domingo, 29 de julio de 2012

SOCIEDADES DE CONTROL






A principios de 1872, el joven Nietzsche dicta en Basilea una serie de cinco conferencias que se recogerán posteriormente con el título Sobre el porvenir de nuestras instituciones educacionales. La mirada del moralista lleva a cabo en ellas una crítica radical del modelo de educación puesto en obra en los gimnasios de humanidades, crítica que acabará por impugnar el proyecto mismo de una enseñanza general obligatoria. Se trata —nos dirá allí— de instituciones donde se «promociona la miseria del vivir», donde, necesariamente, la cultura es puesta «al servicio de los fines del Estado».

Un siglo más tarde, en 1975, Michel Foucault, publica Vigilar y castigar:  Nacimiento de la prisión, una suerte de genealogía de la moral moderna de la que se desprenden dos evidencias simples, pero de graves consecuencias. La primera de ellas es la constatación de una profunda complicidad entre todas las instituciones totales: no sólo aparecieron en el mismo momento histórico la fábrica y el cuartel, la escuela y el hospital, el manicomio y la cárcel, sino que además la garantía de su eficacia respectiva es la misma: la puesta en obra de una idéntica tecnología disciplinaria. Es por ello que la fábrica se parece tanto a la cárcel, que a su vez se parece al cuartel, que se parece tanto al hospital, que a su vez se parece a la escuela… La segunda evidencia sigue naturalmente de la anterior: el ejercicio de ese poder disciplinario que encontramos por igual en todas las instituciones totales nos muestra un rostro que se aviene mal con la imagen clásica del poder. Se trata de un poder antes normalizador que legislativo, microfísico, local y relativamente autónomo respecto a las instancias económicas. Un poder que encuentra su especificidad en ese gesto disciplinario mediante el cual el tiempo de vida de los hombres es convertido en un determinado empleo del tiempo (tiempo de trabajo en la fábrica, de instrucción en el cuartel, de encierro en la cárcel). No es de extrañar entonces que se saludara el análisis de Foucault como la posibilidad de una nueva teoría de lo político, mediante la cual alcanzaría dignidad discursiva toda una dimensión de la lucha política (la resistencia contrainstitucional, la disidencia moral) hasta entonces criminalizada como reformista por «los portavoces de la vanguardia del movimiento obrero».

Foucault muere en 1984. Cinco años más tarde cae el Muro de Berlín y sólo un año después Bush padre, esta vez con una aquiescencia generalizada, invade Iraq y proclama el Nuevo Orden Mundial. Da la impresión de que, de pronto, todo lo anterior ha quedado atrás, muy atrás. Gilles Deleuze parece salir al quite de esta impresión cuando, en 1990, en conversación con Toni Negri, afirma: «Es verdad que estamos entrando en sociedades de control que ya no son exactamente disciplinarias. Se considera a menudo a Foucault como el pensador de las sociedades disciplinarias y de su técnica principal, el encierro (no únicamente el hospital o la cárcel, sino también la escuela, la fábrica o el cuartel). Pero, de hecho, Foucault fue uno de los primeros en detectar que estamos saliendo de las sociedades disciplinarias, que ya estamos más allá de ellas. Estamos entrando en sociedades de control, que ya no funcionan mediante el encierro sino mediante un control continuo y una comunicación instantánea. Burroughs fue el primero en analizarlas. Ciertamente, seguimos hablando de cárceles, escuelas y hospitales, pero se trata de instituciones en crisis. Y si están en crisis, las luchas relativas a ellas son ya luchas de retaguardia. Lo que se está instaurando tentativamente es un nuevo tipo de sanción, de educación, de vigilancia».

¿Sociedades de control, pues, las nuestras…? Sin duda Deleuze tiene el gran acierto de recordarnos que los análisis históricos de Foucault sobre el nacimiento de la prisión y la generalización del poder disciplinario se detienen deliberadamente en 1830, cuando entiende que están ya enteramente dadas las condiciones de nacimiento del nuevo orden moderno de gestión política. Y se sobreentiende que si es posible analizar las condiciones de nacimiento de este nuevo orden de gestión es porque ya no nos hallamos plenamente bajo su hegemonía, sino en un espacio de transición hacia un nuevo sistema político que, siguiendo a Burroughs, Deleuze llama sociedades de control. De este modo, la utilidad del discurso de Foucault para las luchas políticas que le eran contemporáneas no se basaba tanto en que el suyo fuera un discurso que describía las condiciones actuales de ejercicio del poder cuanto en que ofrecía unas herramientas con las que contradecir las formas de memoria mediante las que el ejercicio actual del poder se legitimaba históricamente, al tiempo que permitía intervenir frontalmente contra los arcaísmos disciplinarios que todavía pervivían necesariamente en las nacientes sociedades de control (y de los cuales la prisión era tal vez el ejemplo más eminente).

¿Cabe concluir de lo anterior que la nuestra es ya, plenamente, una sociedad de control, lista para evacuar todos sus arcaísmos disciplinarios? Han transcurrido quince años desde la corrección de Deleuze a la recepción del trabajo de Foucault, pero el alcance anticipador de sus palabras sigue estando en el aire. Por un lado, la liquidación del cuartel, con la desaparición del servicio militar obligatorio es un hecho. Como es un hecho la liquidación de la escuela (liquidación ejemplar en este país nuestro, capitaneada por un conseller formado como técnico penitenciario). En estos momentos nos preparamos para la liquidación de la enseñanza universitaria, a toda prisa. En toda Europa los estados dimiten de su compromiso ciudadano con la instrucción pública, y, en su lugar, anuncian un nuevo compromiso, esta vez con el capital: la formación de mano de obra cualificada a la medida de las exigencias del mercado, tan flexible como el mercado mismo. La cultura es puesta ahora «al servicio de los fines de las multinacionales». Hasta aquí el diagnóstico de Deleuze se cumple al pie de la letra, incluso en sus extremos más policialmente siniestros: las nuevas figuras del saber que están ocupando el lugar del sabio o del intelectual son ahora el gestor, el experto, el agente evaluador...

Por lo que respecta a la fábrica su destino parece escindirse con el postfordismo entre el neoesclavismo oriental y la robotización, pero que hoy es algo diferente a una institución disciplinaria lo sabemos por lo menos desde la caída del Muro. Las enormes dificultades para colocar a los obreros del Este como obreros en las fábricas occidentales nos dieron una buena muestra de ello. Y de los hospitales, no hace falta insistir en la profunda transformación que los recorre, a la medida de las ambiciones biopolíticas hoy dominantes, verdadera punta de lanza de la actual transformación moral de la sociedad. Y sin embargo, he aquí que las prisiones parecen resistir ahí donde estaban, indiferentes a cualquier cambio, eternamente iguales en lo fundamental a lo que fueron en el siglo XIX. Los últimos avatares políticos, si algo han hecho, ha sido endurecer sus arcaísmos disciplinarios, en un reforzamiento que, legitimado por la amenaza terrorista, no deja de afectar a la sociedad en su totalidad. Aquí los sueños penitenciarios alternativos de la sociedad de control (químicos, electrónicos…) parecen haber encontrado su límite específico, tal vez el punto más ciego del sistema.

Sin duda el análisis político de esta pervivencia, por más urgente que sea, ha de ser sumamente complejo. Pero sociedades de control no es un término político, es un término moral, acuñado por Burroughs allá por los años 60 como crítica a la sociedad yanqui del momento. La mirada moral de Burroughs es la de un adicto lúcido. Y lo que ve a su alrededor es una sociedad de adultos adictos al consumo, socializados tan sólo por el mercado y cuya energía explosiva precisa de ser controlada con artefactos técnicos y estrategias político-mediáticas cada vez más sofisticados. A ello alude el nombre de sociedad de control, a esa enajenación fundamental. Pero he aquí que cuando esta enajenación alcanza a la infancia, cuando los niños son socializados antes como consumidores que familiar o escolarmente, esta socialización produce necesariamente un resto que sólo la cárcel o la muerte prematura puede enjugar. El actual valor profético del dictamen de Burroughs nos invita a volver la vista hacia la conversión del sueño americano en utopía carcelaria (dos millones de presos, cinco millones en libertad condicional) como la fantasmagoría terrible del futuro que nos aguarda.

Miguel Morey
La Vanguardia, 30 de noviembre de 2005.

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