SEIS TESIS SOBRE MUNICIPALISMO LIBERTARIO
Murray Bookchin
Tesis
IV
Así
pues, la municipalidad no es tan sólo el «lugar» donde uno vive, la «inversión»
de tener una casa, sanitarios, salud, servicios de seguridad, un trabajo, la
biblioteca, y amenidades culturales. La ciudadanización forma, históricamente,
una nueva transición de la humanidad que desde las formas tribales hasta las
formas civiles de vida, lo cual tiene un carácter tan revolucionario como el
paso de los grupos cazadores hacia el cultivo de la tierra; o como del cultivo
de la tierra a la industria manufacturera. A pesar de los absorbentes poderes
del Estado, hubo un posterior desarrollo que combinó civismo con nacionalismo,
y política con estatalismo; como decía V. Gordon Childe, la «revolución urbana»
fue un cambio tan grande como la revolución agrícola o la revolución
industrial. Además se puede comprobar, que la nación estado, al igual que sus
predecesores, lleva en las entrañas mucho de este pasado ya mencionado, y aún
no lo han digerido. La urbanización puede completar aquello que los césares
romanos, las monarquías absolutas y las repúblicas burguesas no pudieron —destruyendo incluso la herencia de la propia revolución urbana—, sin embargo
esto aún no ha tenido lugar.
Antes de entrar en las implicaciones
revolucionarias de las aproximaciones al municipio libertario y de volver sobre
política libertaria, es necesario estudiar un problema teórico: la realización
de la política diferenciada de la simple administración. En este punto, Marx,
en sus análisis sobre la Comuna de París de 1871 ha construido una teoría
social radical de considerable imperfección. La combinación existente en la
Comuna, de política delegada, con la acción de policía realizada por los
propios administradores, hecho que Marx celebró profusamente, supuso el mayor
fracaso de esta revolución. Rousseau, con bastante razón, planteaba que el
poder popular no se puede delegar sin que se destruya. O bien se tiene una
asamblea popular que ostenta todos los poderes, o bien esos poderes los
ostentará el Estado. El problema del poder delegado, infectó por completo el
sistema de consejos: los soviets (Raten), la Comuna de 1871, y naturalmente los
sistemas republicanos en general, tanto de carácter nacional como municipal,
las palabras «democracia representativa» son una contradicción terminólogica.
Un pueblo no puede constituirse en polissonomos, realizando la designación del
nomos creando legislación; o nomothesia, delegando en cuerpos que excluyen el
debate, el razonamiento, y la forma de decisión que caracteriza la auténtica
identidad de la política. No menos importante es la no entrega a la
administración —mera ejecución de la política— del poder de formular qué debe
ser administrado sin entrar en la actividad habitual del Estado.
La supremacía
de la asamblea, como fuente de política por encima de cualquier organismo
administrativo, es la única garantía, dentro de la existencia individual, para
que prevalezca la política sobre el estatalismo. Este grado perfecto de
supremacía tiene una importancia crucial dentro de una sociedad que contiene
expertos y especialistas para las operaciones de la maquinaria social; mientras
que el problema del mantenimiento de la preponderancia de la asamblea
popular sólo se presenta durante el período de tránsito de una sociedad
administrativamente centralizada hacia una sociedad descentralizada. Tan sólo
cuando las asambleas populares, tanto en los barrios de las ciudades como en
los pueblos pequeños, mantengan la mayor y más estricta vigilancia sobre
cualquier tipo de organismo de coordinación confederal, se podrá elaborar una
auténtica democracia libertaria. Estructuralmente, dicha realización no tiene
que conllevar problema alguno. Las comunidades se han apoyado en expertos y
administradores desde hace tiempo, sin perder por ello su libertad. La destrucción
de estas comunidades ha sido más bien debida a un acto estatalista, no a uno
administrativo. Las corporaciones sacerdotales y las jefaturas se han apoyado
desde siempre en la ideología, y en la tontería humana en forma aún más clara,
y no tuvieron que apoyarse en la fuerza, para atenuar el poder popular, y
finalmente eliminarlo.
El Estado no ha podido absorber nunca, en su totalidad,
lo ocurrido en el pasado; este es un hecho descrito por Kropotkin, en «El apoyo
mutuo», cuando describe el rico contexto existente en la vida civil hasta las
comunas oligárquicas medievales. En efecto, la ciudad ha sido siempre el punto
opuesto de la balanza frente a los Estados nacionales e imperiales, hasta los
tiempos presentes.
Augusto y sus herederos hicieron de la supresión de la
autonomía municipal una pieza maestra de la administración imperial romana, e
igual hicieron los monarcas absolutos de la época de la Reforma. «Echar abajo
las murallas de las ciudades» fue la política central de Luis XIII y de Richelieu, una política que salió a la superficie años más tarde, cuando el
Comité de Salud Pública de Robespierre hizo y deshizo a su antojo para
restringir los poderes de la Comuna 1793-94. La «Revolución Urbana» ha
acompañado al Estado como un poder doble irreprimible, un desafío potencial al
poder centralizado a través de la historia. Esta tensión prosigue hoy en día, y
como ejemplo, los conflictos entre el Estado centralizado y las municipalidades
en toda Norteamérica e Inglaterra. Es aquí, en el entorno del individuo más
inmediato —la comunidad, el vecindario, el pueblo, la aldea—, donde la vida
privada se va ligando lentamente con la vida pública, es el lugar auténtico
para que exista un funcionamiento a nivel de base, siempre y cuando la
urbanización no haya destruido totalmente las posibilidades para ello. Cuando
la urbanización haya enmascarado la ciudad de tal manera que ésta carezca por
completo de identidad propia, le falte la cultura y los espacios para
relacionarse socialmente, cuando le falten las bases para la democracia —no
importa con que palabras la definamos—, entonces habrá desaparecido la identidad
de la ciudad, y la posibilidad de crear formas revolucionarias serán tan sólo
sombras de un juego de abstracciones. Por la misma razón, ningún símil radical
basado en fórmulas libertarlas ni sus posibilidades, tienen sentido cuando se
carecen de la conciencia radical que darán a estas formas, contenido y sentido.
Démonos cuenta de que cualquier forma democrática o libertaria puede ser
transformada en contra del ideal de libertad si se conciben de una forma
esquemática, con fines abstractos carentes de esa sustancia ideológica, y de
esa organicidad a partir de la cual estas formas dibujan ese significado
liberador. Además, sería bastante inocente pensar que formas tales como el
barrio, el pueblo, y las asambleas comunales populares podrían alcanzar el
nivel de la vida pública libertaria, o llegar a crear un cuerpo político
libertario, sin un movimiento político que fuera altamente consciente, que
estuviera bien organizado, y fuera programáticamente coherente.
Sería
igualmente ingenuo pensar que tal movimiento libertario podría nacer sin la intelligentsia radical indispensable, cuyo medio está en esa vida comunal
intensamente vibrante (hay que rememorar a este respecto a la intelligentsia francesa de la Ilustración, y la tradición que creó en los quartiers [barrios] y cafés de París; No me refiero al conglomerado de intelectuales anémicos que
copan las academias e institutos de la sociedad occidental.[1] A menos que los
anarquistas se decidan a desarrollar este estrato de pensadores de menor
esplendor, cuya vida pública se transforme en un búsqueda de comunicación con
su entorno social, en el caso contrario, se encontrarán con el peligro real de
transformar las ideas en dogmas, y de convertirse en herederos por derecho
propio de movimientos y gentes ancestrales, que pertenecen a otra época
histórica.
[1] A pesar de las ventajas y fracasos, ha sido esta intelectualidad radical la que ha servido de puntal para cada proyecto revolucionario en la
historia, y de hecho, fueron ellos quienes literalmente proyectaron las ideas
para el cambio, y a partir de lás cuales la gente diseñó sus características
sociales. Pericles es un ejemplo de esa intelectualidad durante el mundo clásico;
John Bail o Thomas Munzer durante las épocas del medioevo y la Reforma; y Denis
Diderot durante la Ilustración; Emile Zola y Jean-Paul Sartre en épocas más
recientes. Los intelectuales de academia son un fenómeno bastante más reciente:
criaturas embibliotecadas, enclaustradas, incestuosas y orientadas a su
carrera, carentes de experiencias vividas y de práctica.
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