No hay un esperanto de la revuelta. No son los rebeldes los que deben aprender a hablar el anarquista, sino que son los anarquistas los que deben volverse políglotas.
Nuestra única patria: la infancia
Se llevan todas las de perder en la reivindicación de
lo local contra lo global. Lo local no es la reconfortante alternativa a la
globalización, sino su producto universal: antes de que el mundo fuera globalizado, el lugar en donde habito era solamente mi
territorio familiar, yo no lo conocía como “local”. Lo local no es más que el
reverso de lo global, su residuo, su secreción, y no lo que puede hacerlo
estallar. Nada era local antes de que pudiéramos ser arrancados de ahí en
cualquier momento, por razones profesionales, médicas o por vacaciones. Lo
local es el nombre de la posibilidad de una repartición, unida a la
compartición de una desposesión. Se trata de una contradicción de lo global,
que se hace consistir o no. Cada mundo singular aparece ahora como lo que es:
un pliegue en el mundo, y no su afuera sustancial. Reducir al rango finalmente
despreciable de “luchas locales” —tal como existe un “color local”,
simpáticamente folclórico— luchas como las del Valle de Susa, de la Calcídica o
de los mapuches, que han recreado un territorio y un pueblo con aura
planetaria, es una clásica operación de neutralización. Para el Estado se
trata, con el pretexto de que esos territorios están situados en sus márgenes,
de marginarlos políticamente. ¿Quién, además del Estado mexicano, fantasearía
con calificar la insurrección zapatista y la aventura que le siguió como una
“lucha local”?
[...]
El error de fondo es sin duda el siguiente: los
defensores de la sociedad civil, al menos desde Locke, siempre han identificado
“la política” con las tribulaciones inducidas por la corrupción y la incuria
del gobierno — mientras que el zócalo social es algo natural y sin historia. La
historia, precisamente, no sería otra cosa que la sucesión de los errores y las
aproximaciones que retrasan el advenimiento a sí misma de una sociedad
satisfecha. “El gran final que los hombres persiguen cuando entran en sociedad
es el de gozar de su propiedad apaciblemente y sin peligro.” De ahí que los que
luchan contra el gobierno en nombre de la “sociedad”, sin importar cuáles sean
sus pretensiones radicales, sólo pueden desear, en el fondo, acabar con la
historia y la política, es decir, con la posibilidad de conflicto, es decir,
con la vida, la vida viviente. Nosotros partimos de un presupuesto
completamente distinto: del mismo modo en que no hay “naturaleza”, no hay
“sociedad”. Arrancar a los humanos de todo lo no-humano que teje, para cada uno
de entre ellos, su mundo familiar, y reunir a las criaturas así amputadas bajo
el nombre de “sociedad”, es una monstruosidad que ya ha durado bastante. Por
todas partes en Europa hay “comunistas” o socialistas que proponen una salida
nacional a la crisis: salir del euro y reconstituir una bella totalidad
limitada, homogénea y ordenada, tal sería la solución. Estos amputados no
pueden dejar de alucinar con su miembro fantasma. Y después, en materia de
bella totalidad ordenada, los fascistas serán siempre los primeros.
No sociedad, por tanto, sino mundos. Tampoco guerra
contra la sociedad librar la guerra a una ficción es darle carne. No hay tal
cosa como un cielo social por encima de nuestras cabezas, sólo hay nosotros y
el conjunto de vínculos, de amistades, enemistades, proximidades y distancias
efectivas de los que hacemos su experiencia. Sólo hay nosotros, potencias
eminentemente situadas y su capacidad para extender sus ramificaciones en el
seno del cadáver social que sin cesar se descompone y se recompone. Un
hormigueo de mundos, un mundo hecho de todo un cúmulo de mundos, y atravesado,
por lo tanto, de conflictos entre ellos, de atracciones, de repulsiones.
Construir un mundo es elaborar un orden, hacer un sitio o no, a cada cosa, a
cada ser, a cada inclinación, y pensar ese sitio, cambiarlo si hace falta. En
cada surgimiento de nuestro partido, ya sea por la ocupación de una plaza, una
ola de motines o una frase conmovedora grafiteada en un muro, se difunde el
sentimiento de que sin duda se trata de “nosotros”, en todos esos lugares donde
nosotros jamás hemos estado. Por eso, el primer deber de los revolucionarios es
el de tomar cuidado de los mundos que constituyen. Como han probado los
zapatistas, que cada mundo esté situado de ningún modo lo priva de un acceso a
la generalidad, sino que al contrario se lo procura. Lo universal, dijo un
poeta, es lo local menos los muros. Hay más bien una facultad de
universalización que se debe a una profundización en sí misma, a una
intensificación de lo que se experimenta en todos los puntos del mundo. Ya no
se trata de escoger entre el cuidado procurado a aquello que construimos y
nuestra fuerza política de impacto. Nuestra fuerza de impacto está hecha de la
intensidad misma de cuanto vivimos, de la alegría que emana de ello, de las
formas de expresión que se inventan en ella, de la capacidad colectiva de
soportar la prueba de la que es testimonio. En la inconsistencia general de las
relaciones sociales, los revolucionarios tienen que singularizarse por medio de
la densidad de pensamiento, de afección, de agudeza y de organización que son
capaces de poner a la obra, y no por medio de su disposición a la escisión, a
la intransigencia sin objeto o por medio de la competencia desastrosa sobre el
terreno de una radicalidad fantasmática. Es por medio de la atención a los
fenómenos, por medio de sus cualidades sensibles, como llegarán a devenir una
potencia real, y no por medio de coherencia ideológica.
La incomprensión, la impaciencia y la negligencia: he
ahí el enemigo.
Lo real es lo que resiste.
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