«El corazón que desprecia cualquier
movimiento
raramente es agitado por
sobresaltos.
Así suena a veces en el silencio
de los campos un disparo de fusil.»
E. Móntale
Hay temas que se
escapan a la reflexión nada más planteados, temas refractarios al argumento o
al análisis, buenos únicamente para el dictamen valorativo de conminatoria
aprobación o rechazo; cuando finalmente la razón se arriesga a penetrar en
ellos, lo hace abrumada de cautelas, atenta exclusivamente al distingo y la
casuística, incapaz de ir realmente al fondo mismo del asunto o de tratar de iluminar
ni siquiera negativamente lo que allí se oculta tras la niebla de espantos ancestrales.
Este es el caso del tema de la violencia y el terrorismo como armas políticas
o, mejor dicho, como armas revolucionarias. Esta precisión es importante, pues
ya sabemos que, invirtiendo en buena dialéctica la frase de Clausewitz, la política
es la continuación de la guerra por otros medios; es decir, que la política lleva
la violencia y el terror inscritos en su proyecto mismo, aunque la discusión sobre
cuáles pueden ser esos «otros medios» adecuados hace nacer en ella diversas
escuelas, es decir, diversos partidos. En cambio, el proyecto revolucionario consiste
precisamente en acabar con la guerra entre los hombres; es decir, en suprimir
la necesidad de la violencia y el terror como fundamentos de la sociedad: por
eso la revolución no es el desenlace de ninguna política, sino la refutación de
todas las distintas modalidades o partidos de ésta. Para el político, pues, la
violencia y el terror no plantean ningún problema teórico en sí, ya que acepta
su necesidad como base del Estado que trata de conquistar, y sólo pueden ser
materias a discutir a nivel táctico: cómo utilizarlas oculta o paladinamente, cómo
tamizarlas, restringirlas o acentuarlas llegado el caso, etc. La posición del
revolucionario es mucho más compleja porque, por un lado, su misma decisión
revolucionaria ha sentenciado contra la necesidad y, por supuesto, contra la
oportunidad de la violencia y el terror —es decir, se ha pronunciado contra el
Estado— pero, por otro, sigue conservando cierta violencia y cierto terror como
posible y conflictivo camino hacia la abolición de la violencia y el terror. Esta
contradicción lleva al revolucionario a vivir y padecer radicalmente todas las
dificultades especulativas que el tema comporta, en un desgarramiento que
compromete por igual su teoría y su práctica o, mejor, ante todo, la
artificiosa distinción entre ambas. Al decidirme a colaborar en esta colección
de estudios sobre Bakunin y Marx, me ha parecido adecuado intentar contribuir,
no a resolver, lo que está con mucho fuera de mi alcance, sino a plantear más
atinadamente este nuclear foco infeccioso que compromete por igual a ambos
revolucionarios. Además, puesto que las simpatías del yo más cercano a mí yo
son mayormente libertarias y dado que terrorismo y violencia están íntimamente
ligadas a lo más denostado del movimiento ácrata, he pensado que reflexionar
sobre este tema puede ser la más válida contribución que un amigo de la teoría
puede prestar al advenimiento de la anarquía, es decir, de la comunidad y de la
vida.
Lo que no parece
en modo alguno adecuado es trastear el tema, echándolo por el lado del
comentario histórico. Comenzar ahora a preguntarse qué pensaban realmente sobre
la cuestión Bakunin o Nechaev, por ejemplo, no serviría más que para esquivar
de mala manera el problema. En seguida nos desviaríamos por las peculiaridades
sociopolíticas de las épocas en las que cada personaje vivió y acabaríamos
encharcados de pleno en ese relativismo jesuítico que señalé al comienzo como
uno de los más próximos peligros que conlleva la meditación sobre estos
escabrosos asuntos. Lo mejor es, pues, ir directamente a la cosa y tratar el
problema tal y como nos afecta en este preciso momento y en nuestra concreta
situación. De lo que los héroes del pasado o los luchadores del futuro dijeran
sobre ello, sean el pasado y el futuro responsables y no nosotros.
En primer lugar,
debe examinarse qué se entiende por violencia y terror, no sea que crezca un
malentendido de base sobre los términos mismos que vamos a manejar. Se habrá
advertido que, desde el título mismo de este artículo, doy por sentada la fusión
de ambos azotes como si se tratasen de un caballo y un jinete, de una de esas
cuatro figuras cuyo galope maldito ensombrece las páginas del Apocalipsis. En
realidad, ambos se reúnen en ese fantasma privilegiado, la guerra, sobre el
cual siguen estando basados todos los imperios y poderes de este mundo. En cierto
modo, tal como Hegel vio, el principal papel de todo Estado es mantener a sus súbditos
bajo la permanente amenaza de la guerra, es decir, en paz. La paradoja de Unamuno
no es tan chocante como parece: toda paz es paz en la guerra y cuanto más
presente esté la guerra en la paz, impregnándola con sus modales y
brusquedades, más pacífica será la paz. Violencia y terror son la imprescindible
dosis de guerra que necesita toda organización estatal para subsistir en paz; sin
ellas, se entraría en un reino inimaginable situado más allá de la guerra y la paz,
más allá, por supuesto, del Estado.
Según el mito más
o menos aceptado, lo que el hombre buscó en la sociedad de los demás hombres fue
su conservación física, el resguardo de esas violencias y terrores «naturales»
de los que ya nada sabemos; el Estado, que aspira naturalmente a la máxima
naturalidad, conserva la violencia y el terror, un permanente aunque frecuentemente
relajado estado de guerra, para que el hombre no se olvide de la necesidad
asociativa y se entregue a hacer lo que quiera, como si estuviera solo. Violencia
y terror serán entendidos aquí, hasta entrar en mayores sutilezas, como el acto
y la amenaza de la destrucción física. Obviamente, tal destrucción admite diversos
grados y especificidades, según los sentidos atacados y la modalidad del ataque:
mutilación de la voz o del silencio, imposición de sonidos, ocupación de la
memoria, limitación mayor o menor de movimientos, privación de luz, de paisajes,
deslumbramiento, hambre, sed, desgarramiento de los miembros u órganos del
cuerpo, muerte. En el Estado, todo remite de uno u otro modo a la destrucción
física, tanto la desobediencia como la insolidaridad, el egoísmo o incluso la obediencia
excesivamente confiada. La jungla poblada de rugidos y ojos brillantes que
agrupó a los primeros hombres en torno al recién conquistado fuego se ha interiorizado,
es la voluntad del individuo. Dentro de cada ciudadano potencialmente
levantisco acecha la destructiva naturaleza, lo que justifica todas las coacciones
estatales: al individuo, demasiado natural, hay que hacerle violencia para que
se pliegue a la ciudadanía. Es natural que así sea, dice el Estado, que está basado
en el terror y la violencia porque se compone de individuos inevitablemente «naturales»;
y la coacción queda justificada en un doble sentido: la violencia sobre el Individuo se explica apelando a que su naturalidad se opone a
la Sociedad vigente, mientras que el terror reinante en la sociedad tiene por
coartada la multiplicidad de naturalidades individuales que hay violentamente
que reprimir. Consecuentemente, la revolución sería la completa abolición de
los violentos y terroríficos residuos naturales que el Estado administra en la
sociedad humana: la revolución pretende propiciar la comunidad plenamente artificial.
En ella, la distinción misma entre individuo y Sociedad desaparecería como un
último resabio de ese estado de naturaleza que se mantiene como principal
cimiento de la naturaleza del Estado.
La violencia y el
terror son el instrumento de cohesión por excelencia que se utiliza en el Estado.
No se conoce fuente más eficaz de unanimidad... Admitido que en el hombre
acecha la naturaleza, es decir, lo antisocial —ferocidad rapaz, egoísmo desenfrenado,
concupiscencia que no admite límites—, sólo por terror y violencia se puede
sacar algo «humano» de él. Los males que provienen de la fisis sólo por medio
de la destrucción física o su amenaza pueden curarse. Aquí hay que salir al
paso de la habitual banalidad que trata de distinguir entre terror y violencia
de
los oprimidos, de
los que se enfrentan por la violencia a la violencia estatal. En el Estado
fundado en el terror y la violencia, toda violencia y todo terror son estatales,
es decir, provienen de la convicción de que en el individuo opuesto a la
sociedad y en la sociedad opuesta al individuo hay una naturalidad a controlar
y que sólo puede ser controlada por la amenaza o el acto de la destrucción
física. El Estado no son los capitalistas, la policía ni los bomberos, sino
todos y cada uno de quienes no conocen otro instrumento que la violencia y el
terror para reprimir la voluntad del individuo, ese foco infeccioso de la naturaleza
que quiere lo indebido, en cualquier momento y a toda costa.
Da exactamente
igual para el caso que el brote de voluntad natural a reprimir adopte el
aspecto de ansia de poder en el autócrata, de
codicia sin escrúpulos en el explotador o de pasión destructiva en el dinamitero:
todos caen bajo la violencia y el terror, todos son reos de muerte condenados
por un mismo tribunal —el Estado represor-conservador de la Naturaleza— aunque
unos sean ejecutados por instancias oficiales y otros por «espontáneos» ilegales.
Por medio del terror y la violencia sólo se puede imponer y conservar el tipo
de sociedad estatal que conocemos, escindida en una racionalidad represora y
una naturalidad destructiva y reprimida: la primera legisla, jerarquiza,
controla, explota y produce, mientras que la segunda sufre en el trabajo, se frustra
en el matrimonio, enloquece de anhelos sin medida y sueña con degollinas e
incendios. Esta sociedad escindida puede ser más
justa o puede estar peor organizada, pero en todo caso será radical y
profundamente insatisfactoria para quienes aspiran a una comunidad creadora, armoniosa
y pacífica: pues la sociedad escindida nunca podrá prescindir de la guerra,
cuyos dos bandos irreconciliables se desgarran perpetuamente en el corazón
devastado de cada uno de sus aterrorizados y violentos ciudadanos.
En cambio, para
el alma rebelde que no acepta la escisión, el problema se plantea de manera muy
distinta. En primer término, la Naturaleza es una sombra de obviedad sospechosa,
cuya perturbadora presencia está demasiado ligada a todos nuestros males como
para aceptarla sin disputa. Quizá hubo Naturaleza, quizá vuelva a haberla, de
eso nada podemos saber de cierto: pero por el momento lo único cierto es que la
Naturaleza es el prototipo mismo de falsa gran idea, núcleo insondable que
positiviza nuestras desdichas demasiado humanas ligándolas a una inexorabilidad
prestigiosa, a una necesidad inatacable por definición que, aspirando a reconciliarnos
de inmediato con nuestros orígenes y todo nuestro pasado, en realidad justifica
nuestro presente y condena nuestro futuro. Nada hay en el hombre ni en el mundo
de ciertamente natural, nada desde que el hombre piensa, trabaja o desea:
aceptemos las consecuencias de la manzana que cominos en el Jardín y aceptémoslas
hasta el fondo, pues es la única forma de que lleguen a redundar en nuestro
provecho y no sólo en nuestro exilio. Cierto que en el hombre, en cada hombre,
hay una voluntad que la razón productiva, legislativa y analítica no domina por
entero, pero esa voluntad es tan inmaculadamente artificial como la razón misma;
nuestros deseos no son antisociales, sino antiestatales; son nuestra más refinada
y lírica capacidad artística: no son el último recuerdo del tigre, sino quizá
el primer regalo del ángel. Precisamente el carácter artificioso del deseo lo vincula
indisolublemente al gran artificio racional, esperanzándonos de este modo sobre
el posible fin de la escisión. La violencia y el terror no son el último
residuo de la naturaleza, sino la primera invención del Estado: de anteriores
violencias y terrores, como de anteriores batallas, cacerías o amores quizá
sepan nuestros sueños, pero en
todo caso no nosotros; y somos nosotros quienes nos hallamos enredados en un
terror y una violencia particulares que ninguna apelación a lo primigenio puede
hacer sin más tolerable. Son un terror y una violencia plenamente artificiales
quienes perpetúan la escisión estatal entre trabajo y ocio, poseedores y desposeídos,
normalidad y perversión, hombre y mujer, razón e imaginación... Nuestra
supuesta espontaneidad salvaje es inducida: el poder separado que se sustenta
de y en nuestra debilidad necesita reflejar de vez en cuando su ferocidad en la
impotencia del individuo que trata de convertirse él mismo en poder, es decir, que
aspira inútilmente a separarse de sí mismo sin pagar por ello, o sea, conservando
su fuerza. La represión que acaba con esta insurrección falsa, que en realidad
es un acto de desesperada sumisión, marca la recaída en la debilidad y el reforzamiento
consiguiente del Leviatán. Los supuestos atributos de la antisocial voluntad «natural»
son en realidad los del Estado —rapacidad, egoísmo paranoico, agresividad,
desprecio del interés minoritario por débil o diferente...— proyectados en una
intimidad cuya presunta espontaneidad está controlada y determinada de antemano.
Lo que se nos consiente como Naturaleza es lo que el Estado monopoliza como auténtico
heredero de la Naturaleza y para precavernos de recaer desconsideradamente en
ella. De este modo, cuanto más naturales nos empeñamos en ser, en mejores
ciudadanos se nos convierte.
De nuestros
deseos poco podemos decir; salvo que su espontaneidad creadora está inextricablemente
mediatizada por las leyes y canales del Estado en que se dan. Esta mediatización
no sólo es represiva, como superficialmente puede creerse: el control del
Estado estriba tanto en suscitar y orientar deseos como en mutilarlos.
Si tuviésemos que
describir brevemente esa intimidad artificial y artística que resiste de algún
modo frente a lo vigente, los rasgos negativos serían los únicos válidos. Intimidad
que no acata la necesidad de lo necesario, es decir, la necesidad de la muerte,
que no consiente identificarse con lo instrumental, que frente a la mediocridad
sin esperanza o el boato cruel proclama su ardiente parentesco con la excelencia.
Esa intimidad trasciende en cierto modo la contraposición subjetivo/objetivo,
pues no aísla de la empresa de vivir en común sino que requiere para ella un
fundamento mejor. Si la llamamos por el nombre que ha recibido en la tradición
cultural —lo sagrado— quizá escandalicemos oídos progresistas, pero apuntaremos
directamente a lo que en ella escapa a los repetitivos y legislados mecanismos
de lo «natural». No trato de pintar con purpurina beatífica la intimidad, que
ciertamente encierra los riesgos más hondos y oculta quizá más sangre en sus
entresijos de la que todos los Tamerlanes
del mundo podrán verter jamás. Pero en su negación sin límites está la
nostalgia activa de una vida no escindida, de justicia sin crueldad y amores
sin cálculo: ella es el único motor que nos levanta contra la muerte, la coacción
y el expolio. En tanto que el Estado no acalle efectiva e irrefutablemente toda
disidencia —es decir, no logre convencernos realmente de la inexorabilidad de nuestra
miseria y dolor— el ímpetu del deseo seguirá siendo para las almas rebeldes, no
la coartada del terror y la violencia, sino la promesa grabada a fuego en
nuestra carne y nuestro espíritu de que un día han de acabar.
Ahora bien: hemos
hablado de revolucionarios, de almas rebeldes. Pero esos míticos y refulgentes
personajes aparecen raramente: quizá algún día los veamos apuntar en unos ojos
amados o latir en nuestro propio corazón, pero por breve tiempo. Todos somos
simples ciudadanos, de primera o segunda, afortunados o abrumados hasta la
desesperación: todos ciudadanos y poco más. En tanto que ciudadanos, simples
reflejos del Estado y menesterosos de terror y violencia para casi todo: para
entendérnoslas con el amor, para mejorar en nuestro trabajo, para tener a raya
a los otros y a lo que en cada yo hay de otro. En tanto llega o no llega la
revolución, somos Estado y apenas podemos ni imaginarnos de otro modo. Si bien
claro está que el terror y la violencia son lo único eficaz en nuestra condición,
¿cómo habremos de renunciar a ellas en los pasos previos a la liberación definitiva?
En las urgencias de la explotación y la vida mutilada, ¿cómo no utilizar el
medio por excelencia, aunque sea con el fin de volverlo contra sí mismo y llegar
a inutilizarlo para siempre? Se ha dicho: símil similibus curantur. ¿No podemos
lícitamente imaginar que sólo el terror puede espantar al terror, que sólo la
violencia puede doblegar la cerviz de la violencia? Después de un más o menos trabajoso
recorrido teórico, llegamos ahora al caso práctico que quizá motivo nuestra
indagación. Digo «quizá» porque ninguno hemos esperado tanto para optar por el
terror y la violencia en nuestra práctica cotidiana: los hemos aceptado como se
acata lo inevitable y sin duda esperamos ahora de la teoría una final justificación
de su uso, el definitivo espaldarazo a lo real que el discurso hegeliano nos ha
acostumbrado a exigir de todo teorizador que se precie. Aquí, sin embargo, no
se juega a eso: que algo sea irremediable no basta para que merezca pleitesía. En
el fondo, lo que se pide comúnmente a la teoría no es tanto un planteamiento
problematizador de los temas que acomete como un certificado de buena conducta
para lo que, con falsa resignación, hemos decidido que «hay que hacer queramos
o no». La reflexión, en cambio, paraliza, sobre todo cuando no se limita a dar
el visto bueno a lo vigente. En mi caso concreto, cuento con la excusa de haber
advertido al lector desde un comienzo que mi objetivo era sólo contribuir a
plantear correcta y radicalmente el tema, en toda su profundidad y más allá de
cualquier anecdotario histórico-político, pero que en modo alguno aspiraba a
resolver la perplejidad ante el «¿qué hacer?» de cada revolucionario. Fundamentalmente,
porque la respuesta al «¿qué hacer?» nunca es teórica ni especulativa. Intentaré
ahora unos últimos apuntes más ceñidos a lo circunstancial, a modo de
prolongación episódica de lo antes expuesto: si su insuficiencia se hace demasiado
patente, vaya en mi descargo que el propósito primordial de este trabajo se
agota de algún modo en lo hasta aquí expuesto.
El revolucionario
quiere ser eficaz: la pasión exige cumplimiento, conquista, no tan sólo
contemplación deleitosa. Puesto que el terror y la violencia son lo más eficaz,
la tentación de recurrir a esas armas —como cualquier político— se hará casi
irresistible. Sin embargo, algo debe ser destacado, algo que cambia totalmente el
enfoque práctico del asunto: el terror y la violencia son lo más eficaz y útil para
el Estado. No para la revolución; es decir, no para la destrucción del Estado.
El Estado no puede subsistir, como hemos visto, más que apoyado en la guerra;
pero la revolución no puede declarar la guerra ni siquiera al Estado, pues tan
cierto es que el Estado se apoya en la guerra como que la guerra necesita y
engendra Estado. Por decirlo de otro modo, de toda guerra. incluso de la guerra
contra el Estado, sólo un Estado puede derivarse. La guerra no es un medio
neutro, no es un cuchillo de excursionista que sirve para lo que uno pida en
cada momento dado. La eficacia estatal y la eficacia revolucionaria se contraponen;
incluso podríamos extremar este dictamen:
puesto que la revolución no tiene lenguaje propio, sino que tan sólo se acomoda
en los intersticios del lenguaje vigente,
en su inversión semántica, conceptos como «eficaz» y «útil» sólo pueden
expresar lo eficaz y útil según el Estado, mientras que lo efectivo para la
revolución pasará a ojos del discurso establecido como lo máximamente ineficaz
y estéril. ¿Hará falta recordar una vez más que tanto el Estado como el fugaz y
puntual revolucionario coexisten en cada uno de nosotros, en el discurso que
nos afirma y en el que nos desmiente, en el que nos tranquiliza y en el que nos
alarma? A quien diga que sin terror y violencia nada ha logrado nunca hacerse, pídasele
que muestre una sola ocasión en que el terror y la violencia hayan producido
otra cosa que Estado con todas sus lacras definitorias, un solo caso en que el terror
y la violencia hayan exterminado eficazmente violencia y terror. Es evidente que,
puesto que aún somos ciudadanos y vivimos en estado de paz/guerra, a veces la
violencia es lo único que puede preservarnos de la destrucción física y así nos
vemos forzados a recurrir a ella; en modo alguno pretendo negar en todo caso la
oportunidad del empleo del terror y violencia para rescatarnos de la aniquilación
a nosotros mismos, a los débiles o a los que amamos, o para evitar irreparable daño
de la justicia o la libertad. Tampoco dentro del Estado y resignados a él puede
tolerarse todo... Pero lo importante es saber que vernos obligados a recurrir a
terror y violencia es parte de la miseria misma que nos oprime, que nada de revolucionario
ni de realmente liberador hay en tales armas, que ninguna esperanza de superar
nuestra condición de ciudadanos puede extraerse de ellas y que la vida y la
autonomía que su uso nos conservan las pagamos al más alto precio, al de ver vida
y autonomía perpetuamente amenazadas por la sociedad de la guerra. Quien sólo
recurre a la violencia al verse estrictamente forzado a ello, sin ilusión y sin
énfasis, con la amargura de quien se mutila para conservar el resto del cuerpo
sano, en una palabra, quien sólo recurre a la violencia y el terror haciéndose
violencia a sí mismo y aterrorizándose de su condición, ése es, si no un
revolucionario, al menos un ciudadano lúcido, cuyo íntimo desgarramiento quizá
porte en sí gérmenes eficazmente liberadores. Pero como cada uno de nuestros
gestos violentos va acompañado de un íntimo vértigo feroz, de un regocijo
cruel, poca duda puede cabemos de nuestra complicidad artificiosamente «natural»
con lo que necesita de la guerra para subsistir y medrar. El terror y la
violencia, incluso por la mejor de las causas, nos convierten siempre en sicarios
del tirano.
Esta consideración
del terror y la violencia como contrarrevolucionarios nada tiene que ver, según
creo que queda claro, con los rechazos tácticos de tales armas por parte de los
partidos socialdemócratas y parlamentaristas. Estos últimos se mueven en el
plano de la política: dan por hecho la existencia y la necesidad de un terror y
una violencia institucionales, para conseguir cuyo control —lo que se llama «el
Poder»— a veces bastan instan- cias democráticas, pactos, cabildeos eco- nómicos
o intrigas de salón, etc... A fin de cuentas, pueden permitirse el lujo de ser
pacíficos en pequeña escala precisamente porque están decididos a ser violentos
en grande, es decir, a mantener cárceles, ejércitos, policías, manicomios, fábricas,
etc. tal y como hasta ahora. Para una modificación tan nimia —nombres nuevos en
lo alto del escalafón o nuevas técnicas de rendimiento laboral— no pa- recen precisas
ni siquiera aconsejables grandes matanzas fuera de programa... basta con
mantener vigentes todas las sólitas instituciones de la muerte o con prometer
solemnemente al respetable público la firme decisión de mantenerlas.
Pero lo auténticamente
difícil empieza cuando se aspira a eliminar todas las instituciones de la
muerte y se percibe la imposibilidad
radical de volver el terror y la violencia contra sus propias pompas y obras. Y
es que la violencia y el terror son un estado general de la sociedad, no la
decisión personal de tal o cual individuo: esto invalida el mito de la responsabilidad
privada, de tanto alcance ético como superfino en lo social, es decir, en la
aspiración no a un conjunto aleatorio de individuos buenos o malos, sino a una comunidad ética
en la que se den las condiciones públicas de ejercicio de la virtud. El
funcionamiento social del mito de la
responsabilidad privada es base de instituciones de la muerte de tanta solera como
la pena capital y el atentado criminal contra hombres políticos. En este sentido,
el viejo dictamen de que el terror se alimenta de terror y la violencia engendra
violencia es perfectamente exacto. Sólo la renuncia al uso de ambos flagelos puede
lograr hacer apagarse sus piras funerarias, por falta de combustible. La ambigüedad
de la instancia a lo responsable «en mi fuero íntimo», en «mis intenciones»,
cuando se trata de este campo, tiene una curiosa confirmación en las «infiltraciones»
de policías en grupos terroristas. Frecuentemente, los bienpensantes se escandalizan
afirmando que tal secuestro o tal crimen de un grupo terrorista de izquierdas sólo
beneficia a la derecha y de ello deducen que en tal organización se ha
infiltrado algún representante del Orden que desvía de sus sanos propósitos a
los revolucionarios. Incluso dentro de esos mismos grupos late constantemente
la sospecha sobre quién pertenece «en su fuero íntimo» a la policía y quién a la
rebelión. Y, claro está, muchas veces alguien que es «en su fuero íntimo»
policía se incrusta en un grupo subversivo y finge poseer un «fuero íntimo» revolucionario,
del mismo modo que el suspicaz terrorista que vigila a sus compañeros en busca
del delator tiene que superponer un «fuero íntimo» policial a su primigenio «fuero
íntimo» subversivo.
En realidad la
infiltración del Orden se ha realizado desde un principio y sin necesidad de
ningún agente doble: ha penetrado en forma de necesidad del terror y la violencia
entre quienes aspiraban a terminar con la sociedad basada en ambos. Y luego sólo
cabe comprobar desoladamente que el Orden, que tantas dificultades parece
experimentar para asimilar ciertas costumbres o ciertas ideas, nada asimila con
tanta fruición y aprovechamiento como la violencia «venga de dónde venga» y
reciba «en el fuero íntimo» de quien la maneja el sentido que sea. Por eso el
policía tiene que financiar grupos terroristas o inventarlos cuando no los hay,
y participar con entusiasmo en auténticos actos subversivos, mientras que el
terrorista interioriza los hábitos y trucos del policía para tratar con sus camaradas
y acaba a veces cediendo a la«neurosis de delación» que culmina dramáticamente
el doble (o triple) juego, creando repentinamente el policía cuya presencia
latente conjuraban sin cesar todos los miembros del grupo. El Orden no es más
que la administración del Desorden y para que funcione necesita echar constantemente
Desorden (naturalmente, Desorden del «suyo», es decir, violento y terrorífico,
guerrero) en sus calderas. Atascado en las trampas de una responsabilidad
cuya privacidad es puramente acusatoria y, en último término, mortífera, el
individuo termina por aceptar «en su fuero íntimo» que sólo se puede ser víctima
o verdugo, que la reja es necesaria y sólo puede elegirse entre estar a un lado
o a otro. Aquí cobra todo su sentido la desesperada e irónica exhortación del condenado
de Bataille a los mirones que asistían a su ejecución: «No confeséis nunca».
Privado de lo
eficaz por excelencia desde el punto de vista del Estado, el revolucionario que
no confía en el terror ni la
violencia no
tiene por qué verse condenado, empero, a la inacción ni resignado a ser
convertido en víctima por quienes no quieren renunciar a ser verdugos. Para Georges
Sorel, por ejemplo, la cristalización de lo que él llamaba violencia revolucionaria
era la huelga general, un medio que, como toda clase de huelga o forma explícita
y activa de no querer, no entra en modo alguno en lo que aquí se ha considerado
violencia o terror. Estos tipos de patente no querer siguen siendo, mientras no
se demuestre lo contrario (y, ¿cómo se ha de demostrar definitivamente?), formas
válidas de lucha revolucionaria. Lo mismo ocurre con todas aquellas fórmulas
paralelas o alternativas que la imaginación propone a las formas vigentes de
gestión de las cosas, basadas ahora en terror y violencia. Y, ante todo, en
aquella retórica crítica, persuasiva, preguntona, dudadora, que hace permanente
propaganda de las objeciones al Sistema de la Razón establecida y acumula
sospechas sobre la necesidad de lo necesario. Esta retórica no se dirige a la
supuesta «naturalidad» feroz y espantosa del hombre, que el Estado suscita y
apalea alternativamente, sino a las cualidades más artificiales con que
contamos: el humor, el escepticismo, el placer que busca compañeros y cómplices,
la pereza, el aburrimiento, la piedad... Sólo en ellas pueden irónicamente
confiar para esperar lo auténticamente Otro quienes abominen sin vacilar de
toda guerra santa.
Fernando Savater
(Cuadernos del Ruedo Ibérico, n. 55-57, enero-junio, 1977)
(Cuadernos del Ruedo Ibérico, n. 55-57, enero-junio, 1977)
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