Hace poco alguien me
describió como un poeta. No entiendo por qué lo dijo, porque no escribo poesía
pero yo me sentía enormemente halagado, a pesar de saber que él lo entendía
como un insulto, o una descalificación. Lo entendía como descalificación porque
estaba diciendo que la teoría revolucionaria no se debe confundir con la
poesía. La poesía es peligrosa porque tiene que ver con un mundo bello pero
irreal, mientras que la teoría revolucionaria tiene que ver con el mundo real
de lucha dura. En este mundo real de lucha, hay que enfrentar lo feo con lo
feo, las armas con las armas, la brutalidad con la brutalidad.
No estoy de acuerdo con este
argumento. Al contrario, quiero proponer que la teoría y práctica
revolucionarias tienen que ser poéticas o artísticas para ser revolucionarias,
y también que el arte tiene que ser revolucionario para ser arte.
(Perdónenme por favor si
hablo de revolución. Sé que es una palabra pasada de moda. Nada más, tomo como
punto de partida que todos sabemos que el capitalismo es una catástrofe para la
humanidad, y que si no logramos deshacernos de él, si no logramos cambiar el
mundo de forma radical, es muy posible que los humanos no vayamos a vivir
muchos años. Por eso hablo de revolución.)
En un dicho famoso, Adorno
dijo que después de Auschwitz ya no era posible escribir poesía. No tenemos que
regresar los sesenta años a Auschwitz para entender lo que quería decir.
Tenemos horrores suficientes a la mano, tal vez sobre todo aquí en Colombia,
sobre todo en América Latina, sobre todo en el mundo de hoy (Abu Ghraib, Guantánamo).
En este mundo, pensar en crear algo bello parece una falta terrible de
sensibilidad, una burla casi de aquellos que en este momento están siendo
torturados, brutalizados, violados, asesinados. ¿Cómo podemos escribir poesía o
pintar cuadros o dar conferencias cuando sabemos lo que está pasando alrededor
de nosotros?
Pero, ¿entonces qué? Lo feo
contra lo feo, la violencia contra la violencia, el poder contra el poder, todo
eso no es ninguna revolución. Revolución, la transformación radical del mundo
no puede ser simétrica: si lo es, no hay ninguna transformación, simplemente la
reproducción de lo mismo con otras caras.
La asimetría es la clave del
pensamiento y la práctica revolucionarios. Si estamos luchando para crear otra
cosa, entonces nuestra lucha también tiene que ser otra cosa. La asimetría es central porque estamos luchando no contra
un grupo de personas sino contra una forma de hacer las cosas, una forma de
organizar el mundo. El capital es una relación social, una forma en que
las personas se relacionan la una con la otra. El capital es el enemigo, pero
esto quiere decir que el enemigo es cierta forma de relaciones sociales, una
forma de organización basada en la supresión de nuestra determinación de
nuestro propio hacer, en la objetivación del sujeto, en la explotación. Nuestra
lucha por otro mundo tiene que significar que estamos contraponiendo otras
relaciones sociales a las que combatimos. Si luchamos simétricamente, si
aceptamos los métodos y las formas de organización del enemigo en nuestra
lucha, entonces lo único que estamos haciendo es reproducir el capital dentro
de nuestra oposición a él. Si luchamos sobre el terreno del capital, perdemos
aún si ganamos.
Pero, ¿qué es esta
asimetría, esta otredad que oponemos al capital?
En primer lugar, la
asimetría significa negación, negación del capital y sus formas. No, no
aceptamos. No, no aceptamos que el mundo tiene que estar dirigido por la ganancia.
No, nos negamos a subordinar nuestras vidas al dinero. No, no vamos a luchar en
el terreno de ustedes, no vamos a hacer lo que esperan que hagamos. ¡No!
Nuestro No es un umbral.
Abre otro mundo, un mundo de otro hacer. No, no vamos a moldear nuestras vidas
según los requerimientos del capital, haremos lo que nosotros consideramos
necesario o deseable. No vamos a trabajar bajo el mando del capital, vamos a
hacer otra cosa. Contra un tipo de actividad ponemos otra actividad muy
diferente. Marx habló del contraste entre estos dos tipos de actividad como «el
doble carácter del trabajo» e insistió en que este doble carácter del trabajo «es
el eje en torno al cual gira
la comprensión de la
economía política» —y, podemos agregar, por lo tanto del capitalismo. Habla de
los dos lados del trabajo como «trabajo abstracto» por un lado y «trabajo útil
o concreto» por el otro. El trabajo abstracto se refiere a la abstracción que
el mercado impone en el proceso de creación: está vaciado de toda concreción, abstraído
de sus características particulares, de tal manera que un trabajo es igual a
cualquier otro trabajo. Es trabajo alienado, trabajo que está alienado,
abstraído o separado de la gente que lo hace. (El concepto de trabajo abstracto
no tiene nada que ver con el carácter material o inmaterial del trabajo.) El
trabajo útil o concreto se refiere a la actividad creativa que existe en
cualquier sociedad y que es potencialmente desenajenado, libre de determinación
ajena. Para hacer la distinción un poco más clara, hablaré de trabajo abstracto
por un lado y del hacer creativo-útil por el otro.
Nuestro No abre la puerta a
un mundo de hacer creativo-útil, un mundo basado en el valor de uso y no en el
valor, un mundo que empuja hacia la autodeterminación. ¿Dónde está este mundo?
El marxismo ortodoxo nos dice que existe en el futuro, después de la revolución,
pero no es cierto. Existe ahora, aquí y ahora, en las grietas, en las sombras,
siempre al borde de la imposibilidad. Su núcleo es el hacer creativo-útil, es
decir el empuje hacia la autodeterminación que existe en contra y más allá del
trabajo en el trabajo abstracto en la actividad diaria de todos
nosotros que vendemos nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir, contra en la revuelta constante contra el
trabajo abstracto desde dentro del empleo y en la negación a entrar a una relación de
empleo, y existe más allá del trabajo abstracto en los intentos de
millones y millones de personas en todo el mundo de dedicar sus vidas (o
lo que pueden de sus vidas), individual o colectivamente, a lo que
ellos consideran importante o deseable.
Si entendemos al capitalismo
como un sistema de mando, entonces estas desobediencias, estos intentos de
hacer otra cosa, estos haceres que van contra y más allá del trabajo abstracto
se pueden entender como grietas en el sistema. Es gente diciendo individual, colectiva
o a veces masivamente «No, no vamos a hacer lo que dicta el dinero, nosotros en
este momento, en este lugar, vamos a hacer lo que consideramos necesario o
deseable, y vamos a crear las relaciones sociales que queremos tener». Estas
grietas pueden ser tan pequeñas que nadie las ve (la decisión de un pintor de
dedicar su vida a la pintura, sean lo que sean las consecuencias) o pueden ser más
grandes (la creación de una escuela rebelde o este coloquio, por ejemplo), o
pueden ser enormes (como la revuelta de los zapatistas, o el movimiento
piquetero, o las revueltas de los indígenas en Bolivia en los últimos años).
Estas grietas son siempre contradictorias y siempre existen al borde de la
imposibilidad, porque toman una posición contra el flujo dominante del mundo.
Como saben los artistas tal vez mejor que nadie, está difícil vivir de la pura
pasión, pero eso es lo que hacen muchos artistas: a pesar de las dificultades, anteponen
su hacer creativo al trabajo abstracto, el valor de uso al valor, se niegan a
aceptar la lógica del mundo e intentan vivir. No todos, pero muchos.
A pesar del hecho de que se
oponen a la lógica del mundo, estas grietas existen por todos lados, y mientras
más nos enfocamos en ellas, más nos damos cuenta de que el mundo está lleno de
grietas, de gente que se niega a conformar, que se niega a subordinar su vida a
la lógica del capital. Hablar de grietas no es hablar de la marginalidad, no
hay nada más cotidiano que estar en contra del capitalismo. La revolución es
simplemente el reconocimiento, la creación, expansión y multiplicación de estas
grietas. (Hablo de grietas y no de autonomías para enfatizar tres puntos:
primero, que son rupturas, que tienen sus raíces en la negación, que van contra
el flujo dominante; segundo, que son rupturas en movimiento –las grietas
corren, se expanden o se llenan; y tercero que un mundo de grietas es un mundo
fragmentado, o un mundo de particularidades, en el cual las grietas tienden a
juntarse, pero no necesariamente tienden a la unidad.)
Nuestra visión del mundo se
cambia cuando entramos al otro mundo, al mundo basado no en el trabajo
abstracto sino en el hacer útil-creativo, no en el valor sino en el valor de
uso. Este es el mundo del comunismo, pero no es en el futuro (o no solamente),
es un mundo que existe aquí y ahora, en las grietas, como movimiento. Parece
que el mundo capitalista es unidimensional, pero no es así. Nunca hay un
aplastamiento total de las alternativas. Siempre existe otra dimensión, una
dimensión de resistencia, de otredad —el mundo del comunismo que existe en las
grietas, en las sombras, un mundo subterráneo—.
Este mundo medio invisible
es un mundo de dolor pero no de sufrimiento. Es un mundo de dolor porque el
otro mundo, el mundo del trabajo abstracto, está sentado encima de él, lo
suprime y reprime. El mundo del trabajo abstracto es un mundo de dinero, de
cosas, de relaciones sociales reificadas, de la objetivación de los sujetos
humanos, objetivación hasta el punto de asesinato, violación y tortura. El dolor está en el centro de nuestro mundo, pero no el
sufrimiento. El sufrimiento implica una pasividad, una aceptación de la
objetivación. Pero nuestro mundo es el mundo del sujeto que se niega a aceptar
su objetivación, del creador que lucha contra la negación de su creatividad.
Nuestro dolor no es el dolor del sufrimiento, sino el dolor de un grito de pena
y rabia, el dolor que nos mueve a la acción.
Nuestro dolor es el dolor de
la dignidad.
En nuestro
corazón había tanto dolor, tanta era nuestra muerte y pena que no cabía ya,
hermanos, en este mundo que nuestros abuelos nos dieron para seguir viviendo y
luchando. Tan grande era el dolor y la pena que no cabía ya en el corazón de
unos cuantos, y se fue desbordando y se fueron llenando otros corazones de
dolor y de pena, y se llenaron los corazones de los más viejos y sabios de
nuestros pueblos, y se llenaron los corazones de hombres y mujeres jóvenes,
valientes todos ellos, y se llenaron los corazones de los niños, hasta de los
más pequeños, y se llenaron de pena y dolor los corazones de animales y plantas,
se llenó el corazón de las piedras, y todo nuestro mundo se llenó de pena y
dolor, y tenían pena y dolor el viento y el sol, y la tierra tenía pena y
dolor. Todo era pena y dolor, todo era silencio.
Entonces
ese dolor que nos unía nos hizo hablar, y reconocimos que en nuestras palabras
había verdad, supimos que no solo pena y dolor habitaban nuestra lengua,
conocimos que hay esperanza todavía en nuestros pechos. Hablamos con nosotros,
miramos hacia dentro nuestro y miramos nuestra historia: vimos a nuestros más
grandes padres sufrir y luchar, vimos a nuestros abuelos luchar, vimos a
nuestros padres con la furia en las manos, vimos que no todo nos había sido
quitado, que teníamos lo más valioso, lo que nos hacia vivir, lo que hacía que
nuestro paso se levantara sobre plantas y animales, lo que hacía que la piedra
estuviera bajo nuestros pies, y vimos, hermanos, que era dignidad todo lo
que teníamos, y vimos que era grande la vergüenza de haberla olvidado, y vimos
que era buena la dignidad para que los hombres fueran otra vez hombres, y
volvió la dignidad a habitar en nuestro corazón, y fuimos nuevos todavía,
y los muertos, nuestros muertos, vieron que éramos nuevos todavía y nos
llamaron otra vez, a la dignidad, a la lucha. (Carta del Comité Clandestino Resistencia Indígena, 01/02/1994)
Nuestro mundo no es solamente
un mundo de dolor sino un mundo de dignidad. Dignidad es la negación dentro de
nosotros, la negación a someternos, la negación a ser un objeto y por lo tanto
es más que la negación. Si yo me niego a ser un objeto, entonces afirmo que, a
pesar de todo lo que me reduce al nivel de un objeto, todavía soy un sujeto y
creo. Creo otramente. La dignidad es la afirmación del hacer creativo contra la
abstracción del trabajo, aquí y ahora y no en el futuro. La dignidad es la
afirmación que no somos víctimas. ¿Por qué? Porque a pesar de todo, todavía
tenemos aquello que «hace que nuestro paso se levante sobre plantas y animales»:
todavía tenemos algo que va más allá, algo que desborda nuestra humillación y
objetivación. Hay un mundo de diferencia entre una política de dignidad y una
política de la pobre víctima. Las víctimas son las masas pisoteadas, necesitan
líderes, necesitan estructuras jerárquicas. El mundo de las
víctimas es el mundo del poder, un mundo que embona fácilmente con las
estructuras del Estado, es el mundo del partido, el mundo del monólogo. Pero si
partimos de la dignidad, si partimos del sujeto que existe contra y más allá de
su objetivación, esto nos lleva a una política muy distinta, una política no de
monólogo sino de diálogo, de escuchar en lugar de hablar, una política no de
partidos y estructuras jerárquicas sino de asambleas o consejos, una política
que busca no conquistar el poder sobrerrepresentado por el Estado, sino
construir el poder-hacer que viene desde abajo. Una política de hacer, no de
quejarnos. Las víctimas se quejan, la dignidad hace.
La dignidad implica el
reconocimiento que somos internamente divididos, cada uno de nosotros. La
dignidad es un autoantagonismo dentro de nosotros, un autoantagonismo que es
parte inevitable de vivir en una sociedad autoantagónica. Sometemos, pero no lo
hacemos. Dejamos que nos traten como objetos, pero luego levantamos la cabeza y
decimos que no, que somos sujetos creativos. Rompiendo el capital, rompemos a
nosotros mismos. La dignidad es una ek-stasia [cualidad de existir-fuera-de-nosotros]
dentro de nosotros, un pararnos contra y más allá de nosotros, una proyección
más allá. Seríamos víctimas si no tuviéramos esta dignidad ek-statica [que
existe-fuera-de-nosotros] dentro de nosotros que mantiene a la piedra bajo
nuestros pies. Los pies están bajo nuestros pies porque no tienen dignidad. Si
las pisoteamos, quedan pisoteadas. Las piedras son identidades, son. Nuestra
dignidad ek-statica [que existe-fuera-de-nosotros] es nuestra no-identidad,
o mejor, nuestra anti-identidad, nuestra negación a ser simplemente. El capital
nos impone una identidad, nos dice que somos. Nuestra dignidad contesta que no
es así, que no somos: no somos porque hacemos, creamos y, creando, nos negamos
y creamos a nosotros mismos. Desbordamos a todas las identidades, todos los
papeles y personificaciones que el capital nos impone. Desbordamos a todas las
clasificaciones. El capital nos impone clasificaciones, nos divide en clases.
Nuestra lucha es una lucha de clases, pero no para fortalecer la identidad
clasista sino para romperla, para disolver las clases, liberarnos de toda
clasificación. Esto es importante porque, entre otras cosas, hace imposible el sectarismo.
El sectarismo está basado en el pensamiento identitario (es decir capitalista):
pone etiquetas, concibe a las personas como cabiendo dentro de una
clasificación. Si nuestro punto de partida es la dignidad, esto implica la
aceptación de que nosotros, como todos, somos contradictorios, autoantagónicos,
que desbordamos a cualquier clasificación.
Desbordando a la identidad,
desbordamos al tiempo mismo, al tiempo identitario, al tiempo reloj. Nuestro
mundo de dolor y dignidad, nuestro mundo borroso del hacer contra-y-más-allá
del trabajo abstracto es un mundo de los muertos-no-muertos y de los nacidos-no-nacidos.
Nuestros muertos no son muertos, están esperando.
Como dice Walter Benjamin, y
como dicen también los zapatistas, los muertos están esperando su redención.
Vimos a nuestros padres con la furia en las manos y ahora los tenemos que
redimir. Murieron en el intento de crear un mundo digno, ahora nos toca a
nosotros redimirlos creando este mundo. El mundo por el cual lucharon nuestros
muertos no existe aún, pero eso quiere decir que existe aún-no, como nos dice
Ernst Bloch. Si las luchas del pasado existen en el presente de nuestro mundo,
también existe el futuro posible. El mundo que aún no existe realmente existe
aún-no, en las
grietas, en nuestros sueños,
nuestras luchas, nuestras rupturas con el mundo actual, nuestras creaciones que
prefiguran otro mundo, en la siempre frágil existencia del futuro posible en el
presente.
Frágil, borroso, medio
invisible, siempre tambaleándose al borde de la imposibilidad, este es el mundo
que habitamos, pobres rebeldes locos que no tenemos ninguna certeza, solo una —el
grito de No contra el capitalismo, contra este mundo que nos está destruyendo y
que está destruyendo toda la humanidad—. A veces parece que no hay esperanza.
Nuestra dignidad está ahí todo el tiempo, pero a veces parece que está
profundamente dormida, drogada por el dinero, el trabajo o el miedo. Nuestra ek-stasia
[cualidad de existir-fuera-de-nosotros] siempre está ahí, pero parece aplastada
bajo el peso de la rutina. Nuestra no-identidad ahí está, pero parece
totalmente encarcelada dentro de la jaula de la identidad. El aún-no
está aquí, pero a veces parece atado a las manecillas del reloj que dicen que todo
siempre va a seguir igual, que no hay cambio posible.
¿Cómo despierta nuestra
dignidad? ¿Cómo toca a otras dignidades? ¿Cómo se hablan las dignidades? Somos
los «sin voz», como dicen los zapatistas. No solamente porque no tenemos acceso
a la radio y televisión, pero también por otra razón. Nuestra lucha, siendo
anti-identitaria en el sentido que va contra y más allá de las identidades, es
anti-conceptual en el mismo sentido, es decir, en el sentido que es una lucha
que rompe y va más allá de los conceptos, que empuja más allá del lenguaje de
la conceptualidad. El concepto identifica, encierra, solo puede ir corriendo
detrás de este movimiento que va rompiendo, rompiendo identidades y conceptos.
El lenguaje de la dignidad tiene que ser conceptual (para entender y criticar
lo que estamos haciendo), pero también tiene que ir más allá de lo conceptual,
explorando otras formas de expresión. La teoría revolucionaria, entonces, tiene
que ser rigorosa y también poética.
Nuestro mundo es un mundo en
búsqueda de un lenguaje, no solo ahora sino constantemente, en parte porque el
otro mundo, el del trabajo abstracto, nos va robando el lenguaje todo el
tiempo, pero también porque nosotros estamos inventando nuevos haceres y nuevas
formas de lucha todo el tiempo. La teoría social, el arte y la poesía son parte
de esta búsqueda constante.
Son probablemente los
zapatistas que han entendido mejor que cualquier otro grupo esta búsqueda y la
unidad de la estética y la revolución. Me refiero no solamente al lenguaje de
sus comunicados sino también a su sentido profundo de teatro y simbolismo. Cuando
se levantaron el primero de enero de 1994, expresaron no solamente su propia
dignidad, también despertaron nuestras dignidades. «En la medida que
proliferaban los comunicados rebeldes, nos fuimos percatando que la revuelta en
realidad venía del fondo de nosotros mismos», como comentó Antonio García de
León. La dignidad de los zapatistas resonó con nuestras dignidades adormecidas y
las despertó.
Una política de la dignidad
es una política de la resonancia. Reconocemos la dignidad en la gente alrededor
de nosotros, en el asiento junto a nosotros, en la calle, en el supermercado, y
buscamos la forma de resonar con ella. No es cuestión de educar a las masas o
de llevar conciencia a ellas, es más bien cuestión de reconocer la rebeldía que
es inseparable de la opresión y de intentar de encontrar su onda, tratar de interpelarla en
una reunión de dignidades. No es cuestión de convencer a personas enteras
necesariamente sino de tocar algo dentro de ellas. Esta es la pregunta que
debería estar detrás de toda acción anticapitalista: ¿cómo resonamos con las dignidades que nos
rodean? Esta pregunta obvia fácilmente se pierde cuando adoptamos conceptos
cerrados e identitarios de nuestra lucha.
¿Cómo resonamos con las
dignidades que nos rodean?
Se requiere en primer lugar
una sensibilidad aguda para reconocer las múltiples formas de rebeldía contra
la opresión, y por lo tanto el rechazo a cualquier dogmatismo. Tenemos que
escuchar lo inaudible, ver lo invisible.
Un mundo de dignidad no
puede ser un mundo de «yo sé, tú no sabes». Es un mundo más bien del no-saber
compartido. Lo que nos une es que sabemos que hay que cambiar el mundo, pero no
sabemos cómo hacerlo. Esto implica una política de preguntar-escuchar, pero
también una experimentación constante. No sabemos cómo tocar las dignidades que
nos rodean, entonces experimentemos.
Experimentemos, pero
teniendo presente que el único arte que tiene sentido, como la única teoría
social que tiene sentido, es un arte (o una teoría social) que se entiende como
parte de la lucha para romper el capitalismo, para superar la sociedad actual.
Esto significa entender lo que estamos haciendo como parte (parte heterodoxa, sin
duda) de un movimiento, o un movimiento de movimientos. Y siempre con el
principio central de la asimetría. No queremos ser ellos, no queremos ser como
ellos.
Preguntando caminamos.
John Holloway
(Los movimientos sociales del siglo XXI: Diálogos sobre el poder, Caracas, 2008.)
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