jueves, 12 de julio de 2012

¿HUIR DEL PODER? A PROPÓSITO DE JOHN HOLLOWAY






El ascendente ciclo de movilizaciones sociales experimentado en los últimos años ha insuflado nuevos aires al debate en torno a la posible articulación de formas alternativas de subjetividad conflictiva. La rehabilitación de la idea de un sujeto capaz de transformar las relaciones sociales ha devuelto protagonismo, a su vez, a algunos temas clásicos de la teoría política moderna: el de la lucha por el reconocimiento y, de manera más amplia, el problema del poder y el del uso del poder como instrumento de cambio.

Frente a las tradicionales concepciones reformistas y revolucionarias basadas en la necesidad de crear partidos capaces de hacerse con los resortes del poder estatal, es posible constatar una creciente influencia de posiciones de cuño libertario más vinculadas a ideas como las de autonomía, autogestión y horizontalidad y reacias, en consecuencia, a todo tipo de liderazgo político o compromiso institucional. Es el caso de obras como las de T. Negri o J. Holloway, estrechamente ligadas, entre otros, al movimientos de los desobedientes italianos, al zapatismo en México o a los piqueteros y desocupados argentinos, e inspiradas, precisamente, en las nociones de huida o éxodo del poder.


Escocés de origen, economista de profesión y menos conocido acaso que Negri, Holloway ha sido un heterodoxo atizador del debate marxista de las últimas décadas. Durante años integró la revista Capital and Class y junto a Sol Picciotto publicó un célebre estudio sobre el carácter capitalista del estado durante la década de los setenta. Este debate —surgido en el marco de la teoría «de la derivación del estado con respecto al capital»— puede reputarse no sólo una contribución de calidad a la discusión política radical actual sino también un significativo intento de profundización de la ya clásica polémica entre R. Miliband y N. Poulantzas.[1]

Actualmente, Holloway es miembro de los Departamentos de Ciencia Política de las Universidades de Puebla y Edimburgo. Colabora de manera habitual en revistas relacionadas con el entorno zapatista, como Chiapas o la reciente Rebeldía, y acaba de publicar Cambiar el mundo sin tomar el poder.[2]

La tesis central del libro de Holloway es posiblemente la crítica del estatalismo dominante en las estrategias de izquierda del siglo pasado. En su opinión, las polémicas principales entre reformistas y revolucionarios giraron en torno a cómo conquistar el poder estatal, sea por la vía parlamentaria, sea por la vía extra-parlamentaria. Sin embargo, ni unos ni otros consiguieron cambiar el mundo de forma radical. Según Holloway, la larga lista de fracasos atribuibles tanto a la socialdemocracia tradicional como al comunismo burocrático exigiría abandonar las explicaciones en términos de «traición» o «degeneración» de un ideal supuestamente incuestionable. El problema, en realidad, residiría en que ambas posturas exageran la posible «autonomía relativa» del estado y de la política institucional como herramientas de cambio social. Y es que pretender usar al estado para impulsar un cambio radical en la sociedad comportaría —en la perspectiva de Holloway— una ilusión que olvida que el estado mismo es una forma de relación social incrustada en la totalidad de las relaciones sociales capitalistas. La existencia misma del estado como una instancia separada de la sociedad supondría que, sea cual sea el contenido de sus políticas, éstas participan en el proceso capitalista que separa a las personas del control de sus propias condiciones de producción y, en último término, de sus propias vidas. De ahí que, contra las pretensiones reformistas y revolucionarias tradicionales, toda política orientada al estado, lejos de conseguir cambios radicales, conduzca a una progresiva e inevitable subordinación de la oposición a la lógica del capitalismo.


Ahora bien, que la revolución a través de la conquista del poder estatal se haya revelado como una vía muerta, no quiere decir, aclara Holloway, que la idea de revolución deba abandonarse.[3] En realidad, la revolución sería una tarea más urgente que nunca, sólo que debería concebirse, no ya como asalto o toma del poder, sino por el contrario como disolución del poder. Para afinar esta consigna, Holloway propone distinguir entre el poder-hacer y el poder-sobre.

La definición de poder-hacer aparece claramente ligada a la noción de potentia que, con claras resonancias spinozianas, utiliza también Negri. Cualquier intento de modificar la realidad, razona Holloway, involucra actividad. El hacer, a su vez, implica la capacidad de hacer, el poder-hacer. Desde estas premisas, la noción de poder reviste connotaciones positivas, ya que se refiere a una forma generalizable, socializable, de poder. La capacidad de hacer, en efecto, es siempre social, siempre parte del flujo social del hacer. La capacidad de hacer de unos es producto del hacer de otros y crea incluso las condiciones para su ejercicio futuro por parte de terceros. En ese sentido, la idea de poder-hacer, entendida como capacidad de hacer, ocupa en Holloway, sin perjuicio de algún matiz que se introducirá más adelante, un lugar similar al que la noción de autonomía tiene en otros autores de talante libertario, como Castoriadis. De hecho, la noción de revolución sugerida por Holloway tiene que ver precisamente con eso: con la creación y expansión de formas de sociabilidad alternativas, de formas de sociabilidad caracterizadas, como reclaman los zapatistas, por un mutuo reconocimiento de dignidad, de poder-hacer, de autonomía, en suma.

El problema del capitalismo, desde estas premisas, es que instaura un sistema de relaciones que transforma el poder-hacer de las personas en poder de dominación, esto es, en poder-sobre otros, desgarrando así el flujo social de la actividad humana. Los que ejercen el poder-sobre separan lo hecho del hacer de otros y lo declaran suyo. La apropiación de lo hecho es al mismo tiempo apropiación de los medios de hacer, y esto permite a los poderosos controlar el hacer de los hacedores. De esa manera, el poder-hacer se transforma, de flujo social, en poder individual, y de manifestación de potentia generalizada, en expresión de potestas de unos pocos y de impotencia, por el contrario, de la mayoría. Las relaciones entre las personas, en definitiva, pasan a existir como relaciones entre cosas, y las personas existen no como hacedores sino como portadores pasivos de las cosas.

Esa descripción de la separación entre lo hecho y sus hacedores permite a Holloway recuperar y reinterpretar los debates ya clásicos en torno a la alienación (el joven Marx), el fetichismo (el viejo Marx), la reificación (Lukács), la disciplina (Foucault) o la identificación (Adorno). Y le permite, a su vez, plantear dos tesis de alta relevancia práctica. La primera es que el poder-hacer y el poder-sobre son asimétricos, de manera que la lucha contra el poder ejercido sobre los demás no puede realizarse valiéndose de las mismas relaciones que éste propugna. La segunda es que todos participamos, en cierto modo, en la ruptura de nuestro propio hacer, en la construcción de nuestra propia subordinación, por lo que no hay fuerza externa que, simplemente desde «afuera», pueda acabar con esa situación de dominación.

La tesis de la asimetría entre poder-hacer y poder-sobre tiene como corolario inmediato la descalificación del punto de vista que defiende la conquista del poder estatal (instrumento por excelencia del poder-sobre) como paso previo a la emancipación social. Es un error, insiste Holloway en una interesante polémica con A. Borón,[4] considerar al estado como «lugar del poder». En realidad, el estado sería más bien un momento de la transformación del poder-hacer en poder-sobre. Un momento, en otras palabras, de la fetichización de las relaciones sociales.[5] Por eso, pretender luchar por la emancipación en el estado —y más aún en un contexto de creciente subordinación estatal a los procesos hegemónicos de globalización— sería un contrasentido, puesto que no es hacerlo en un espacio neutral sino en una forma ya dispuesta de relaciones de tipo capitalista.

Reconocer, como hacen Borón y otros críticos —no sólo de Holloway, sino también, en este punto, de Negri— que los estados conservan un papel importante en el escenario geo-estratégico y que siguen siendo «la forma predominante de organización de los opresores», no sería un argumento para luchar a través del estado o por preocuparse por quién lo «controla».[6] Por el contrario, ofrecería una razón adicional para desarrollar formas de lucha alternativas. En otros términos: la lucha contra el capitalismo —plantea Holloway— sólo puede ser concebida como una lucha asimétrica. No se puede plantear la necesidad de adoptar primero métodos capitalistas (luchar por el poder) para luego ir en sentido contrario (disolver el poder). Por eso, las luchas del poder-hacer contra el poder-sobre no deberían concebirse como contra-poderes (término que sugiere una simetría entre poder y contra-poder), sino más bien como anti-poderes (término que sugiere una asimetría total entre el poder y la lucha contra él).

Llegado a este punto, Holloway se aleja incluso de posiciones como la de Negri, cuyos conceptos de autonomía y contra-poder le parecen en exceso «positivos, ontológicos y anti-dialécticos». Negri, en efecto, toma prestada otra categoría de Spinoza, la de multitud, y la presenta como un sujeto autónomo cuyo movimiento positivo comporta el motor de la historia. El poder constitutivo de la multitud, entendida ésta en clave más bien vitalista, bergsoniana, que en el sentido materialista que le diera por ejemplo E. P. Thompson,[7]  pasaría a ocupar así el lugar otorgado al proletariado industrial en el marxismo clásico. Según Holloway, este concepto del sujeto revolucionario como sujeto puro y autónomo continuaría la tradición leninista bajo otros ropajes. Para Lenin, argumenta Holloway, el sujeto puro era el Partido; para Negri ya no es el Partido sino la multitud (esa multitud «pobre, inteligente, divertida y móvil», que Negri personifica en los militantes de los nuevos movimientos «anti-globalización» y en la figura histórica de Francisco de Asís).[8] De acuerdo con esta lectura, en el capitalismo contemporáneo el conflicto social se plantearía como la lucha entre dos colosos: la multitud, por un lado, y el imperio, por otro. Ocurre que se trata, según Holloway, de una caracterización ingenua, en la que la fuerza de ambos bandos está exagerada y las contradicciones de ambos bandos descuidadas. Es más, el vínculo entre revolución y pureza del sujeto que impregna las tesis de Negri sería uno de los signos autoritarios y puritanos de gran parte de la práctica de la izquierda tradicional.[9]

Precisamente en relación con este punto cobra importancia la segunda de las tesis de Holloway antes aludida: la idea de que en el sistema capitalista todos, en cierto modo, participamos en la construcción de nuestra propia subordinación, de manera que no existe rincón incontaminado, fuerza o vanguardia externa que, desde «afuera», pueda abolir sin más esa situación de dominación.

El poder-hacer, sostiene Holloway, sólo existe de manera negativa, en tanto poder negado. No cabe, por consiguiente, entender la potentia, el poder-hacer, como una fuerza unilateralmente positiva e inocente, sino sólo como una lucha permanente contra la dominación, pero penetrada, y no ajena, a la propia dominación. De otro modo: la relación entre el poder-sobre y el poder-hacer sería una relación interna, una relación de interpenetración mutua; por tanto, no sólo la lucha contra el poder-sobre sería inevitablemente contradictoria. También sería contradictorio el sujeto de esa lucha.[10]

El problema de la posición de Negri, precisamente, radicaría en la negación de esta relación dialéctica. Para rechazar la dialéctica, sostiene Holloway, Negri se vale de una caricatura burda que poco tiene que ver con el enfoque dialéctico desarrollado por Marx, Lúkacs, Bloch o Adorno. Sin embargo, la dialéctica sería importante sencillamente porque es el intento de entender la sociedad en términos del movimiento de la negatividad. El punto de partida de la crítica, afirma Holloway, es la negación de aceptar los horrores del mundo tal como existe. Pero ese grito, paradójicamente, es proferido por sujetos atravesados, de un modo u otro, por el horror.

Los ecos foucaultianos del análisis de Holloway son en este punto notorios. Presentar al sujeto del cambio social como un actor incontaminado puede resultar atractivo pero es una ficción. Las tesis de Negri, en ese sentido, rezumarían un excesivo voluntarismo, y a pesar de basarse en una crítica a la ortodoxia comunista, reproducirían en realidad muchos de los presupuestos de esa ortodoxia (en relación con la dialéctica, el materialismo y el realismo, por ejemplo).

Así las cosas, la profunda penetración del poder-sobre y de toda su microfísica red de dominación en la vida de las personas haría difícil pensar en «masas revolucionarias». En el pasado, sostiene Holloway, la intensidad de dicha dominación condujo a muchos a concebir la solución en términos del liderazgo de un partido de vanguardia, celosamente entrenado en la construcción de su pureza como sujeto de transformación. Esta vía, basada en la ilusión de un sujeto externo ajeno a las relaciones capitalistas, sólo trajo consigo el reemplazo de una forma de poder-sobre por otra.

Ahora bien, para evitar que el problema de la emancipación y de la dominación se resuelva de manera ineluctable en el optimismo del «buen sujeto», de la «buena multitud», o en el pesimismo de la «jaula de hierro» del poder, Holloway recuerda, justamente, que si el poder-sobre, la dominación y la alienación se entienden como procesos dialécticos y abiertos, y no como momentos ontológicos, determinados de una vez y para siempre, su existencia supone, al mismo tiempo, la existencia e irrupción permanente de formas de anti-poder-sobre, de anti-dominación y de anti-alienación.

Así, el capitalismo existe como explotación y negación del poder-hacer y de la creatividad de la humanidad, es decir, de lo que los zapatistas llaman «dignidad». Pero la dignidad —una noción a menudo desdeñada por cierta tradición «materialista» de izquierdas y central en el discurso de Holloway—[11] existe a su vez como lucha contra su propia negación. La dignidad, la libertad, la creación y la expansión de espacios de autonomía individual y colectiva existirían, en esta perspectiva, no con independencia de los antagonismos sociales, como sugieren las teorías liberales al uso, sino por el contrario, de la única manera en la que pueden existir en una sociedad caracterizada por relaciones de dominación: como lucha contra toda forma de dominación. Ahora bien, «cuando negamos —agrega Holloway— quedamos siempre con las botas atoradas en el lodo de lo que negamos. Ir más allá es una lucha prolongada para liberar nuestras botas».

Se trata, como puede verse, de un punto de vista sugerente y provocador, del que aquí apenas pueden presentarse sus líneas principales.[12] Inscrito en la mejor tradición libertaria y anti-autoritaria, no sólo recupera las críticas radicales a la naturaleza fetichizante y alienante del actual capitalismo global, sino que pone en entredicho algunos de los mitos operativos más arraigados en la izquierda estatista tradicional.

Como se apuntaba al comienzo, el núcleo de las tesis sostenidas por Holloway se sitúa a tono con algunas de las consignas desplegadas, en los últimos años, en las calles de Seattle, Praga, Barcelona, Porto Alegre, Buenos Aires, Genova o Florencia. Más aun, ante la abrumadora experiencia del abuso de poder estatal y no-estatal, político, económico, militar y cultural, en que se ha prodigado el siglo veinte, la noción de anti-poder como lema para la construcción de nuevas formas de sociabilidad, genuinamente alternativas, destila una fuerte carga emotiva favorable. Sin embargo, no basta para suprimir interrogantes centrales que el punto de vista basado en la «huida del poder» ha suscitado históricamente en el debate político de la izquierda.

Plantear sin más la evacuación del poder estatal y despreocuparse de quién lo «controla» significa barrer de un plumazo, en un ejercicio acaso apresurado de idealismo, una realidad histórica que, al menos por ahora, resulta ser mucho más compleja de lo que plantean los defensores de esa tesis.

Así por ejemplo, no es difícil corroborar que las luchas por la disolución del poder de dominación sobre otros que propone Holloway rara vez son consentidas de manera graciosa por los propios dominadores, los cuales, por el contrario, no escatiman a la hora de desplegar toda el peso de su potestas para impedirlo. Si esto es así, incluso las manifestaciones de anti-poder necesitan, para sobrevivir, organizar su poder-hacer alternativo, o si se prefiere, articularlo como contra-poder. El intenso debate y las propias transformaciones en el interior del movimiento «anti-globalización» son una prueba de ello: convertirse en algo más que una «nube de mosquitos» o un «gigante invertebrado y miope» trae consigo la inevitable necesidad de coordinar esfuerzos, de estructurarse, con todo el peligro de burocratización, asfixia de la diversidad y obstaculización de la marcha dialéctica que ello puede comportar.

De modo similar, no parece que puedan subestimarse las consecuencias prácticas de mantenerse indiferente frente a las distintas fuerzas políticas que, aún bajo la lógica del capitalismo, se disputan la gestión de sus instituciones. Así, y con los límites que se quiera, es dudoso que las condiciones para organizar y expandir el poder-hacer y la autonomía de los menos autónomos, por ejemplo de los inmigrantes, sean las mismas en un ayuntamiento gobernado por la extrema derecha que en uno gobernado por fuerzas de izquierda, A menos que se suscriba la tesis de que «cuanto peor mejor», tampoco parece que sean iguales las condiciones para discutir una reforma agraria en Brasil bajo el gobierno del Partido de los Trabajadores que bajo un gobierno de generales. O que para luchar por las libertades civiles resulte «indiferente» que el aparato estatal esté en manos de personajes como Bush, Berlusconi o Putin.

Por otro lado, los propios movimientos sociales a los que Holloway apela para respaldar sus puntos de vista desarrollan, en su actividad cotidiana, estrategias complejas de relación con las instituciones, que exceden la simple negación: presionan, negocian, se retiran, se benefician de políticas y medidas puntuales, se movilizan o demandan cobertura legislativa para sus actuaciones.

Que a menudo deban actuar «contra» el estado e incluso «más allá» del estado, no quiere decir que no puedan, con sus luchas, arrancar concesiones del propio estado, contribuyendo de ese modo a volverlo, paradójicamente, «menos estado», esto es, a desburocratizarlo y desmercantilizarlo.

El indudable atractivo de las tesis de Holloway (como ocurre también en autores como el propio Castoriadis) se paga en este punto con una cierta simplificación, y por tanto, una cierta insuficiencia a la hora de analizar las posibles garantías y mediaciones institucionales que las luchas por la autonomía pueden llegar a exigir. Esas garantías no tienen por qué contribuir de manera ineluctable a fortalecer el aparato represivo y de dominio del propio estado. Una conclusión así, de hecho, comportaría perder de vista que, bajo presión social y en ciertos contextos, también el estado, o al menos algunos de sus órganos puntuales (jueces, legisladores, concejales) pueden actuar como instrumentos de anti-poder, o si se prefiere, como contra-poderes frente a otros poderes privados y públicos que, en su ausencia, camparían a sus anchas y con absoluta impunidad.

Por eso, aunque la crítica de Holloway a la burocratización y a la «estatización» de las organizaciones tradicionales de izquierda, comenzando por los sindicatos y los partidos, resulta inapelable, se echa en falta en sus tesis (como sucede, por otra parte, con algunas apelaciones negrianas al «poder constitutivo de la multitud») un pronunciamiento más claro acerca de cuestiones espinosas como la de las vías de organización idóneas para hacer frente a las innumerables formas de violencia ejercidas por el poder que el sistema capitalista genera o la de la inevitable dimensión representativa, y con ello institucional, de toda organización social compleja, incluso de aquellas surgidas para ampliar la autonomía individual y colectiva de todas las personas.[13]

Ciertamente, como el propio Holloway sugiere, la anti-política, o si se quiere, la política del anti-poder, es necesariamente experimental e incierta, y no puede articularse a partir de una receta redactada de antemano. Por eso, en efecto, es necesario, como dicen los zapatistas, «preguntar caminando». Lo que ocurre es que a la pregunta de si basta con «desertar del poder» para construir una sociedad de mujeres y hombres libres, sólo le cabe una amable pero escéptica respuesta. Aunque la interpelación radical de todo poder de dominación ejercido sobre los demás constituya, ciertamente, un requisito imprescindible para que una sociedad así pueda pensarse.

Gerardo Pisarello
(Publicado en Mientras Tanto, 85, invierno, 2002.)


[1] Sobre estos temas, existe en castellano una representativa compilación de trabajos de Holloway en Marxismo, Estado y capital. La crisis como expresión del trabajo. Tierra del Fuego, Buenos Aires, 1994.

[2] Cambiar el mundo sin tomar el poder, Herramienta/U A P, Buenos Aires, 2002.

[3] Frente a la «Revolución» con mayúsculas o a la simple rebeldía, Holloway mantiene la vigencia de la idea de «revolución», con minúsculas. En polémica con el propio Marcos —que en más de una ocasión ha situado al zapatismo más cerca de la figura del rebelde social que del revolucionario clásico— Holloway sostiene: «No es cuestión de la Revolución, pero tampoco es cuestión simplemente de la rebeldía: es cuestión de la revolución (con Y minúscula). La Revolución (con "R" mayúscula) entendida como la introducción del cambio desde arriba, no funciona. La rebeldía es la lucha por la dignidad y existirá mientras se niegue la dignidad. Pero no es suficiente. Nos rebelamos porque somos humanos. Pero no queremos simplemente luchar contra la negación de la dignidad, queremos crear una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad», vid. «¿Es la lucha zapatista una lucha anticapitalista?», en Rebeldía, n. 1, México, 2002.

[4] Vid. A. Borón, «La selva y la polis. Interrogantes en tomo a la teoría política del zapatismo» y J. Holloway, «La lucha de clases es asimétrica», en Chiapas, n. 12, México, 2001.

[5] Sostener que los estados no son los centros de poder que parecen, afirma Holloway, sería simplemente tomar a Marx como punto de referencia en lugar de Gramsci o Lenin.

[6] En entrevistas recientes, por ejemplo, Holloway ha declarado su satisfacción por la elección de Lula en Brasil, aunque considera que sus guiños a los «poderes fácticos» son una prueba del carácter insuperable de la lógica capitalista que condiciona toda estrategia política estatal. Sería interesante, sin embargo, conocer la opinión de Holloway acerca de experiencias como los presupuestos participativos, que revelan las posibilidades (y límites) de un estado gestionado por fuerzas de izquierda capaz de convertirse, al menos parcialmente, en un «no-estado», esto es, de conservar su dimensión institucional-administrativa renunciando a su poder burocrático o, si se prefiere, a parte de su «poder-sobre» los ciudadanos.

[7] Vid. por ejemplo, «La economía "moral" de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII», en Costumbres en común, Crítica, Barcelona, 1995.

[8] A. Negri y M. Hardt, Imperio, Paidos, Barcelona, 2002.

[9] Según Holloway, esos signos autoritarios pueden rastrearse ya en el leninismo, que con su distinción entre los «comienzos» y el «desarrollo» de la revolución, anticipa en realidad el termidor estalinista. Vid., «Por un enfoque negativo, dialéctico, anti-ontológico», en Contrapoder. Una introducción. Ediciones de Mano en Mano, Buenos Aires, 2001.

[10] «En una sociedad podrida —afirma Holloway— todos estamos podridos: es precisamente por eso que estamos luchando por otra sociedad. Luchar contra la sociedad podrida es luchar contra nosotros mismos. No hay sujeto inocente aquí, no hay espacio para el puritanismo ni para el autoritarismo», vid. «Por un enfoque negativo, dialéctico...», op. cit.

[11] Vid., por ejemplo, «La resonancia del zapatismo», en Chiapas, México, 1996; y «¿Es la lucha zapatista una lucha anticapitalista?», op. cit.

[12] Además de los textos ya citados, puede seguirse parte del debate en torno a las ideas de Holloway en www.rebelion.org.

[13] El capital, comenta irónicamente Holloway, es una «araña inteligente» que sugiere a sus antagonistas: «si (ustedes) se oponen a nosotros, organicen un partido para ganar el control del estado por la elección. Si no pueden hacer esto, organicen un ejército para vencernos y ganar el control del estado vía. Si esto es demasiado extremo para ustedes, pueden organizar una ONG y ayudarnos en e! proceso de formación de políticas», («La lucha de clases es asimétrica», op. cit.). El apunte es incisivo, pero ¿cómo evitar que la concurrencia espontánea de subjetividades conflictivas no derive, con el tiempo, en vías muertas de particularismo e impotencia? ¿Debe acaso abandonarse la tarea de reinvención del «partido de oposición», del «partido-movimiento social» (Boaventura Sousa) o si se prefiere, de una «confederación de movimientos» (Peter Leonard) con vocación política y no meramente sectorial?


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