I
En los últimos nueve meses,
desde el 11 de septiembre, el grito se ha vuelto más agudo, más estridente. Es
el horror de lo que vemos a nuestro alrededor: las bombas cayendo, la violencia
contra los inmigrantes, los 35.000 niños que mueren de enfermedades curables
cada día, la ciega arrogancia de los capitalistas y sus políticos, las
presiones sobre todos nosotros para renunciar a nuestros sueños de un mundo de
dignidad, el peligro real de que nosotros, nuestros hijos o nietos estaremos
presentes cuando el capital finalmente destruya a la humanidad. A todo esto
sólo podemos gritar ¡NO! NO es la base de la gramática de la rebelión, la
gramática de la revuelta, la gramática de la revolución.
Esta relación que llamamos
capital, esta absurda relación basada en la negación del carácter social del
hacer, esta relación absurda y enferma construida sobre el hecho de que una
pequeña cantidad de personas dice «esto es mío, mío, mío; tócalo y te mataré»,
y lo hace. Esta horrible relación que hemos soportado por cientos de años, esta
relación nos está matando, matando la humanidad en todo el sentido de la
palabra. Ahora debemos aprender de todos los que frente a relaciones
repugnantes y opresivas que han durado demasiado tiempo, han tenido el coraje
de decir: «¡Vete a la mierda! ¡Vete! ¡Déjame en paz para seguir con la vida tal
como me parezca!» «¡Que se vayan todos!», como dice la gente en la Argentina.
No sólo el gobierno sino todos los políticos, no sólo los políticos sino sus amigos
capitalistas, no sólo los amigos sino todos los capitalistas, todo el capital.
Al capitalismo no le queda
ninguna defensa posible. ¿Puede realmente haber alguien en el mundo que piense
que el capitalismo es un buen modo de organizar la sociedad? Muchos
piensan que no hay alternativa, otros que es en su interés, la mayoría
simplemente lo da por sentado. Pero es obvio que el capitalismo es un desastre.
Entonces, ¿cómo decimos «Adiós, vete»? ¿Cómo vamos más allá de la Argentina?
¿Cómo nos aseguramos que los capitalistas y sus políticos se vayan realmente,
no sólo en la Argentina sino en todo el mundo, no sólo por unos días de crisis,
sino para siempre?
II
Ésta es la cuestión de la
revolución. La palabra está pasada de moda, pero es todavía importante. Es importante
porque la revuelta no puede sobrevivir a menos que se transforme en revolución,
una real transformación social. En una entrevista durante la marcha zapatista
de marzo del año pasado, el Subcomandante Marcos dijo que los zapatistas eran
rebeldes, no revolucionarios. «Porque un revolucionario se plantea
fundamentalmente transformar las cosas desde arriba, no desde abajo, al revés
del rebelde social. El revolucionario se plantea: Vamos a hacer un movimiento,
tomo el poder y desde arriba transformo las cosas. Y el rebelde social no. El
rebelde social [...] desde abajo va transformando sin tener que plantearse la
cuestión de la toma del poder», (Proceso, 11 de marzo de 2001). Tiene
bastante razón en criticar el viejo concepto de revolución, en rechazar la idea
de tomar el poder. ¿Pero esto significa que ya no es más importante pensar en
destruir el capitalismo y crear una forma diferente de sociedad? Seguramente
no, pues el capitalismo es un movimiento de represión de la revuelta, de
represión de la dignidad. La revuelta o rebelión no puede ser mantenida a menos
que se dirija a la revolución, a menos que se dirija a la transformación social
radical. Forzar a renunciar a un presidente puede ser importante, pero no
suficiente. Luchar por la dignidad es importante, pero no suficiente. Queremos
crear una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad. Un hombre
golpea a su esposa, ella (nosotros) grita(mos) con indignación, pero no es
suficiente, queremos que deje de pegar. Volvemos forzosamente a la vieja
pregunta de la revolución. Pero no podemos dar las viejas respuestas. Las
viejas respuestas han demostrado ser equivocadas. El conquistar el Estado,
sea por medios parlamentarios o violentos, no crea una sociedad emancipada. El
problema es no tomar el poder sino emanciparnos o construir nuestro propio
poder.
III
Para pensar sobre cómo
podemos ir más allá de la revuelta, cómo podemos cambiar el mundo, debemos
distinguir entre dos tipos de poder.
Por un lado está nuestro
poder, el poder hacer, crear (poder creativo). Este poder es inevitablemente
social. Nuestro hacer siempre es parte de un movimiento social del hacer, lo
reconozcamos o no. En un contexto como éste, el carácter social del
hacer está claro, pero también cuando me siento en casa y escribo con la
computadora, es obvio que lo que hago es hecho posible no sólo por la escritura
y el pensamiento de muchos otros, sino por el hacer de la gente que hizo la
computadora, instaló la electricidad en casa, me enseñó a leer, produjo la
comida que me da la energía para escribir, etcétera. Mi hacer es parte de un
mosaico del hacer, un movimiento del hacer a través del tiempo y el espacio en
el que el hacer de cada uno adquiere una validez social en relación con el
hacer de los otros.
En el capitalismo, el hacer
es social pero la sociabilidad está fracturada. El capital es un proceso de
separación entre lo hecho y el hacer y su conversión en propiedad privada. El
capitalista rompe el movimiento social del hacer, en el que lo hecho de algunas
personas fluye en el hacer de otros; arranca lo hecho del movimiento social y
dice: «¡Esto es mío, esta es mi propiedad!». Pero esto significa que todos los
demás son separados de ese movimiento social, de la sociabilidad del hacer. Lo hecho,
que ahora es propiedad capitalista, es la precondición de nuestro hacer, dado
que nuestro hacer depende de la conexión con lo que ha sido hecho por otros. El
único modo en que podemos tener acceso a la sociabilidad del hacer es yendo al
capital y vender nuestra fuerza de trabajo, o aceptando de alguna otra forma
las reglas impuestas por el capital en interés de su autoexpansión. El capital,
tomando lo hecho y convirtiéndolo en propiedad privada, se ha vuelto el
guardián de la sociabilidad del hacer. Para vivir, para ser humano, dependemos
del acceso a esa sociabilidad; eso es lo que nos fuerza a la sumisión una y
otra vez. Para decirlo con palabras del joven Marx, el capital es el guardián
de nuestra vida genérica. Para vivir, estamos obligados a pasar por la puerta
del capital.
Por supuesto, estar separado
de la sociabilidad, de nuestra vida genérica, no es algo externo a nosotros. Es
algo que penetra cada aspecto de nuestra existencia, la forma como actuamos, la
manera como pensamos. A esto se refiere Marx como fetichismo.
Entonces, el poder tiene dos
sentidos opuestos. Por un lado está nuestro poder, el poder-hacer, el poder
creativo, que es un movimiento de unir, de integrar mi hacer en el movimiento
social del hacer. Por el otro, está el poder capitalista, poder-sobre, poder instrumental,
que es un movimiento de separar, de dividir lo hecho y el hacer, de separar mi
hacer del movimiento social. Los dos movimientos son totalmente diferentes. La
lucha es fundamentalmente asimétrica.
IV
¿Cuál es el papel del Estado
en todo esto? El viejo concepto de revolución confunde al Estado con la
sociabilidad. Pero hoy no hay excusa para confundirlos. Por el contrario, el
Estado es parte de la fractura de la sociabilidad y el hacer. El Estado es una
forma falsa de sociabilidad que se basa en la separación previa de las personas
y la sociabilidad. En otras palabras, la separación de la política y la
economía, sobre la que está basada la existencia del Estado, consolida la
separación de las personas y el movimiento social del hacer por la apropiación
privada de lo hecho, construyendo entonces una nueva sociabilidad basada sobre
esa separación. No sólo eso, el Estado existe solamente como uno entre una
multiplicidad de estados. La falsa comunidad que representa cada Estado es al
mismo tiempo una separación brutal y violenta de la comunidad con el hacer de
conjunto, que sólo puede ser comprendido como un movimiento global del hacer.
Para ver la violencia del Estado como un proceso de la fractura del movimiento
global del hacer, comprender al Estado (a todos los estados) como un proceso
brutal de separación, sólo necesitamos ver qué sucede en las fronteras de éste
y de todos los demás estados.
Solía pensarse que tomar el
poder estatal era al menos un paso hacia la recuperación de la sociabilidad del
hacer. Ése no es el caso. El Estado en todo momento de su ser es un proceso de
separación, de fractura de la sociabilidad del hacer. La
transformación revolucionaria de la sociedad no puede pasar a través del
Estado. Para mantener el ímpetu de la revuelta, debemos
buscar en otra parte.
V
El capital se yergue como un
guardia ante el movimiento social del hacer. Se para allí y nos impide el
acceso a la inmensa riqueza (material y espiritual) del hacer humano. Impide el
camino a nuestra dignidad, nuestra humanidad, nuestra existencia como especie.
¿Cómo podemos burlarlo, hacer un rodeo, tratarlo como una figura cómica y
despreciable, ridiculizarlo? No queremos reemplazar un guardián por otro, ya
sea que lo llamemos el Estado o el partido. Queremos acceso directo a la
sociabilidad del hacer, construir una sociabilidad que no tiene guardianes. Eso
es lo que significa la revolución. La revolución no se trata de tomar el poder
sino de ganar acceso directo a la sociabilidad del hacer. De eso depende la
supervivencia de revueltas como el argentinazo de diciembre.
Lo que he hecho es una
pregunta; no una respuesta. No sé cuál es la respuesta, y en todo caso la
revolución sólo puede ser una pregunta, no una respuesta; una continuación de
la revuelta, no su pacificación. Sin embargo, hay algunos puntos que siguen de
esta manera de poner la pregunta.
Primero, la revolución sólo
puede fluir de la revuelta, sólo puede ser comprendida como la continuación de
la revuelta. El mismo proceso de la revuelta siempre genera nuevas formas de
sociabilidad, nuevas formas de reunir el hacer de la gente. Un ejemplo
apasionante (entre muchos) es el de las asambleas barriales en la Argentina en
estos momentos.
Sin embargo, para que la
revuelta sobreviva necesitamos algo más que nuevas formas de deliberación. Debe
haber también nuevas formas de reunir nuestro hacer material, formas colectivas
de supervivencia que significan que no tenemos que ir y vender nuestra fuerza
de trabajo al capital. El sistema del trueque que está floreciendo actualmente
en la Argentina, el intercambio de diversas formas de trabajo, es obviamente
una forma rudimentaria pero importante de desarrollar una sociabilidad que no
pasa a través de las puertas del capital.
Pero está claro que esto no
es suficiente. No queremos vivir en pobreza. El objetivo de la revolución es
relacionar directamente la riqueza del movimiento social del hacer, no
separarnos de él. Quizás esto sea lo más difícil. Desarrollamos proyectos
comunitarios o formas alternativas de producción o actividad y los pensamos
como espacios que debemos proteger; a menudo tales proyectos se vuelven
internistas. Quizás deberíamos pensar tales proyectos no como un espacio sino
como un tiempo y poner toda nuestra energía en proyectarlos hacia fuera. El desafío
real es cómo desarrollamos materialmente tales proyectos, cómo los relacionamos
con la riqueza del hacer social sin pasar a través del capital. Por ejemplo,
está claro que la fuerza y el impacto del movimiento zapatista dependen del
hecho de que, desde el comienzo, se ha rehusado a limitarse a ser un movimiento
indigenista identitario, sino que se ha proyectado en un mundo de lucha para
construir alternativas al capitalismo. Lo que no ha logrado hacer es hallar una
forma de relacionarse directamente con la riqueza material del hacer social de
manera tal que alterara las condiciones de vida del pueblo. ¿Hay alguna forma
de hacerlo sin confrontar directamente con la propiedad privada y la violencia
que la protege? Tiene que haberla.
Solía decirse que la transición
del capitalismo al comunismo, a diferencia de la transición del feudalismo al
capitalismo, no podría ser a través de los intersticios; que no había forma en
la que el comunismo pudiera crecer dentro de la estructura del capitalismo.
Esta idea da los fundamentos al concepto de la revolución como un Gran Evento,
y por supuesto a la idea del partido revolucionario como el Dirigente del Gran
Evento. Esto ignora el hecho de que la revolución es inconcebible a menos que
lo que aún no existe ya existe, y existe, en forma antagónica y contradictoria,
en la sociabilidad alternativa que está tan profundamente enraizada en nuestras
vidas cotidianas, en el amor, en la amistad, en la solidaridad, en un millón de
formas de hacer cooperativo, en todo lo que hemos aprendido de los zapatistas a
llamar Dignidad. La elaboración de estas formas embrionarias de sociabilidad
directa es el proceso de la revolución. Entonces, la revolución es un proceso;
pero esto no significa que es gradual en el sentido tradicional, porque parte
del proceso es la ruptura con la homogenización capitalista del tiempo y en
verdad con todas las linealidades del capitalismo.
La revolución es integrar
nuestro hacer en el movimiento social del hacer, establecer accesos directos a
la riqueza del hacer social. Esta es una cuestión de acceso al alimento, a la
educación, a las computadoras, a Internet. Pero es infinitamente más que eso.
Es más que eso simplemente porque el hecho de que la sociabilidad del hacer
está rota significa que cada aspecto de nuestra existencia está roto. La lucha
para ganar acceso a la sociabilidad es al mismo tiempo una lucha para
constituirnos, para constituir nuestra existencia como especie, nuestra vida
genérica. La lucha para crear una nueva sociabilidad es necesariamente
antifetichista y esto significa ir todo el tiempo contra y más allá de las
formas establecidas de organización y de pensamiento. La
revuelta no es sólo contra un enemigo externo, sino contra nosotros mismos. Esto
significa saltar a otra dimensión en nuestro pensamiento y en nuestras
acciones, rompiendo con las categorías del capitalismo, rompiendo la
homogeneidad del tiempo (tirando los relojes, como dijo Benjamin) rompiendo la
separación entre la existencia y la constitución que el capital sostiene, rompiendo
todas las barreras que podemos imaginar, en una lucha que es siempre
antidefinicional, siempre antiidentítaria. En esta lucha no podemos quedarnos
quietos, pues el guardián responde todo el tiempo para reparar la cerca,
integrar nuestras luchas en formas capitalistas. Para nosotros no puede haber
fórmulas ni recetas, pues la lucha es necesariamente experimento constante,
invención constante, un constante moverse más allá de los horizontes del
pensamiento capitalista. En esto, tanto el movimiento zapatista como el
movimiento antiglobalización han tenido notables éxitos en los últimos años.
Lo que nos da esperanza en
todo esto no es que la historia esté de nuestro lado. No lo está. La historia
parece estar llevándonos rápidamente a la aniquilación de la humanidad, y no
hay certeza en absoluto de que venceremos. Lo que nos da esperanza es el saber
de que somos los únicos dioses, que somos los únicos creadores. El capital
depende de nosotros para su existencia, depende absolutamente de la apropiación
y la explotación de nuestro poder-hacer. Muy a menudo, el pensamiento de
izquierda permite al capital poner el programa y se restringe a criticar los
males del capitalismo. Esto es un error, pues le concede innecesariamente el
poder al capital. No debemos permitirle al capital poner el programa, pues
somos la única fuerza creativa. El capital, pobre tonto, corre tras de nosotros
diciendo «esto es mío, esto es mío» cada vez que creamos algo nuevo. Pensemos
en Napster, para tomar un ejemplo obvio. Pensemos, más bien, cómo nos
adelantamos, cómo nos quitamos de encima esta horrible relación que todavía
estropea nuestro hacer. Pensemos cómo construimos sobre las luchas en la
Argentina, no demostrando solidaridad con el pueblo de un lejano país, sino de
modo que nosotros también podamos decir: «¡Que se vayan todos! (en el original,
en castellano). ¡Sal de mi camino, capital!».
John Holloway
(Este artículo fue
publicado en la revista argentina Herramienta
el 29 de agosto de 2002 [http:// www.herramienta.com.ar]. Traducción castellana de
Francisco T. Sobrino.)
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