A principios de 1872, el joven Nietzsche
dicta en Basilea una serie de cinco conferencias que se recogerán
posteriormente con el título Sobre el porvenir de nuestras instituciones
educacionales. La mirada del moralista lleva a cabo en ellas una crítica
radical del modelo de educación puesto en obra en los gimnasios de humanidades,
crítica que acabará por impugnar el proyecto mismo de una enseñanza general
obligatoria. Se trata —nos dirá allí— de instituciones donde se «promociona la miseria
del vivir», donde, necesariamente, la cultura es puesta «al servicio de los
fines del Estado».
Un siglo más tarde, en 1975, Michel Foucault,
publica Vigilar y castigar: Nacimiento
de la prisión, una suerte de genealogía de la moral moderna de la que se
desprenden dos evidencias simples, pero de graves consecuencias. La primera de
ellas es la constatación de una profunda complicidad entre todas las
instituciones totales: no sólo aparecieron en el mismo momento histórico la
fábrica y el cuartel, la escuela y el hospital, el manicomio y la cárcel, sino
que además la garantía de su eficacia respectiva es la misma: la puesta en obra
de una idéntica tecnología disciplinaria. Es por ello que la fábrica se parece
tanto a la cárcel, que a su vez se parece al cuartel, que se parece tanto al
hospital, que a su vez se parece a la escuela… La segunda evidencia sigue
naturalmente de la anterior: el ejercicio de ese poder disciplinario que encontramos
por igual en todas las instituciones totales nos muestra un rostro que se
aviene mal con la imagen clásica del poder. Se trata de un poder antes
normalizador que legislativo, microfísico, local y relativamente autónomo
respecto a las instancias económicas. Un poder que encuentra su especificidad
en ese gesto disciplinario mediante el cual el tiempo de vida de los hombres es
convertido en un determinado empleo del tiempo (tiempo de trabajo en la
fábrica, de instrucción en el cuartel, de encierro en la cárcel). No es de
extrañar entonces que se saludara el análisis de Foucault como la posibilidad
de una nueva teoría de lo político, mediante la cual alcanzaría dignidad discursiva toda una dimensión de
la lucha política (la resistencia contrainstitucional, la disidencia moral) hasta
entonces criminalizada como reformista por «los portavoces de la vanguardia del
movimiento obrero».
Foucault muere en 1984. Cinco años más
tarde cae el Muro de Berlín y sólo un año después Bush padre, esta vez con una
aquiescencia generalizada, invade Iraq y proclama el Nuevo Orden Mundial. Da la
impresión de que, de pronto, todo lo anterior ha quedado atrás, muy atrás.
Gilles Deleuze parece salir al quite de esta impresión cuando, en 1990, en conversación
con Toni Negri, afirma: «Es verdad que estamos entrando en sociedades de control
que ya no son exactamente disciplinarias. Se considera a menudo a Foucault
como el pensador de las sociedades disciplinarias y de su técnica principal, el
encierro (no únicamente el hospital o la cárcel, sino también la
escuela, la fábrica o el cuartel). Pero, de hecho, Foucault fue uno de los
primeros en detectar que estamos saliendo de las sociedades disciplinarias, que
ya estamos más allá de ellas. Estamos entrando en sociedades de control, que ya
no funcionan mediante el encierro sino mediante un control continuo y una
comunicación instantánea. Burroughs fue el primero en analizarlas. Ciertamente,
seguimos hablando de cárceles, escuelas y hospitales, pero se trata de
instituciones en crisis. Y si están en crisis, las luchas relativas a ellas son
ya luchas de retaguardia. Lo que se está instaurando tentativamente es un nuevo
tipo de sanción, de educación, de vigilancia».
¿Sociedades de control, pues, las nuestras…?
Sin duda Deleuze tiene el gran acierto de recordarnos que los análisis históricos
de Foucault sobre el nacimiento de la prisión y la generalización del poder
disciplinario se detienen deliberadamente en 1830, cuando entiende que están ya
enteramente dadas las condiciones de nacimiento del nuevo orden moderno de
gestión política. Y se sobreentiende que si es posible analizar las condiciones
de nacimiento de este nuevo orden de gestión es porque ya no nos hallamos
plenamente bajo su hegemonía, sino en un espacio de transición hacia un nuevo
sistema político que, siguiendo a Burroughs, Deleuze llama sociedades de
control. De este modo, la utilidad del discurso de Foucault para las luchas
políticas que le eran contemporáneas no se basaba tanto en que el suyo fuera un
discurso que describía las condiciones actuales de ejercicio del poder cuanto
en que ofrecía unas herramientas con las que contradecir las formas de memoria
mediante las que el ejercicio actual del poder se legitimaba históricamente, al
tiempo que permitía intervenir frontalmente contra los arcaísmos disciplinarios
que todavía pervivían necesariamente en las nacientes sociedades de control (y
de los cuales la prisión era tal vez el ejemplo más eminente).
¿Cabe concluir de lo anterior que la nuestra
es ya, plenamente, una sociedad de control, lista para evacuar todos sus
arcaísmos disciplinarios? Han transcurrido quince años desde la corrección de
Deleuze a la recepción del trabajo de Foucault, pero el alcance anticipador de sus
palabras sigue estando en el aire. Por un lado, la liquidación del cuartel, con
la desaparición del servicio militar obligatorio es un hecho. Como es un hecho la
liquidación de la escuela (liquidación ejemplar en este país nuestro,
capitaneada por un conseller formado
como técnico penitenciario). En estos momentos nos preparamos para la
liquidación de la enseñanza universitaria, a toda prisa. En toda Europa los
estados dimiten de su compromiso ciudadano con la instrucción pública, y, en su
lugar, anuncian un nuevo compromiso, esta vez con el capital: la formación de
mano de obra cualificada a la medida de las exigencias del mercado, tan flexible
como el mercado mismo. La cultura es puesta ahora «al servicio de los fines
de las multinacionales». Hasta aquí el diagnóstico de Deleuze se cumple al pie
de la letra, incluso en sus extremos más policialmente siniestros: las nuevas
figuras del saber que están ocupando el lugar del sabio o del intelectual son
ahora el gestor, el experto, el agente evaluador...
Por lo que respecta a la fábrica su
destino parece escindirse con el postfordismo entre el neoesclavismo oriental y
la robotización, pero que hoy es algo diferente a una institución disciplinaria
lo sabemos por lo menos desde la caída del Muro. Las enormes dificultades para
colocar a los obreros del Este como obreros en las fábricas occidentales nos
dieron una buena muestra de ello. Y de los hospitales, no hace falta insistir
en la profunda transformación que los recorre, a la medida de las ambiciones
biopolíticas hoy dominantes, verdadera punta de lanza de la actual
transformación moral de la sociedad. Y sin embargo, he aquí que las prisiones
parecen resistir ahí donde estaban, indiferentes a cualquier cambio,
eternamente iguales en lo fundamental a lo que fueron en el siglo XIX. Los
últimos avatares políticos, si algo han hecho, ha sido endurecer sus arcaísmos disciplinarios,
en un reforzamiento que, legitimado por la amenaza terrorista, no deja de
afectar a la sociedad en su totalidad. Aquí los sueños penitenciarios alternativos
de la sociedad de control (químicos, electrónicos…) parecen haber encontrado su
límite específico, tal vez el punto más ciego del sistema.
Sin duda el análisis político de esta pervivencia,
por más urgente que sea, ha de ser sumamente complejo. Pero sociedades de
control no es un término político, es un término moral, acuñado por Burroughs
allá por los años 60 como crítica a la sociedad yanqui del momento. La mirada
moral de Burroughs es la de un adicto lúcido. Y lo que ve a su alrededor es una
sociedad de adultos adictos al consumo, socializados tan sólo por el mercado y
cuya energía explosiva precisa de ser controlada con artefactos técnicos y
estrategias político-mediáticas cada vez más sofisticados. A ello alude el nombre
de sociedad de control, a esa enajenación fundamental. Pero he aquí que cuando
esta enajenación alcanza a la infancia, cuando los niños son socializados antes
como consumidores que familiar o escolarmente, esta socialización produce
necesariamente un resto que sólo la cárcel o la muerte prematura puede enjugar.
El actual valor profético del dictamen de Burroughs nos invita a volver la
vista hacia la conversión del sueño americano en utopía carcelaria (dos
millones de presos, cinco millones en libertad condicional) como la
fantasmagoría terrible del futuro que nos aguarda.
Miguel Morey
La Vanguardia, 30 de noviembre de 2005.
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