sábado, 12 de diciembre de 2015

MURRAY BOOKCHIN: «SEIS TESIS SOBRE MUNICIPALISMO LIBERTARIO» - TESIS VI

SEIS TESIS SOBRE MUNICIPALISMO LIBERTARIO 
Murray Bookchin

Tesis VI 

Asimismo, cuando la imagen orwelliana de «1984» sea claramente asimilable en alguna «megalópolis» de un Estado altamente centralizado y una sociedad altamente corporativizada, tendremos que ver las posibilidades que tenemos de contraponer a este desarrollo estatalista y social un tercer supuesto de práctica humana: la situación política que supone la municipalidad; el desarrollo histórico de la Revolución Urbana, que no ha podido ser digerido por el Estado. La Revolución siempre significa una dualidad de poderes: el sindicato de industria, el soviet o el consejo, y la Comuna, todos ellos orientados contra el Estado. 

Si examinamos cuidadosamente la historia, veremos cómo la fábrica, criatura de la racionalización burguesa, no ha sido nunca el lugar de la revolución; los trabajadores revolucionarios por excelencia, (los españoles, los rusos, los franceses y los italianos) han sido principalmente clases de transición, aún más estratos sociales agrarios en descomposición que se vieron sujetos del último y discordante impacto corrosivo de la cultura industrial, hoy día convertida en tradicional. Así es, en efecto; allá donde los trabajadores están aún en movimiento, su batalla es totalmente defensiva (irónicamente se trata de una batalla por mantener el sistema industrial que se enfrenta con un desplazamiento del capital y un aumento de la tecnología cibernética) y que refleja los últimos coletazos de una economía en decadencia. 

También se quiere la ciudad, pero de forma muy diferente a la fábrica. La fábrica no fue nunca un reino de libertad, siempre fue el lugar de la supervivencia, de la «necesidad», imposibilitando y disecando cualquier actividad humana a su alrededor. El nacimiento de la fábrica fue combatido por los artesanos, por las comunidades agrarias, y por todo el mundo a escala más humana y más comunal. Tan sólo la simpleza de Marx y Engels, que promovieron el mito de que la fábrica servía para «disciplinar», «unir» y «organizar» el proletariado, pudo impulsar a los radicales, ensimismados por el ideal del «socialismo científico», a ignorar cuál era el papel autoritario y jerárquico de la fábrica. La abolición de la fábrica por el trabajo ecotécnico, creativo, e incluso por componentes cibernéticos dirigidos a satisfacer las necesidades humanas, es el desideratum del socialismo en su visión libertaria y utópica; aún nos es una precondición moral para la libertad. 

Por el contrario la Revolución Urbana ha jugado un papel muy diferente. Principalmente ha creado la idea de humanitas universal y la comunalización de la humanidad a lo largo de unas líneas racionales y éticas. La revolución urbana ha levantado los límites del desarrollo humano que estaban impuestos en lazos de hermandad, el parroquianalismo del mundo pueblerino, y los efectos sofocantes de la costumbre. La disolución de las municipalidades auténticas a manos de la urbanización, marcó un punto muy grave de regresión de la vida societal: supuso la destrucción de la única dimensión humana donde se daba la asociación superior, y la desaparición de la vida civil, que justificaba el uso de la palabra civilización, así como del cuerpo político que daba identidad y significado a la palabra «política». 

A partir de este momento, cuando la teoría y la realidad entran en conflicto, uno se justificaba invocando la famosa cita de Georg Lukacs: «Que se fastidie la realidad» [«So much the worse for the facts»]. La Politica, tantas veces degradada por los «políticos», y convertida en estatalismo, tiene que ser rehabilitada por el anarquismo, y ser devuelta a su significado original, en el que suponía una participación y, una administración civil, levantándose en contraposición del Estado, y extendiéndose más allá de los aspectos básicos de interrelación humana que llamamos interrelación social. [1] 

Con un significado totalmente radical, tenemos que volver hacia las raices de la palabra en la polis, y dentro del inconsciente vital de la gente, de forma que se cree un espacio para una interrelación racional, ética y pública, que, a su vez, de lugar al ideal de la Comuna y de las asamblea populares de la era revolucionaria. 

El Anarquismo ha agitado siempre la bandera de la necesidad de una regeneración moral, y la lucha por la contracultura (usando el término en el mejor de los sentido), y en contra de la cultura establecida. Con esto se explica el énfasis que el anarquismo hace sobre la ética, y su interés por ser coherente en medios y fines, su defensa de los derechos humanos y de los derechos civiles, así como su interés respecto a la opresión dentro de cada aspecto de la vida. Sin embargo, su imagen contrainstitucional ha presentado más problemas. Conviene recordar que en el anarquismo siempre ha existido una tendencia comunalista, no sólo sindicalista o individualista. Y que además esta tendencia comunalista ha mantenido una fuerte orientación municipalista, y que puede ser extraída principalmente de los escritos de Proudhon y Kröpotkin. 

De lo que se ha carecido, sin embargo, es de un cuidadoso examen del meollo político de esta orientación: se trata de la distinción entre un momento del discurso, una forma de toma de decisiones, y un desarrollo institucional que no tiene carácter social ni estatal. 

La política civil no es tan sólo política parlamentaria; de hecho, si nos ceñimos al sentido histórico auténtico del término «política» dentro de su lugar preciso en un vocabulario radical, tiene todo el aroma de las asambleas de ciudadanos atenienses, y su heredero igualitario, la Comuna de París. 

Si conseguimos volver hacia estas instituciones históricas, y enriquecerlas con nuestras tradiciones libertarlas y nuestros análisis críticos, devolviéndolas a la vida en este mundo, tan ideológicamente confuso; estaremos trayendo el pasado al servicio del presente en una forma creativa e innovadora. 

Todas las tendencias radicales están cargadas de una cierta medida de inercia intelectual, tanto los anarquistas como los socialistas. La seguridad que nos da la tradición es tan fuerte que puede acabar con toda posible innovación, aún entre los antiautoritarios. 

El anarquismo está caracterizado por su actitud ante el parlamentarismo y el estatalismo. Esta actitud ha sido ampliamente justificada por el curso de la historia; pero también nos puede llevar a una paralización mental que, en teoría no es menos dogmática que el radicalismo electoral corrompido, en la práctica. Así si el municipalismo libertario se construye como política orgánica, esto es, una política que emerge de la base de la asociación superior humana, yendo hacia la creación de un cuerpo político auténtico y de formas de participación ciudadanas; posiblemente sea éste el último reducto de un socialismo orientado hacia instituciones populares descentralizadas. Un elemento importante dentro de la aproximación al municipalismo libertario es la posibilidad de evocar tradiciones vivas para legitimar nuestras peticiones, tradiciones que, aunque son fragmentarias e irregulares, aún ofrecen potencialidad para una política de participación con una respuesta de dimensiones globales al Estado. La Comuna está enterrada todavía en los Consejos de la ciudad (plenos de ayuntamiento); las secciones están escondidas en los barrios; y la asamblea de ciudad está en los ayuntamientos; encontramos formas confederales de asociación municipal escondidas en los vínculos regionales de pueblos y ciudades. Recuperar un pasado que puede vivir y funcionar con fines libertarlos, no es, ni mucho menos, estar cautivo de la tradición, sino que se trata de hilar conjuntamente los objetivos humanos únicos de asociación que permanecen como cualidades inherentes al espíritu humano —la necesidad de la comunidad como tal—, y que han surgido repetidas veces en el pasado. Permanecen en el presente como esperanzas que acaban de nacer, pero que la gente tiene consigo en todas épocas, saliendo a la superficie en los momentos de acción y libertad. 

Estas tesis nos anticipan la visión de la posibilidad de un municipalismo libertario, y una nueva política definible como un doble poder, que puede ser contrapuesto mediante las asambleas y las formas confederales al Estado. Tal como están ahora las cosas en el mundo orwelliano de la década de los 80, esta perspectiva de un poder doble es sin duda una posibilidad de las más importantes, entre otras, que los libertarlos pueden desarrollar sin comprometer sus principios antiautoritarios. Es más, estas tesis, apuntan la posibilidad de una política orgánica basada en formas participativas tan radicales de asociación civil, no excluyentes de la posibilidad de que los anarquistas cambien los cuadros de las ciudades y pueblos, y convaliden la existencia de instituciones democráticas directas. Y si este tipo de actividad lleva a los anarquistas a los plenos de los ayuntamientos, no hay razón para que tal política tenga que ser parlamentaria, máxime cuando mantiene un nivel civil y está conscientemente opuesta al Estado. [2] Es curioso que muchos anarquistas que celebran la existencia de las empresas industriales «colectivizadas», tanto en un sitio como en otro, y todo ellos con gran entusiasmo a pesar de que se forma parte del entramado económico burgués y que tiene una visión de la política municipal que considera con repugnancia las «elecciones» de cualquier tipo; sobre todo cuando la política está estructurada en torno a las asambleas de barrio, a los delegados revocables, a las formas de contabilidad radicalmente democráticas y a los vínculos locales fuertemente enraizados. 

La ciudad no es congruente con el Estado. Ambos tienen orígenes muy diferentes y han jugado papeles muy distintos en la historia. El Estado penetra en todos los aspectos de la vida cotidiana, desde la familia a la fábrica, desde el Sindicato a la ciudad; lo cual no significa que los individuos conscientes deban retirarse de cualquier tipo de relaciones humanas organizadas, de la propia piel de uno, para esconderse en un estado de pureza y abstracción, de forma que se convalidaría la descripción de Adorno sobre el anarquismo como un «fantasma». Si hay algún fantasma que nos dé caza, son los que toman forma de ritualismo y de rigidez tan sumamente inflexible que uno cae en un rigor mortis bastante parecido al que cae el cuerpo congelado cuando alcanza la muerte eterna. El poder de la autoridad para dar ordenes a los individuos físicos habrá obtenido entonces una conquista más completa que las ordenes imperativas ejercidas a través de la simple coerción. Habrán puesto su mano sobre el mismo espíritu -y su libertad para pensar libremente y resistir con ideas, aún cuando la capacidad para actuar esté bloqueada temporalmente por las circunstancias. 

Murray Bookchin 
Setiembre de 1984 

Traducción: Miguel Jaime 

[1] Antes de finalizar este punto, vale la pena observar que la distinción entre lo Social y lo Político mantiene una marca desde sus orígenes, remontándose a la época de Aristóteles, y que se ha mantenido a lo largo de toda la historia de la teoría social, hasta épocas recientes con las teorías de Hannah Arendt. Lo que se echa de menos en ambos pensadores es una teoría del Estado. y por tanto la ausencia de una distinción tripartita dentro de sus escritos. 

[2] Espero que no se invoque en contra de esta postura al fantasma de Paul Brousse. Brousse utilizó el municipalismo libertario de la Comuna, tan ligado a los parisinos de su época, en contra del tradicionalismo comunalista, esto es, para practicar una forma pura de parlamentarismo burgués, no para llevar a París y a los municipios franceses en oposición al Estado centralizado, tal y como la Comuna pretendía hacer. No había nada orgánico en su postura sobre municipalismo, y nada revolucionario en sus intenciones. Todo el mundo está usando la imagen de la Comuna para sus propios propósitos: Marx para anclar su teoría de la «dictadura del proletariado» en un precedente histórico; Lenin para legitimar su jacobinismo «político» total; y los anarquistas, en forma más crítica para difundir el comunalismo




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