin y Proudhon y Kropotkin y Goldman en su época. Son muchas las razones, pero las que más tendrían que dar que pensar son las que suscitan los propios anarquistas, puesto que de haber obstáculos que fuera posible superar, serían éstos. Posible, pero poco probable.
Tras años de meticuloso escrutinio del medio anarquista, y de angustiosa actividad en su seno en ocasiones, he llegado a la conclusión de que los anarquistas son una de las principales razones —sospecho que razón suficiente— por las que la anarquía sigue siendo un epíteto sin la más remota posibilidad de realización.
Francamente, la mayoría de anarquistas son incapaces de vivir de forma autónoma y cooperativa; muchos de ellos no tienen demasiadas luces. Tienden a examinar a sus propios clásicos y literatura de iniciados en detrimento de un conocimiento más amplio del mundo en que vivimos. Esencialmente tímidos, se asocian con otros como ellos con el entendimiento tácito de que nadie sopese las opiniones y acciones de ningún otro con arreglo a norma alguna de inteligencia crítico-práctica, que nadie se eleve excesivamente por encima del nivel predominante por medio de sus proezas prácticas, y ante todo, que nadie cuestione los dogmas de la ideología anarquista.
El anarquismo como medio no es tanto un desafío al orden existente como una forma altamente especializada de acomodarse a él. Es una forma de vida, o su complemento, con su propia mezcolanza particular de recompensas y sacrificios. La pobreza es obligada, pero por eso mismo zanja de antemano la cuestión de si este o aquel anarquista podría haber sido otra cosa que un fracasado al margen de su ideología.
La historia del anarquismo es una historia de derrotas y mártires sin parangón, y aún así los anarquistas veneran a sus antepasados martirizados con una devoción morbosa que hace sospechar que los anarquistas, como todos los demás, piensan que el mejor anarquista es el anarquista muerto. La revolución -derrotada- es gloriosa, pero su lugar son los libros y los panfletos.
Durante este siglo —España en 1936 y Francia en 1968— la sublevación revolucionaria pilló desprevenidos a los anarquistas oficialmente organizados y en los inicios ajenos cuando no opuestos. No hay que ir muy lejos para hallar la razón. No se trata de que estos ideólogos fueran hipócritas (algunos lo eran). Se trata más bien de que habían desarrollado una rutina cotidiana de militancia anarquista, y contaban inconscientemente con que ésta perduraría indefinidamente ya que la revolución no es realmente imaginable en el aquí y ahora y cuando los acontecimientos desbordaron su retórica reaccionaron de modo temeroso y a la defensiva.
En otras palabras, si se les diese a elegir entre el anarquismo y la anarquía, la mayoría de anarquistas se inclinaría por la ideología y la subcultura anarquistas antes que por emprender un peligroso salto hacia lo desconocido, hacia un mundo de libertad sin Estado. Pero puesto que los anarquistas son casi los únicos críticos declarados del Estado como tal, estas gentes temerosas de la libertad asumirían inevitablemente posiciones prominentes o al menos publicitadas en cualquier sublevación resueltamente antiestatal.
Siendo ellos mismos del tipo de los seguidores, se encontrarían liderando una revolución que haría peligrar su estatus establecido no menos que el de políticos y propietarios. Conscientemente o de otras formas, los anarquistas sabotearían la revolución, que sin ellos quizá se hubiera desembarazado del estado sin detenerse siquiera a reestrenar la vieja riña Marx / Bakunin.
A decir verdad, los anarquistas nominales no han hecho nada para desafiar al Estado, no ya con pomposos y escasamente leídos textos infestados de jerigonza, sino con el contagioso ejemplo de otra forma de relacionarse con los demás. Los anarquistas, en vista de como manejan el negocio del anarquismo, son la mejor refutación de las pretensiones anarquistas. Cierto, en Norteamérica, al menos, las macrocefálicas federaciones de organizaciones obreristas se han derrumbado entre el tedio y las disensiones —y menos mal—, pero la estructura social informal del anarquismo sigue siendo jerárquica de cabo a rabo.
Los anarquistas se someten plácidamente a lo que Bakunin denominó un «gobierno invisible», compuesto en su caso por los editores (de hecho si no nominalmente) de un puñado de las publicaciones anarquistas más importantes y más longevas. Estas publicaciones, pese a diferencias ideológicas aparentemente profundas, comparten posturas paternalistas similares de cara a sus lectores, así como un pacto de caballeros para no permitir ataques que expongan sus incoherencias y socaven de otros modos su común interés de clase en la hegemonía sobre los anarquistas de a pie.
Por extraño que parezca, resulta mucho más fácil criticar a Fith State[1] o Kick It Over[2] en sus propias páginas que, pongamos por caso, criticar allí a Processed World[3].
Cada organización tiene más cosas en común con todas las demás que con cualquiera de los desorganizados. La crítica anarquista del Estado, si los anarquistas fueran capaces de comprenderla, no es más que un caso particular de la crítica de la organización. Y en cierta medida, incluso las organizaciones anarquistas lo intuyen.
Los antianarquistas podrían muy bien sacar la conclusión de que si ha de haber jerarquía y coacción, que sea abiertamente, claramente etiquetada como tal. A diferencia de tales lumbreras (los «libertarios» de derechas, los minianarquistas, por ejemplo), yo insisto tozudamente en mi oposición al Estado. Pero no porque, como tan irreflexivamente y tan a menudo proclaman los anarquistas, el Estado no sea «necesario». La gente común rechaza esta afirmación anarquista por absurda, y hace bien.
Evidentemente, en una sociedad de clases industrializada como la nuestra, el Estado es necesario. La cuestión es que el Estado ha creado las condiciones que lo hacen necesario, al despojar a los individuos y a las asociaciones voluntarias de sus poderes. Lo que resulta más fundamental, no es que las premisas del Estado (el trabajo, el moralismo, la tecnología industrial, las organizaciones jerárquicas) no sean necesarias sino que son antitéticas a la satisfacción de necesidades y deseos reales. Por desgracia, la mayoría de variedades de anarquismo ratifica todas las premisas y pese a ello, rechaza su conclusión lógica: el Estado.
Si no hubiera anarquistas, el Estado tendría que inventarlos. Sabemos que en varias ocasiones eso es precisamente los que ha hecho. Necesitamos anarquistas libres del lastre que supone el anarquismo. Entonces, y sólo entonces, podremos empezar a plantearnos en serio el fomento de la anarquía.
Bob Black

Texto escrito por Bob Black en 1985. Traducido por Federico Corriente para Pepitas de Calabaza y Oxígeno Distribuidora.




[1] Revista anarquista estadounidense cuatrimestral que se publica desde 1965.
[2] Revista anarquista canadiense que se publica desde 1981.
[3] Revista anarquista estadounidense publicada entre 1981 y 2005.

miércoles, 3 de febrero de 2016

TAKIS FOTOPOULOS: «¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA INCLUYENTE?»




¿Qué es la democracia incluyente?

La democracia incluyente es un nuevo concepto de democracia que, utilizando como punto de partida la definición clásica, la redefine en términos de democracia política directa, democracia económica (traspasando los límites de la economía de mercado y de la planificación estatal), y también democracia en el ámbito de lo social y lo ecológico. En breve, la democracia incluyente es una forma de organización social que integra la sociedad con la economía, la política y la naturaleza. El concepto de democracia incluyente deriva de una síntesis de las dos principales tradiciones históricas, la democracia clásica y el socialismo, aunque también engloba el ecologismo radical, el feminismo y los movimientos de liberación del Sur. Dentro de la problemática del proyecto de la democracia incluyente, está descontado que el mundo, al principio del nuevo milenio, se enfrenta a una crisis multidimensional (económica, ecológica, social, cultural y política) que se debe a la concentración de poder en las manos de varias élites, fruto del establecimiento, en los siglos recientes, del sistema de economía de mercado y las formas relacionadas de estructuras jerárquicas. En ese sentido, una democracia incluyente, que abogue por la distribución igualitaria del poder a todos los niveles, no se contempla como una utopía (en el sentido negativo del término), sino como, quizá, la única manera de salir de la crisis actual.
El concepto de democracia incluyente
Una manera provechosa de definir la democracia incluyente podría consistir en distinguir las dos principales esferas de lo social, la pública y la privada, a las que podríamos añadir otra, “la esfera de lo ecológico”, definida como el espacio donde se producen las relaciones entre el mundo de la naturaleza y el mundo de lo social. En esta concepción, el ámbito de lo público, contrariamente a la práctica de los muchos partidarios del proyecto de los republicanos o los demócratas (Hanna Arendt, Cornelius Castoriadis, Murray Bookchin et alii), incluye no sólo la esfera de lo político, sino también de lo económico, así como de lo “social”; en otras palabras, cualquier área de la actividad humana en la cual las decisiones puedan ser tomadas colectiva y democráticamente. Por esfera de lo social se entiende el ecosistema donde se toman las decisiones políticas, el área donde se ejerce el poder político. Definimos el ámbito de lo económico como el ecosistema donde se toman decisiones económicas, el área donde se ejerce el poder económico con respecto al amplio espectro de decisiones económicas que una sociedad basada en la escasez pueda adoptar. Finalmente, la esfera de lo social puede ser definida como el ecosistema donde se toman decisiones sobre el trabajo, la educación y otras instituciones de carácter económico o cultural que sean elementos constituyentes de una sociedad democrática. Por lo tanto, es obvio que la extensión del ámbito considerado tradicionalmente como público incluye las esferas o ecosistemas de lo económico, de lo ecológico y “de lo social” como elementos indispensables de una democracia incluyente. Y por lo tanto, en una democracia incluyente, podemos distinguir también cuatro elementos: el político, el económico, el democrático social y el ecológico. Los primeros tres elementos constituyen el marco institucional que apunta a una distribución equitativa del poder político, económico y social; en otras palabras, que se dirige a la efectiva eliminación de la dominación de unos seres humanos a manos de otros. De la misma forma, la democracia ecológica se define como el marco institucional que busca la eliminación de cualquier intento humano de dominar el mundo natural; en otras palabras, el sistema que busca reintegrar a los seres humanos a la naturaleza.
 La política o la democracia directa
En la esfera de lo político sólo puede haber una forma de democracia, la que podríamos denominar democracia directa, en la cual el poder político es compartido de forma igualitaria entre todos los ciudadanos. La democracia política está, por lo tanto, fundada sobre la distribución igualitaria del poder político entre todos los ciudadanos, lo que viene a constituir una autoinstitucionalización social. Esto significa que tienen que cumplirse todas las condiciones que se enumeran a continuación para que podamos caracterizar a una sociedad como una verdadera democracia política:
1) Que la democracia esté basada en la elección consciente de sus ciudadanos de una autonomía social y no en dogmas divinos o místicos preconcebidos, o cualquier otro sistema teorético que tenga que ver con determinadas “leyes” o tendencias que determinen el cambio social.
2) Que no haya procesos políticos institucionalizados de naturaleza oligárquica. Esto implica que todas las decisiones políticas (incluidas aquellas relativas a la formación e implementación de las leyes) sean tomadas por el cuerpo social colectivamente y sin representación.
3) Que no haya estructuras políticas institucionalizadas que incluyan relaciones de poder basadas en la desigualdad. Esto significa, por ejemplo, que donde la autoridad se delegue en segmentos de ciudadanos con el propósito de que lleven a cabo una determinada tarea (por ejemplo que tomen parte en los tribunales de justicia o en consejos regionales o confederales) la selección se haga basándose en principios y según criterios de rotación, siempre revocables por el cuerpo social. Es más, en lo que se refiere a los consejos regionales o confederales, los mandatos tienen que ser específicos.
4) Que todos los residentes de una zona geográfica en particular (que hoy en día sólo puede tomar forma como una comunidad geográfica), tras un determinado proceso de maduración (definido por el propio cuerpo social) y al margen de consideraciones de género, raza, identidad cultural o étnica, sean miembros del cuerpo social y estén directamente vinculados al proceso de toma de decisiones.
No obstante la institucionalización de la democracia directa en los términos que contemplen las anteriores condiciones no es más que la condición necesaria para el establecimiento de una democracia. Las condiciones imprescindibles hacen referencia al nivel de conciencia democrática, en el cual juega un papel crucial la paideia, que no se refiere solamente a la educación, sino a la evolución y formación del carácter y a una afinada educación del conocimiento y de las habilidades, como por ejemplo, la educación para la ciudadanía, que en puridad sólo puede tener encaje cabal en la esfera de lo público.
Las condiciones señaladas más arriba obviamente no son recogidas en la democracia parlamentaria (tal y como funciona en Occidente) ni en la democracia soviética (como funcionó en el Este) ni en los regímenes fundamentalistas o de carácter semimilitar del Sur. Todos esos sistemas de gobierno no son más que oligarquías políticas, en las cuales el poder político está concentrado en las manos de varias élites (políticos profesionales, burocracias partidarias, curas, militares...). Asimismo, diversas formas de oligarquía han dominado la política en el pasado cuando los emperadores, los reyes y sus cortes, con la colaboración o no de los caballeros, la casta sacerdotal y similares, concentraban en sus manos todo el poder político.
Sin embargo, en la historia se han llevado a cabo varios intentos de institucionalizar diversas formas de democracia política, especialmente durante períodos revolucionarios (como por ejemplo, en determinados sectores de París a principios de 1790 o en determinados colectivos durante la Guerra Civil española). La mayoría de esos intentos gozó de una corta vida y normalmente no implementó una institucionalización de la democracia como una nueva forma de régimen político que reemplazara y no complementara al Estado. En otros casos se introdujeron reformas democráticas como complemento en la toma de decisiones de carácter local.
Quizá el único paralelismo real con la democracia ateniense es la que se practica en algunos cantones suizos que se gobiernan por asambleas populares (Landgemeinden) y que, en su día, fueron estados soberanos. El único ejemplo histórico de una institucionalización de una democracia directa en la que durante dos siglos (de 508-507 a.C. a 322-321 d.C.) el Estado estuvo subsumido en una forma democrática de organización social, fue la democracia ateniense. Por supuesto la democracia ateniense fue una democracia política parcial. Pero lo que la caracteriza como parcial no eran las instituciones políticas en sí mismas, sino el estrecho concepto de ciudadanía que tenían los atenienses, una definición que excluía a grandes sectores de la ciudadanía (mujeres, esclavos, inmigrantes) que, de hecho, constituían la vasta mayoría del pueblo que vivía en Atenas.
Democracia económica
Si definimos la democracia política como la autoridad del pueblo (dêmos) en la esfera política —lo que implica la existencia de igualdad política en el sentido de una distribución igualitaria del poder político—, entonces la democracia económica puede ser definida en paralelo como la autoridad del dêmos en la esfera de lo económico —lo que implica la existencia de una igualdad económica en el sentido de un igualitario reparto de poder económico. Y por supuesto, estamos hablando del dêmos y no del Estado, porque la existencia del estado implica la separación del cuerpo social de los procesos políticos y económicos. Por lo tanto, la democracia económica tiene que ver con todos los sistemas sociales en que se institucionaliza la integración de la sociedad y la economía. Lo que significa en última instancia el control por parte del dêmos de los procesos económicos, dentro de un marco institucional de propiedad democrática de los medios de producción.
En un sentido más estricto, la democracia económica también se refiere a todos y cada uno de los sistemas sociales que institucionalizan la minimización de las diferencias socioeconómicas, particularmente aquellas que acrecientan la distribución desigual de la propiedad privada y, por lo tanto, de los ingresos y las riquezas. Históricamente fueron los socialistas los que, en sentido estricto, intentaron introducir este tipo de democracia económica. Y en contraste con la institucionalización de la democracia política, nunca ha habido un ejemplo correspondiente de una institucionalización de una democracia económica en el estricto sentido que hemos definido más arriba. En otras palabras, incluso cuando los intentos socialistas de reducir el grado de desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza tuvieron éxito, nunca estuvieron asociados a intentos significativos de establecer un sistema de distribución igualitaria del poder económico. Éste ha sido el caso, a pesar del tipo de sociedad en que haya emergido desde la implantación de la economía de mercado, del trasvase de la economía desde la esfera de lo público a lo que Hannah Arendt ha denominado “esfera de lo social”, a la que también pertenece el concepto de nación-estado. Y es precisamente este trasvase lo que hace que hablar de democracia sin hacer referencia al poder económico sea una falacia. En otras palabras, hablar hoy en día de compartir igualitariamente el poder político sin condicionar el reparto igualitario del poder económico es un sinsentido.
En línea con los puntos definidos anteriormente para una democracia política, una democracia económica tiene que cumplir las siguientes condiciones para que sea caracterizada como tal:
1) Que no haya procesos de institucionalización económica de naturaleza oligárquica. Esto significa que todas las decisiones macro, es decir, las decisiones que conciernen a la dirección de la economía como un todo (niveles de producción, consumo e inversión, cantidad de fuerza de trabajo empleada y de ocio disponible, tecnologías que deban implementarse, etc.) tienen que ser adoptadas por el cuerpo social en su conjunto, colectivamente y sin representación, aunque las decisiones micro en los lugares de trabajo o en el ámbito doméstico sean tomadas en el ámbito individual de las unidades de producción o consumo.
2) Que no se institucionalicen estructuras económicas que conlleven relaciones desiguales de poder económico. Esto implica que los medios de producción y de distribución sean poseídos y controlados colectivamente por el dêmos, el cuerpo social, directamente. Cualquier desigualdad de ingresos será por lo tanto resultado de trabajo adicional voluntario a nivel individual. Ese trabajo adicional, más allá del requerido a cualquier miembro de la sociedad para la satisfacción de sus necesidades básicas, permitirá solamente mayores tasas de consumo, ya que no sería posible una acumulación de capital a nivel individual ni que se heredara la riqueza fruto de ese trabajo individual adicional. Así, la propiedad popular de la economía facilita la estructura económica que posibilita una forma de propiedad democrática, donde la participación ciudadana directa en las decisiones económicas sirve de marco para un control democrático efectivo de la economía. Por lo tanto, la comunidad se convierte en la auténtica unidad de la vida económica, ya que la democracia económica todavía no es factible hoy en día hasta que la posesión y el control de los recursos productivos estén organizados a nivel comunitario. Y así, al contrario que en otras definiciones de democracia económica, la definición aquí brindada supone la explícita negación del poder económico e implica la autoridad del pueblo en la esfera de lo económico. En este sentido, la democracia económica es la contraparte, así como los cimientos, de la democracia directa de una democracia incluyente en general.
Un modelo de economía [democracia, N. del E.] económica, como parte integral de una democracia incluyente, se detalla en la primera descripción a tamaño libro de La democracia incluyente y fue publicado en 1997.[i] En breve, las características dominantes de este modelo, que se diferencia de modelos similares de planificación centralizada y descentralizada, consisten en que, a pesar de todo, no dependen previamente de la abolición de la escasez y aseguran la satisfacción de las necesidades básicas de todos los ciudadanos sin sacrificar específicamente la libertad de elección en una economía sin Estado, dinero o mercado. Las condiciones previas de una democracia económica se definen a continuación: autodependencia comunitaria; propiedad comunitaria (popular) de los procesos productivos y reparto confederal de los recursos.
En particular la tercera condición implica que los mecanismos de decisión para el reparto de los recursos escasos en una democracia incluyente deberían remitir al ámbito más confederal que comunitario, esto es, al nivel de las comunidades confederadas. Se trata de tener en cuenta el hecho de que en las sociedades actuales muchos problemas no pueden ser resueltos a nivel de comunidad (energía, medio ambiente, transportes, comunicaciones, transferencias de tecnología, etc.). Hay que repartir los recursos escasos reemplazando tanto los mecanismos de mercado como los de planificación centralizada.
Lo primero a lo que nos hemos referido se rechaza al poderse demostrar que el sistema de economía de mercado ha conducido, en los doscientos años posteriores a su establecimiento, a una continua concentración de los ingresos y de la riqueza en manos de un pequeño porcentaje de la población mundial. Y esto se debe a que en una economía de mercado el reparto de las decisiones de carácter crucial (qué producir, cómo y para quién producirlo) está condicionado al poder de compra de los grupos que pueden sostener sus demandas con dinero. En otras palabras, en condiciones de desigualdad, que es el corolario inevitable de la dinámica de la economía de mercado, la contradicción fundamental radica en la imposibilidad de resolver las necesidades humanas mediante la economía de mercado. O sea, la contradicción se da entre la satisfacción potencial de las necesidades básicas de toda la población y la verdadera satisfacción de la demanda basada en dinero de parte de ella.
Lo segundo a lo que hemos hecho mención se rechaza al poderse demostrar que la planificación centralizada, aunque mejor que la economía de mercado a la hora de asegurar el empleo y garantizar las necesidades básicas de la población (si bien a nivel elemental), no sólo conduce al irracionalismo (lo que eventualmente precipitó su colapso) sino que es inefectiva a la hora de cubrir las necesidades no básicas, y, además, profundamente antidemocrática.
El sistema de reparto propuesto por el proyecto Democracia Incluyente se dirige a la vez a: 1) satisfacer las necesidades básicas de todos los ciudadanos, lo que requiere que las bases sobre las que se toman las decisiones macroeconómicas sean democráticas; 2) asegurar la libertad de elección, lo que requiere que los individuos tomen importantes decisiones que afectan a su propia vida (qué trabajo elegir, qué consumir, etc.).
Tanto las decisiones macroeconómicas como las decisiones individuales deben ser implementadas a través de mecanismos combinados de planificación democrática —lo que conlleva la creación de mecanismos de feedback entre asambleas realizadas en los lugares de trabajo y asambleas a nivel comunitario o confederal— y de un mercado “artificial” que asegure verdaderamente la libertad de elección, sin incurrir en los efectos adversos que produce la economía basada en un sistema real de mercado. Para resumir, el reparto de los recursos económicos se hace, en primer lugar, sobre la base de la decisión colectiva de los ciudadanos, como se expresa en los planes comunitarios y confederales, y, en segundo lugar, sobre la base de la capacidad de elegir que se sustancia a través de un sistema de bonos o vales. El criterio general para la distribución de recursos no está basado en la eficiencia como se entiende comúnmente, en términos tecnoeconómicos. La eficiencia debe ser redefinida para satisfacer las necesidades humanas básicas y no sólo las respaldadas por el dinero. En lo que se refiere a la satisfacción de las necesidades básicas, hay que distinguir entre necesidades básicas y las que no lo son y también, similarmente, entre necesidades y satisfacientes (la forma o el contenido mediante el cual se satisfacen tales necesidades). Lo que constituye una necesidad —básica o de otro tipo— debe ser definido por los propios ciudadanos democráticamente. De esa forma, el nivel de satisfacción de las necesidades es determinado colectivamente e implementado a través de un mecanismo de planificación democrática, que dictamina las preferencias al respecto de los consumidores y que se sustanciaría en el uso de bonos o cupones para intercambiar los frutos de su trabajo básico y no básico. El sistema de Bonos Básicos (BB) se destinaría a intercambiar trabajo básico en base a las horas de trabajo que un ciudadano invierte en un oficio de su elección para satisfacer sus necesidades básicas. Esos bonos, que son personales y emitidos por las confederaciones, permiten a cada ciudadano alcanzar un nivel determinado de satisfacción para cualquier tipo de necesidad que haya sido —democráticamente— caracterizada como básica, pero no especifica el tipo particular de satisfaciente, para que así se pueda garantizar la elección.
Los Bonos No Básicos (BBN) se utilizarían para satisfacer las necesidades no básicas (consumo no esencial), así como para la satisfacción de las necesidades básicas en niveles por encima de lo establecido por la comunidad. Los BBN, como los BB, son también personales pero los emite cada comunidad, no cada confederación. El trabajo de los ciudadanos en base al número de horas es algo voluntario y da derecho a los BBN, que permiten la satisfacción de necesidades no básicas. Los precios en ese sistema, en lugar de reflejar la escasez relativa a un modelo sesgado en base a los ingresos y la riqueza (como en el sistema de economía de mercado), funcionan como mecanismos de racionamiento a la hora de equilibrar las necesidades con los deseos de la ciudadanía, es decir, como guías para asignar y repartir los recursos democráticamente. Por lo tanto, los precios, en lugar de ser la causa del racionamiento —como en el sistema de libre mercado—, se convierten en su efecto y se les asigna el papel de igualar la oferta con la demanda en un mercado “artificial” que asegura la soberanía tanto de los consumidores como de los productores. Los precios que se forman de esta manera junto con un complejo “índice de deseabilidad” trazan las bases donde se sustentan las preferencias de los ciudadanos, así como el tipo de trabajo que los ciudadanos deseen elegir; determinan la tasa de remuneración para el trabajo no básico, en lugar de la tasa “objetiva” sugerida por la teoría del valor basada en el trabajo.
Como la breve descripción del modelo de democracia económica esbozada más arriba pone de manifiesto, el proyecto de una democracia incluyente remite a una economía política internacional que trasciende tanto la economía política del Estado socialista, como la que se practicó en los países del llamado “socialismo real” de Europa del Este, como la economía política de la economía de mercado, sea en su forma mixta de consenso socialdemócrata sea en su forma actual neoliberal.
Democracia en la esfera social
La satisfacción de las condiciones expuestas más arriba para una democracia política y económica podrían representar la reconquista de las esferas política y económica por parte de lo público, esto es, la reconquista de una verdadera individualidad social, la creación de las condiciones de libertad y de autodeterminación, tanto a nivel político como económico. No obstante, los poderes político y económico no son las únicas formas de poder y, por consiguiente, una democracia política y una económica no aseguran por sí mismas una democracia incluyente. En otras palabras, una democracia incluyente es inconcebible mientras no extienda su área de influencia hasta abarcar toda la esfera de lo social, como el lugar de trabajo, la familia, las instituciones educativas y cualquier institución económica o cultural que constituya parte de esa área de influencia.
Históricamente se han introducido varias formas de democracia en la esfera de lo social, particularmente durante este siglo, normalmente durante períodos de actividad revolucionaria. Sin embargo, esas formas de democracia no sólo fueron de corta vida, sino que rara vez se extendieron fuera del ámbito del lugar de trabajo (por ejemplo durante la instauración de los consejos obreros de los trabajadores húngaros en las revueltas de 1956) y de las instituciones educativas (durante las asambleas de estudiantes de Mayo del 68).
Hoy en día la cuestión radica en cómo extender la democracia a otras formas de organización social como el hogar, sin disolver la división entre la esfera de lo público y lo privado. En otras palabras, en cómo, manteniendo y reforzando la autonomía de esas dos áreas, podría implementarse ese tipo de reformas institucionales en el seno de la familia y, al mismo tiempo, reforzar también la adopción de medidas democráticas económicas y políticas. De hecho, una democracia efectiva es inconcebible si el tiempo libre no se distribuye de forma igualitaria entre los ciudadanos, y eso es algo que no puede lograrse mientras las actuales condiciones jerárquicas que se establecen en el hogar, en la familia y en el lugar de trabajo persistan. Es más, la democracia en la esfera de lo social, particularmente en la esfera de lo familiar, será algo imposible hasta que se lleven a cabo determinados acuerdos de naturaleza institucional que reconozcan el carácter del hogar como satisfaciente de necesidades y se integren los cuidados y los servicios que se dan dentro de ese marco familiar en el marco general de la satisfacción de las necesidades.
Democracia ecológica
Si contemplamos la democracia como un proceso de autoinstitucionalización en el cual no haya ningún código de conducta humana de origen “divino” u objetivamente definido, no hay garantía de que una democracia incluyente asegure una democracia ecológica en el sentido definido anteriormente. Por lo tanto, el reemplazamiento de la economía de mercado por un nuevo marco institucional de democracia incluyente constituye sólo la condición necesaria para una armoniosa relación entre el mundo natural y el social. La condición suficiente se refiere al nivel de conciencia ecológica de los ciudadanos. El cambio radical en el paradigma social dominante que seguirá a la institución de una democracia incluyente, combinado con el decisivo papel que jugará la paideia en el campo de un marco institucional medioambiental positivo, podría razonablemente esperarse que conduzca a un cambio radical en la actitud humana ante la Naturaleza. En otras palabras, hay base suficientemente sólida para creer que las relaciones entre democracia incluyente y Naturaleza van a ser mucho más armoniosas que las que se puedan alcanzar en una economía de mercado o en otra basada en un socialismo de Estado. Los factores que respaldan este aserto se refieren a los tres elementos de la democracia incluyente: político, económico y social.
A nivel político, hay base para creer que la creación de un espacio público por sí mismo tendrá un efecto importante en reducir el atractivo del materialismo. Porque el espacio de lo público facilitará una nueva forma de contemplar la vida y llenará el vacío existencial que crea la actual sociedad consumista. La comprensión de lo que podríamos denominar como humano podría razonablemente reintegrarnos armónicamente con la Naturaleza.
También a nivel económico, no es accidental que históricamente el proceso de destrucción masiva del medio ambiente haya coincidido con el proceso de mercantilización de la economía. Dicho de otra manera, la emergencia de la economía de mercado y el consecuente crecimiento económico han tenido una repercusión crucial en las relaciones sociedad-Naturaleza y han conducido a una ideología del crecimiento como paradigma social dominante. Así fue como se hizo dominante una visión instrumentalista de la Naturaleza en la que ésta era vista como un mero instrumento para el crecimiento de la economía dentro de un proceso infinito de concentración del poder. Si asumimos que sólo una sociedad confederal puede asegurarnos un democracia incluyente hoy en día, sería razonable asumir que una vez que la economía de mercado sea reemplazada por una economía llevada desde una perspectiva confederal, la dinámica de crecimiento o muerte de la primera opción será sustituida por una nueva dinámica social de la segunda opción: un proyecto dinámico de satisfacer las necesidades de la comunidad en lugar de una dinámica del crecimiento per se. Si la satisfacción de las necesidades de la comunidad ya no dependieran, como hasta ahora, de la continua expansión de la producción para cubrir las “necesidades” que crea el mercado, y si se restauraran los vínculos entre economía y sociedad, entonces no habría razón por la cual la actual concepción instrumentalista de la naturaleza debería seguir condicionando la conducta humana.
Es más, la democracia en una esfera social más amplia debería ser razonablemente entendida como medioambientalmente responsable. El fin de las relaciones patriarcales en la familia y de las relaciones jerárquicas en general debería crear un nuevo êthos de no dominación que abarcaría tanto la Naturaleza como la Sociedad. En otras palabras, la creación de condiciones democráticas en el ámbito de lo social debería constituir un paso decisivo en la creación de una condición suficiente para una relación armoniosa Naturaleza-Sociedad.
Finalmente, el hecho de que la unidad básica de la vida social, económica y política en una democracia confederal sea la comunidad tenderá también a reforzar el carácter armonioso de las relaciones con el medio ambiente. Es razonable asumir —y la evidencia del sustantivo éxito de las comunidades en salvaguardar su medio ambiente es abrumadora— que, cuando la gente confía directamente en su medio local para asegurar su subsistencia, desarrolla un íntimo conocimiento de su medio que afecta indefectiblemente a su comportamiento positivo hacia el mismo. No obstante, las condiciones previas para que el control local del medio ambiente sea efectivo consisten en que la comunidad dependa de su medio natural para su subsistencia a largo plazo y eso redunda, lógicamente, en un interés directo en preservarlo. Otra razón que pone de manifiesto que una sociedad ecológica es imposible sin democracia económica.
Un nuevo concepto de ciudadanía
Las condiciones para una verdadera democracia que se han expuesto más arriba implican un nuevo concepto de ciudadanía: económica, política, social y cultural. De este modo, la ciudadanía política supone nuevas estructuras políticas y el retorno a las concepciones clásicas de la política, la democracia directa. La ciudadanía económica implica nuevas estructuras económicas de propiedad comunitaria y de control de los recursos económicos (democracia económica). La ciudadanía social implica estructuras de dirección autogestionadas en el lugar de trabajo, democracia en el hogar y nuevas políticas de bienestar mediante las cuales todas las necesidades básicas (que se determinan democráticamente) son cubiertas mediante los recursos de la comunidad, ya sean satisfechas a nivel del hogar o de la propia comunidad. Finalmente, la ciudadanía cultural implica nuevas estructuras democráticas de diseminación y control de la información y la cultura (medios de comunicación, arte...) que permitan a cada miembro de la comunidad tomar parte en el proceso y, al mismo tiempo, desarrollar sus capacidades y potencialidades culturales.
Aunque este sentido de ciudadanía suponga un sentido de comunidad política, que definido geográficamente coincide con la unidad fundamental de la vida política, económica y social, se sigue asumiendo que esta comunidad política se entrelaza con otras varias formas de comunidad (cultural, profesional, ideológica, etc.). Por lo tanto, ese acuerdo entre comunidad y ciudadanía no descarta diferencias culturales o de otro rango basadas en género, edad o etnia, sino que simplemente facilita el espacio público donde esas diferencias puedan ser expresadas. Es más, ese tipo de acuerdo institucionaliza diversas válvulas de escape que posibilitan que las mayorías rechacen la marginalización que produce tales diferencias. Lo que une al pueblo en una comunidad política, o en una confederación de comunidades, no es un juego de valores comunes impuestos por una ideología nacionalista, un dogma religioso, una creencia mística o una interpretación objetiva de la evolución social, sino las instituciones y las prácticas democráticas adoptadas por los propios ciudadanos.
Es obvio que este nuevo concepto de ciudadanía tiene muy poco en común con las definiciones liberales o socialistas de ciudadanía, que están vinculadas con las concepciones liberales o socialistas, respectivamente, de los derechos humanos. Así, para los liberales, el ciudadano es simplemente el portador individual de ciertas libertades y derechos políticos reconocidos por las leyes, que, supuestamente, aseguran una distribución igualitaria del poder político. Para los socialistas, el ciudadano es el portador no sólo de derechos políticos, sino también de una cierta clase de derechos sociales y económicos, ya que para los marxistas el concepto de ciudadanía está vinculado con la posesión colectiva de los medios de producción. El concepto de ciudadanía que se adopta aquí, que podemos denominar ciudadanía democrática, está basado en la definición que hemos dado de la democracia incluyente y presupone un concepto “participativo” de la ciudadanía activa, como el que se halla implícito en la obra de Hannah Arendt. En esa concepción, el activismo político no es un medio para conseguir un fin, sino un fin en sí mismo. Es, por lo tanto, obvio que esa concepción de ciudadanía es cualitativamente diferente de la concepción liberal y socialdemócrata que adoptó una visión “instrumentalista” de la ciudadanía, es decir, una visión que implica que la ciudadanía provee a los ciudadanos de ciertos derechos que pueden ejercer como medio para conseguir un fin de bienestar individual.

Traducción del inglés de Alfonso Ormaetxea

Este artículo es una reproducción de unos de los capítulos de Towards an Inclusive Democracy (Londres y Nueva York, Cassell Continuum, 1997) y constituye la entrada de “Democracia incluyente” de la Routledge Encyclopedia of International Political Economy (Barry Jones, 2001).
Nacido en Grecia y crecido en Londres, Takis Fotopoulos es autor del libro Hacia una democracia inclusiva (Uruguay, Editorial Nordan, 2002) y escritor y editor de la revista Democracy and Nature, The International Journal of Inclusive Democracy, que reúne un bien desarrollado cuerpo de conocimiento sobre la democracia incluyente y sus aplicaciones centrándose en aspectos cruciales como la estrategia de la transición hacia una democracia incluyente, la relación entre la ciencia y la tecnología con la democracia, el significativo ascenso del irracionalismo respecto al proyecto democrático, las interrelaciones entre cultura, medios de comunicación y democracia y las divisiones de clase.
Takis Fotopoulos

Publicado en Archipiélago, 77-78, noviembre de 2007



[i] Takis Fotopoulos, Towards an Inclusive Democracy: The Crisis of the Growth Economy and the Need for a New Liberatory Project, Londres y Nueva York, Cassell Continuum, 1997.