El
ascendente ciclo de movilizaciones sociales experimentado en los últimos años
ha insuflado nuevos aires al debate en torno a la posible articulación de
formas alternativas de subjetividad conflictiva. La rehabilitación de la idea
de un sujeto capaz de transformar las relaciones sociales ha devuelto
protagonismo, a su vez, a algunos temas clásicos de la teoría política moderna:
el de la lucha por el reconocimiento y, de manera más amplia, el problema del
poder y el del uso del poder como instrumento de cambio.
Frente a
las tradicionales concepciones reformistas y revolucionarias basadas
en la necesidad de crear partidos capaces de hacerse con los resortes del poder
estatal, es posible constatar una creciente influencia de posiciones de cuño
libertario más vinculadas a ideas como las de autonomía, autogestión y
horizontalidad y reacias, en consecuencia, a todo tipo de liderazgo político o
compromiso institucional. Es el caso de obras como las de T. Negri o J. Holloway,
estrechamente ligadas, entre otros, al movimientos de los desobedientes italianos,
al zapatismo en México o a los piqueteros y desocupados argentinos, e
inspiradas, precisamente, en las nociones de huida o éxodo del
poder.
Escocés de
origen, economista de profesión y menos conocido acaso que Negri, Holloway ha
sido un heterodoxo atizador del debate marxista de las últimas décadas. Durante
años integró la revista Capital and Class y junto a Sol Picciotto
publicó un célebre estudio sobre el carácter capitalista del estado durante la
década de los setenta. Este debate —surgido en el marco de la teoría «de la
derivación del estado con respecto al capital»— puede reputarse no sólo una
contribución de calidad a la discusión política radical actual sino también un
significativo intento de profundización de la ya clásica polémica entre R.
Miliband y N. Poulantzas.[1]
Actualmente,
Holloway es miembro de los Departamentos de Ciencia Política de las
Universidades de Puebla y Edimburgo. Colabora de manera habitual en revistas
relacionadas con el entorno zapatista, como Chiapas o la reciente Rebeldía,
y acaba de publicar Cambiar el mundo sin tomar el poder.[2]
La tesis
central del libro de Holloway es posiblemente la crítica del estatalismo
dominante en las estrategias de izquierda del siglo pasado. En su opinión, las
polémicas principales entre reformistas y revolucionarios giraron
en torno a cómo conquistar el poder estatal, sea por la vía parlamentaria, sea
por la vía extra-parlamentaria. Sin embargo, ni unos ni otros consiguieron
cambiar el mundo de forma radical. Según Holloway, la larga
lista de fracasos atribuibles tanto a la socialdemocracia tradicional como al
comunismo burocrático exigiría abandonar las explicaciones en términos de
«traición» o «degeneración» de un ideal supuestamente incuestionable. El
problema, en realidad, residiría en que ambas posturas exageran la posible
«autonomía relativa» del estado y de la política institucional como
herramientas de cambio social. Y es que pretender usar al estado para impulsar
un cambio radical en la sociedad comportaría —en la perspectiva de Holloway—
una ilusión que olvida que el estado mismo es una forma de relación social
incrustada en la totalidad de las relaciones sociales capitalistas. La
existencia misma del estado como una instancia separada de la sociedad
supondría que, sea cual sea el contenido de sus políticas, éstas participan en
el proceso capitalista que separa a las personas del control de sus propias
condiciones de producción y, en último término, de sus propias vidas. De ahí
que, contra las pretensiones reformistas y revolucionarias tradicionales,
toda política orientada al estado, lejos de conseguir cambios radicales,
conduzca a una progresiva e inevitable subordinación de la oposición a la
lógica del capitalismo.
Ahora
bien, que la revolución a través de la conquista del poder estatal se haya
revelado como una vía muerta, no quiere decir, aclara Holloway, que la idea de
revolución deba abandonarse.[3]
En realidad, la revolución sería una tarea más urgente que nunca, sólo que
debería concebirse, no ya como asalto o toma del poder, sino por
el contrario como disolución del poder. Para afinar esta consigna, Holloway
propone distinguir entre el poder-hacer y el poder-sobre.
La
definición de poder-hacer aparece claramente ligada a la noción de potentia
que, con claras resonancias spinozianas, utiliza también Negri. Cualquier
intento de modificar la realidad, razona Holloway, involucra actividad. El
hacer, a su vez, implica la capacidad de hacer, el poder-hacer. Desde estas
premisas, la noción de poder reviste connotaciones positivas, ya que se refiere
a una forma generalizable, socializable, de poder. La capacidad de hacer, en
efecto, es siempre social, siempre parte del flujo social del hacer. La capacidad
de hacer de unos es producto del hacer de otros y crea incluso las condiciones
para su ejercicio futuro por parte de terceros. En ese sentido, la idea de poder-hacer,
entendida como capacidad de hacer, ocupa en Holloway, sin perjuicio de
algún matiz que se introducirá más adelante, un lugar similar al que la noción
de autonomía tiene en otros autores de talante libertario, como Castoriadis. De
hecho, la noción de revolución sugerida por Holloway tiene que ver precisamente
con eso: con la creación y expansión de formas de sociabilidad alternativas, de
formas de sociabilidad caracterizadas, como reclaman los zapatistas, por un
mutuo reconocimiento de dignidad, de poder-hacer, de autonomía, en suma.
El
problema del capitalismo, desde estas premisas, es que instaura un sistema de
relaciones que transforma el poder-hacer de las personas en poder de
dominación, esto es, en poder-sobre otros, desgarrando así el flujo
social de la actividad humana. Los que ejercen el poder-sobre separan lo
hecho del hacer de otros y lo declaran suyo. La apropiación de lo hecho es al
mismo tiempo apropiación de los medios de hacer, y esto permite a los poderosos
controlar el hacer de los hacedores. De esa manera, el poder-hacer se
transforma, de flujo social, en poder individual, y de manifestación de potentia
generalizada, en expresión de potestas de unos pocos y de
impotencia, por el contrario, de la mayoría. Las relaciones entre las personas,
en definitiva, pasan a existir como relaciones entre cosas, y las personas
existen no como hacedores sino como portadores pasivos de las cosas.
Esa
descripción de la separación entre lo hecho y sus hacedores permite a Holloway
recuperar y reinterpretar los debates ya clásicos en torno a la alienación (el
joven Marx), el fetichismo (el viejo Marx), la reificación (Lukács), la
disciplina (Foucault) o la identificación (Adorno). Y le permite, a su vez,
plantear dos tesis de alta relevancia práctica. La primera es que el poder-hacer
y el poder-sobre son asimétricos, de manera que la lucha contra el
poder ejercido sobre los demás no puede realizarse valiéndose de las mismas
relaciones que éste propugna. La segunda es que todos participamos, en cierto
modo, en la ruptura de nuestro propio hacer, en la construcción de nuestra
propia subordinación, por lo que no hay fuerza externa que, simplemente desde
«afuera», pueda acabar con esa situación de dominación.
La tesis
de la asimetría entre poder-hacer y poder-sobre tiene como
corolario inmediato la descalificación del punto de vista que defiende la conquista
del poder estatal (instrumento por excelencia del poder-sobre) como paso
previo a la emancipación social. Es un error, insiste Holloway en una
interesante polémica con A. Borón,[4]
considerar al estado como «lugar del poder». En realidad, el estado sería más
bien un momento de la transformación del poder-hacer en poder-sobre. Un
momento, en otras palabras, de la fetichización de las relaciones sociales.[5] Por eso, pretender luchar por la
emancipación en el estado —y más aún en un contexto de creciente subordinación
estatal a los procesos hegemónicos de globalización— sería un contrasentido,
puesto que no es hacerlo en un espacio neutral sino en una forma ya dispuesta
de relaciones de tipo capitalista.
Reconocer,
como hacen Borón y otros críticos —no sólo de Holloway, sino también, en este
punto, de Negri— que los estados conservan un papel importante en el escenario
geo-estratégico y que siguen siendo «la forma predominante de organización de
los opresores», no sería un argumento para luchar a través del estado o por
preocuparse por quién lo «controla».[6] Por el contrario, ofrecería una razón
adicional para desarrollar formas de lucha alternativas. En otros términos: la
lucha contra el capitalismo —plantea Holloway— sólo puede ser concebida como
una lucha asimétrica. No se puede plantear la necesidad de adoptar primero
métodos capitalistas (luchar por el poder) para luego ir en sentido contrario
(disolver el poder). Por eso, las luchas del poder-hacer contra el poder-sobre
no deberían concebirse como contra-poderes (término que sugiere una
simetría entre poder y contra-poder), sino más bien como anti-poderes (término
que sugiere una asimetría total entre el poder y la lucha contra él).
Llegado a
este punto, Holloway se aleja incluso de posiciones como la de Negri, cuyos
conceptos de autonomía y contra-poder le parecen en exceso
«positivos, ontológicos y anti-dialécticos». Negri, en efecto, toma prestada
otra categoría de Spinoza, la de multitud, y la presenta como un
sujeto autónomo cuyo movimiento positivo comporta el motor de la historia. El
poder constitutivo de la multitud, entendida ésta en clave más bien
vitalista, bergsoniana, que en el sentido materialista que le diera por ejemplo
E. P. Thompson,[7] pasaría
a ocupar así el lugar otorgado al proletariado industrial en el marxismo
clásico. Según Holloway, este concepto del sujeto revolucionario como sujeto
puro y autónomo continuaría la tradición leninista bajo otros ropajes. Para
Lenin, argumenta Holloway, el sujeto puro era el Partido; para Negri ya no es
el Partido sino la multitud (esa multitud «pobre, inteligente, divertida
y móvil», que Negri personifica en los militantes de los nuevos movimientos
«anti-globalización» y en la figura histórica de Francisco de Asís).[8] De acuerdo con esta lectura, en el
capitalismo contemporáneo el conflicto social se plantearía como la lucha entre
dos colosos: la multitud, por un lado, y el imperio, por
otro. Ocurre que se trata, según Holloway, de una caracterización ingenua, en
la que la fuerza de ambos bandos está exagerada y las contradicciones de ambos
bandos descuidadas. Es más, el vínculo entre revolución y pureza del sujeto que
impregna las tesis de Negri sería uno de los signos autoritarios y puritanos de
gran parte de la práctica de la izquierda tradicional.[9]
Precisamente
en relación con este punto cobra importancia la segunda de las tesis de
Holloway antes aludida: la idea de que en el sistema capitalista todos, en
cierto modo, participamos en la construcción de nuestra propia subordinación,
de manera que no existe rincón incontaminado, fuerza o vanguardia externa que,
desde «afuera», pueda abolir sin más esa situación de dominación.
El poder-hacer,
sostiene Holloway, sólo existe de manera negativa, en tanto poder negado.
No cabe, por consiguiente, entender la potentia, el poder-hacer,
como una fuerza unilateralmente positiva e inocente, sino sólo como una lucha
permanente contra la dominación, pero penetrada, y no ajena, a la propia
dominación. De otro modo: la relación entre el poder-sobre y el poder-hacer
sería una relación interna, una relación de interpenetración mutua; por
tanto, no sólo la lucha contra el poder-sobre sería inevitablemente
contradictoria. También sería contradictorio el sujeto de esa lucha.[10]
El
problema de la posición de Negri, precisamente, radicaría en la negación de
esta relación dialéctica. Para rechazar la dialéctica, sostiene Holloway, Negri
se vale de una caricatura burda que poco tiene que ver con el enfoque
dialéctico desarrollado por Marx, Lúkacs, Bloch o Adorno. Sin embargo, la
dialéctica sería importante sencillamente porque es el intento de entender la
sociedad en términos del movimiento de la negatividad. El punto de partida de
la crítica, afirma Holloway, es la negación de aceptar los horrores del mundo
tal como existe. Pero ese grito, paradójicamente, es proferido por sujetos
atravesados, de un modo u otro, por el horror.
Los ecos
foucaultianos del análisis de Holloway son en este punto notorios. Presentar al
sujeto del cambio social como un actor incontaminado puede resultar atractivo
pero es una ficción. Las tesis de Negri, en ese sentido, rezumarían un excesivo
voluntarismo, y a pesar de basarse en una crítica a la ortodoxia comunista,
reproducirían en realidad muchos de los presupuestos de esa ortodoxia (en
relación con la dialéctica, el materialismo y el realismo, por ejemplo).
Así las
cosas, la profunda penetración del poder-sobre y de toda su microfísica
red de dominación en la vida de las personas haría difícil pensar en «masas
revolucionarias». En el pasado, sostiene Holloway, la intensidad de dicha
dominación condujo a muchos a concebir la solución en términos del liderazgo de
un partido de vanguardia, celosamente entrenado en la construcción de su pureza
como sujeto de transformación. Esta vía, basada en la ilusión de un sujeto
externo ajeno a las relaciones capitalistas, sólo trajo consigo el reemplazo de
una forma de poder-sobre por otra.
Ahora
bien, para evitar que el problema de la emancipación y de la dominación se
resuelva de manera ineluctable en el optimismo del «buen sujeto», de la «buena
multitud», o en el pesimismo de la «jaula de hierro» del poder, Holloway
recuerda, justamente, que si el poder-sobre, la dominación y la
alienación se entienden como procesos dialécticos y abiertos, y no como
momentos ontológicos, determinados de una vez y para siempre, su existencia
supone, al mismo tiempo, la existencia e irrupción permanente de formas de anti-poder-sobre,
de anti-dominación y de anti-alienación.
Así, el
capitalismo existe como explotación y negación del poder-hacer y de la
creatividad de la humanidad, es decir, de lo que los zapatistas llaman
«dignidad». Pero la dignidad —una noción a menudo desdeñada por cierta
tradición «materialista» de izquierdas y central en el discurso de Holloway—[11] existe a su vez como lucha contra su
propia negación. La dignidad, la libertad, la creación y la expansión de
espacios de autonomía individual y colectiva existirían, en esta perspectiva,
no con independencia de los antagonismos sociales, como sugieren las teorías
liberales al uso, sino por el contrario, de la única manera en la que pueden
existir en una sociedad caracterizada por relaciones de dominación: como lucha
contra toda forma de dominación. Ahora bien, «cuando negamos —agrega Holloway—
quedamos siempre con las botas atoradas en el lodo de lo que negamos. Ir más
allá es una lucha prolongada para liberar nuestras botas».
Se trata,
como puede verse, de un punto de vista sugerente y provocador, del que aquí
apenas pueden presentarse sus líneas principales.[12] Inscrito en la mejor
tradición libertaria y anti-autoritaria, no sólo recupera las críticas
radicales a la naturaleza fetichizante y alienante del actual capitalismo
global, sino que pone en entredicho algunos de los mitos operativos más
arraigados en la izquierda estatista tradicional.
Como se
apuntaba al comienzo, el núcleo de las tesis sostenidas por Holloway se sitúa a
tono con algunas de las consignas desplegadas, en los últimos años, en las
calles de Seattle, Praga, Barcelona, Porto Alegre, Buenos Aires, Genova o
Florencia. Más aun, ante la abrumadora experiencia del abuso de poder estatal y
no-estatal, político, económico, militar y cultural, en que se ha prodigado el
siglo veinte, la noción de anti-poder como lema para la construcción de
nuevas formas de sociabilidad, genuinamente alternativas, destila una fuerte
carga emotiva favorable. Sin embargo, no basta para suprimir interrogantes
centrales que el punto de vista basado en la «huida del poder» ha suscitado
históricamente en el debate político de la izquierda.
Plantear
sin más la evacuación del poder estatal y despreocuparse de quién lo «controla»
significa barrer de un plumazo, en un ejercicio acaso apresurado de idealismo,
una realidad histórica que, al menos por ahora, resulta ser mucho más compleja
de lo que plantean los defensores de esa tesis.
Así por
ejemplo, no es difícil corroborar que las luchas por la disolución del poder de
dominación sobre otros que propone Holloway rara vez son consentidas de manera
graciosa por los propios dominadores, los cuales, por el contrario, no
escatiman a la hora de desplegar toda el peso de su potestas para
impedirlo. Si esto es así, incluso las manifestaciones de anti-poder necesitan,
para sobrevivir, organizar su poder-hacer alternativo, o si se prefiere,
articularlo como contra-poder. El intenso debate y las propias
transformaciones en el interior del movimiento «anti-globalización» son una
prueba de ello: convertirse en algo más que una «nube de mosquitos» o un
«gigante invertebrado y miope» trae consigo la inevitable necesidad de
coordinar esfuerzos, de estructurarse, con todo el peligro de burocratización,
asfixia de la diversidad y obstaculización de la marcha dialéctica que ello
puede comportar.
De modo
similar, no parece que puedan subestimarse las consecuencias prácticas de
mantenerse indiferente frente a las distintas fuerzas políticas que, aún bajo
la lógica del capitalismo, se disputan la gestión de sus instituciones. Así, y
con los límites que se quiera, es dudoso que las condiciones para organizar y
expandir el poder-hacer y la autonomía de los menos autónomos, por
ejemplo de los inmigrantes, sean las mismas en un ayuntamiento gobernado por la
extrema derecha que en uno gobernado por fuerzas de izquierda, A menos que se
suscriba la tesis de que «cuanto peor mejor», tampoco parece que sean iguales
las condiciones para discutir una reforma agraria en Brasil bajo el gobierno
del Partido de los Trabajadores que bajo un gobierno de generales. O que para
luchar por las libertades civiles resulte «indiferente» que el aparato estatal
esté en manos de personajes como Bush, Berlusconi o Putin.
Por otro
lado, los propios movimientos sociales a los que Holloway apela para respaldar
sus puntos de vista desarrollan, en su actividad cotidiana, estrategias
complejas de relación con las instituciones, que exceden la simple negación:
presionan, negocian, se retiran, se benefician de políticas y medidas
puntuales, se movilizan o demandan cobertura legislativa para sus actuaciones.
Que a
menudo deban actuar «contra» el estado e incluso «más allá» del estado, no
quiere decir que no puedan, con sus luchas, arrancar concesiones del propio
estado, contribuyendo de ese modo a volverlo, paradójicamente, «menos estado»,
esto es, a desburocratizarlo y desmercantilizarlo.
El
indudable atractivo de las tesis de Holloway (como ocurre también en autores
como el propio Castoriadis) se paga en este punto con una cierta simplificación,
y por tanto, una cierta insuficiencia a la hora de analizar las posibles
garantías y mediaciones institucionales que las luchas por la autonomía pueden
llegar a exigir. Esas garantías no tienen por qué contribuir de manera
ineluctable a fortalecer el aparato represivo y de dominio del propio estado.
Una conclusión así, de hecho, comportaría perder de vista que, bajo presión
social y en ciertos contextos, también el estado, o al menos algunos de sus
órganos puntuales (jueces, legisladores, concejales) pueden actuar como
instrumentos de anti-poder, o si se prefiere, como contra-poderes
frente a otros poderes privados y públicos que, en su ausencia, camparían a
sus anchas y con absoluta impunidad.
Por eso, aunque la
crítica de Holloway a la burocratización y a la «estatización» de las
organizaciones tradicionales de izquierda, comenzando por los sindicatos y los
partidos, resulta inapelable, se echa en falta en sus tesis (como
sucede, por otra parte, con algunas apelaciones negrianas al «poder
constitutivo de la multitud») un pronunciamiento más claro acerca de cuestiones
espinosas como la de las vías de organización idóneas para hacer frente a las
innumerables formas de violencia ejercidas por el poder que el sistema
capitalista genera o la de la inevitable dimensión representativa, y con ello
institucional, de toda organización social compleja, incluso de aquellas
surgidas para ampliar la autonomía individual y colectiva de todas las
personas.[13]
Ciertamente,
como el propio Holloway sugiere, la anti-política, o si se quiere, la política
del anti-poder, es necesariamente experimental e incierta, y no puede
articularse a partir de una receta redactada de antemano. Por eso, en efecto,
es necesario, como dicen los zapatistas, «preguntar caminando». Lo que ocurre
es que a la pregunta de si basta con «desertar del poder»
para construir una sociedad de mujeres y hombres libres, sólo le cabe una amable
pero escéptica respuesta. Aunque la interpelación radical de todo poder de
dominación ejercido sobre los demás constituya, ciertamente, un requisito
imprescindible para que una sociedad así pueda pensarse.
Gerardo Pisarello
(Publicado en Mientras Tanto, 85, invierno,
2002.)
[1] Sobre estos temas, existe en
castellano una representativa compilación de trabajos de Holloway en Marxismo,
Estado y capital. La crisis como expresión del trabajo. Tierra del Fuego,
Buenos Aires, 1994.
[3] Frente a la «Revolución» con
mayúsculas o a la simple rebeldía, Holloway mantiene la vigencia de la idea de
«revolución», con minúsculas. En polémica con el propio Marcos —que en más de
una ocasión ha situado al zapatismo más cerca de la figura del rebelde social
que del revolucionario clásico— Holloway sostiene: «No es cuestión de la
Revolución, pero tampoco es cuestión simplemente de la rebeldía: es cuestión de
la revolución (con Y minúscula). La Revolución (con "R" mayúscula)
entendida como la introducción del cambio desde arriba, no funciona. La
rebeldía es la lucha por la dignidad y existirá mientras se niegue la dignidad.
Pero no es suficiente. Nos rebelamos porque somos humanos. Pero no queremos
simplemente luchar contra la negación de la dignidad, queremos crear una
sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad», vid. «¿Es la lucha
zapatista una lucha anticapitalista?», en Rebeldía, n. 1, México,
2002.
[4] Vid. A. Borón, «La selva y
la polis. Interrogantes en tomo a la teoría política del zapatismo» y J.
Holloway, «La lucha de clases es asimétrica», en Chiapas, n. 12,
México, 2001.
[5] Sostener que los estados no
son los centros de poder que parecen, afirma Holloway, sería simplemente tomar
a Marx como punto de referencia en lugar de Gramsci o Lenin.
[6] En entrevistas recientes, por ejemplo, Holloway ha declarado su
satisfacción por la elección de Lula en Brasil, aunque considera que sus guiños
a los «poderes fácticos» son una prueba del carácter insuperable de la lógica
capitalista que condiciona toda estrategia política estatal. Sería interesante,
sin embargo, conocer la opinión de Holloway acerca de experiencias como los
presupuestos participativos, que revelan las posibilidades (y límites) de un
estado gestionado por fuerzas de izquierda capaz de convertirse, al menos
parcialmente, en un «no-estado», esto es, de conservar su dimensión
institucional-administrativa renunciando a su poder burocrático o, si se
prefiere, a parte de su «poder-sobre» los ciudadanos.
[7] Vid. por ejemplo, «La
economía "moral" de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII», en Costumbres en común,
Crítica, Barcelona, 1995.
[9] Según Holloway,
esos signos autoritarios pueden rastrearse ya en el leninismo, que con su
distinción entre los «comienzos» y el «desarrollo» de la revolución, anticipa
en realidad el termidor estalinista. Vid., «Por un enfoque negativo,
dialéctico, anti-ontológico», en Contrapoder. Una introducción. Ediciones
de Mano en Mano, Buenos Aires, 2001.
[10] «En una sociedad podrida
—afirma Holloway— todos estamos podridos: es precisamente por eso que estamos
luchando por otra sociedad. Luchar contra la sociedad podrida es luchar contra
nosotros mismos. No hay sujeto inocente aquí, no hay espacio para el
puritanismo ni para el autoritarismo», vid. «Por un enfoque negativo,
dialéctico...», op. cit.
[11] Vid., por ejemplo, «La
resonancia del zapatismo», en Chiapas, México, 1996; y «¿Es la
lucha zapatista una lucha anticapitalista?», op. cit.
[12] Además de los textos ya
citados, puede seguirse parte del debate en torno a las ideas de Holloway en www.rebelion.org.
[13] El capital, comenta
irónicamente Holloway, es una «araña inteligente» que sugiere a sus
antagonistas: «si (ustedes) se oponen a nosotros, organicen un partido para
ganar el control del estado por la elección. Si no pueden hacer esto, organicen
un ejército para vencernos y ganar el control del estado vía. Si esto es
demasiado extremo para ustedes, pueden organizar una ONG y ayudarnos en e!
proceso de formación de políticas», («La lucha de clases es asimétrica», op.
cit.). El apunte es incisivo, pero ¿cómo evitar que la concurrencia
espontánea de subjetividades conflictivas no derive, con el tiempo, en vías
muertas de particularismo e impotencia? ¿Debe acaso abandonarse la tarea de
reinvención del «partido de oposición», del «partido-movimiento social»
(Boaventura Sousa) o si se prefiere, de una «confederación de movimientos»
(Peter Leonard) con vocación política y no meramente sectorial?
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