viernes, 10 de mayo de 2013

DEL TERROR Y LA VIOLENCIA






«El corazón que desprecia cualquier movimiento
raramente es agitado por sobresaltos.
Así suena a veces en el silencio
de los campos un disparo de fusil.»

E. Móntale

Hay temas que se escapan a la reflexión nada más planteados, temas refractarios al argumento o al análisis, buenos únicamente para el dictamen valorativo de conminatoria aprobación o rechazo; cuando finalmente la razón se arriesga a penetrar en ellos, lo hace abrumada de cautelas, atenta exclusivamente al distingo y la casuística, incapaz de ir realmente al fondo mismo del asunto o de tratar de iluminar ni siquiera negativamente lo que allí se oculta tras la niebla de espantos ancestrales. Este es el caso del tema de la violencia y el terrorismo como armas políticas o, mejor dicho, como armas revolucionarias. Esta precisión es importante, pues ya sabemos que, invirtiendo en buena dialéctica la frase de Clausewitz, la política es la continuación de la guerra por otros medios; es decir, que la política lleva la violencia y el terror inscritos en su proyecto mismo, aunque la discusión sobre cuáles pueden ser esos «otros medios» adecuados hace nacer en ella diversas escuelas, es decir, diversos partidos. En cambio, el proyecto revolucionario consiste precisamente en acabar con la guerra entre los hombres; es decir, en suprimir la necesidad de la violencia y el terror como fundamentos de la sociedad: por eso la revolución no es el desenlace de ninguna política, sino la refutación de todas las distintas modalidades o partidos de ésta. Para el político, pues, la violencia y el terror no plantean ningún problema teórico en sí, ya que acepta su necesidad como base del Estado que trata de conquistar, y sólo pueden ser materias a discutir a nivel táctico: cómo utilizarlas oculta o paladinamente, cómo tamizarlas, restringirlas o acentuarlas llegado el caso, etc. La posición del revolucionario es mucho más compleja porque, por un lado, su misma decisión revolucionaria ha sentenciado contra la necesidad y, por supuesto, contra la oportunidad de la violencia y el terror —es decir, se ha pronunciado contra el Estado— pero, por otro, sigue conservando cierta violencia y cierto terror como posible y conflictivo camino hacia la abolición de la violencia y el terror. Esta contradicción lleva al revolucionario a vivir y padecer radicalmente todas las dificultades especulativas que el tema comporta, en un desgarramiento que compromete por igual su teoría y su práctica o, mejor, ante todo, la artificiosa distinción entre ambas. Al decidirme a colaborar en esta colección de estudios sobre Bakunin y Marx, me ha parecido adecuado intentar contribuir, no a resolver, lo que está con mucho fuera de mi alcance, sino a plantear más atinadamente este nuclear foco infeccioso que compromete por igual a ambos revolucionarios. Además, puesto que las simpatías del yo más cercano a mí yo son mayormente libertarias y dado que terrorismo y violencia están íntimamente ligadas a lo más denostado del movimiento ácrata, he pensado que reflexionar sobre este tema puede ser la más válida contribución que un amigo de la teoría puede prestar al advenimiento de la anarquía, es decir, de la comunidad y de la vida.

Lo que no parece en modo alguno adecuado es trastear el tema, echándolo por el lado del comentario histórico. Comenzar ahora a preguntarse qué pensaban realmente sobre la cuestión Bakunin o Nechaev, por ejemplo, no serviría más que para esquivar de mala manera el problema. En seguida nos desviaríamos por las peculiaridades sociopolíticas de las épocas en las que cada personaje vivió y acabaríamos encharcados de pleno en ese relativismo jesuítico que señalé al comienzo como uno de los más próximos peligros que conlleva la meditación sobre estos escabrosos asuntos. Lo mejor es, pues, ir directamente a la cosa y tratar el problema tal y como nos afecta en este preciso momento y en nuestra concreta situación. De lo que los héroes del pasado o los luchadores del futuro dijeran sobre ello, sean el pasado y el futuro responsables y no nosotros.


En primer lugar, debe examinarse qué se entiende por violencia y terror, no sea que crezca un malentendido de base sobre los términos mismos que vamos a manejar. Se habrá advertido que, desde el título mismo de este artículo, doy por sentada la fusión de ambos azotes como si se tratasen de un caballo y un jinete, de una de esas cuatro figuras cuyo galope maldito ensombrece las páginas del Apocalipsis. En realidad, ambos se reúnen en ese fantasma privilegiado, la guerra, sobre el cual siguen estando basados todos los imperios y poderes de este mundo. En cierto modo, tal como Hegel vio, el principal papel de todo Estado es mantener a sus súbditos bajo la permanente amenaza de la guerra, es decir, en paz. La paradoja de Unamuno no es tan chocante como parece: toda paz es paz en la guerra y cuanto más presente esté la guerra en la paz, impregnándola con sus modales y brusquedades, más pacífica será la paz. Violencia y terror son la imprescindible dosis de guerra que necesita toda organización estatal para subsistir en paz; sin ellas, se entraría en un reino inimaginable situado más allá de la guerra y la paz, más allá, por supuesto, del Estado.

Según el mito más o menos aceptado, lo que el hombre buscó en la sociedad de los demás hombres fue su conservación física, el resguardo de esas violencias y terrores «naturales» de los que ya nada sabemos; el Estado, que aspira naturalmente a la máxima naturalidad, conserva la violencia y el terror, un permanente aunque frecuentemente relajado estado de guerra, para que el hombre no se olvide de la necesidad asociativa y se entregue a hacer lo que quiera, como si estuviera solo. Violencia y terror serán entendidos aquí, hasta entrar en mayores sutilezas, como el acto y la amenaza de la destrucción física. Obviamente, tal destrucción admite diversos grados y especificidades, según los sentidos atacados y la modalidad del ataque: mutilación de la voz o del silencio, imposición de sonidos, ocupación de la memoria, limitación mayor o menor de movimientos, privación de luz, de paisajes, deslumbramiento, hambre, sed, desgarramiento de los miembros u órganos del cuerpo, muerte. En el Estado, todo remite de uno u otro modo a la destrucción física, tanto la desobediencia como la insolidaridad, el egoísmo o incluso la obediencia excesivamente confiada. La jungla poblada de rugidos y ojos brillantes que agrupó a los primeros hombres en torno al recién conquistado fuego se ha interiorizado, es la voluntad del individuo. Dentro de cada ciudadano potencialmente levantisco acecha la destructiva naturaleza, lo que justifica todas las coacciones estatales: al individuo, demasiado natural, hay que hacerle violencia para que se pliegue a la ciudadanía. Es natural que así sea, dice el Estado, que está basado en el terror y la violencia porque se compone de individuos inevitablemente «naturales»; y la coacción queda justificada en un doble sentido: la violencia sobre el Individuo se explica apelando a que su naturalidad se opone a la Sociedad vigente, mientras que el terror reinante en la sociedad tiene por coartada la multiplicidad de naturalidades individuales que hay violentamente que reprimir. Consecuentemente, la revolución sería la completa abolición de los violentos y terroríficos residuos naturales que el Estado administra en la sociedad humana: la revolución pretende propiciar la comunidad plenamente artificial. En ella, la distinción misma entre individuo y Sociedad desaparecería como un último resabio de ese estado de naturaleza que se mantiene como principal cimiento de la naturaleza del Estado.

La violencia y el terror son el instrumento de cohesión por excelencia que se utiliza en el Estado. No se conoce fuente más eficaz de unanimidad... Admitido que en el hombre acecha la naturaleza, es decir, lo antisocial —ferocidad rapaz, egoísmo desenfrenado, concupiscencia que no admite límites—, sólo por terror y violencia se puede sacar algo «humano» de él. Los males que provienen de la fisis sólo por medio de la destrucción física o su amenaza pueden curarse. Aquí hay que salir al paso de la habitual banalidad que trata de distinguir entre terror y violencia de
los oprimidos, de los que se enfrentan por la violencia a la violencia estatal. En el Estado fundado en el terror y la violencia, toda violencia y todo terror son estatales, es decir, provienen de la convicción de que en el individuo opuesto a la sociedad y en la sociedad opuesta al individuo hay una naturalidad a controlar y que sólo puede ser controlada por la amenaza o el acto de la destrucción física. El Estado no son los capitalistas, la policía ni los bomberos, sino todos y cada uno de quienes no conocen otro instrumento que la violencia y el terror para reprimir la voluntad del individuo, ese foco infeccioso de la naturaleza que quiere lo indebido, en cualquier momento y a toda costa.

Da exactamente igual para el caso que el brote de voluntad natural a reprimir adopte el aspecto de ansia de poder en el autócrata, de codicia sin escrúpulos en el explotador o de pasión destructiva en el dinamitero: todos caen bajo la violencia y el terror, todos son reos de muerte condenados por un mismo tribunal —el Estado represor-conservador de la Naturaleza— aunque unos sean ejecutados por instancias oficiales y otros por «espontáneos» ilegales. Por medio del terror y la violencia sólo se puede imponer y conservar el tipo de sociedad estatal que conocemos, escindida en una racionalidad represora y una naturalidad destructiva y reprimida: la primera legisla, jerarquiza, controla, explota y produce, mientras que la segunda sufre en el trabajo, se frustra en el matrimonio, enloquece de anhelos sin medida y sueña con degollinas e incendios. Esta sociedad escindida puede ser más justa o puede estar peor organizada, pero en todo caso será radical y profundamente insatisfactoria para quienes aspiran a una comunidad creadora, armoniosa y pacífica: pues la sociedad escindida nunca podrá prescindir de la guerra, cuyos dos bandos irreconciliables se desgarran perpetuamente en el corazón devastado de cada uno de sus aterrorizados y violentos ciudadanos.

En cambio, para el alma rebelde que no acepta la escisión, el problema se plantea de manera muy distinta. En primer término, la Naturaleza es una sombra de obviedad sospechosa, cuya perturbadora presencia está demasiado ligada a todos nuestros males como para aceptarla sin disputa. Quizá hubo Naturaleza, quizá vuelva a haberla, de eso nada podemos saber de cierto: pero por el momento lo único cierto es que la Naturaleza es el prototipo mismo de falsa gran idea, núcleo insondable que positiviza nuestras desdichas demasiado humanas ligándolas a una inexorabilidad prestigiosa, a una necesidad inatacable por definición que, aspirando a reconciliarnos de inmediato con nuestros orígenes y todo nuestro pasado, en realidad justifica nuestro presente y condena nuestro futuro. Nada hay en el hombre ni en el mundo de ciertamente natural, nada desde que el hombre piensa, trabaja o desea: aceptemos las consecuencias de la manzana que cominos en el Jardín y aceptémoslas hasta el fondo, pues es la única forma de que lleguen a redundar en nuestro provecho y no sólo en nuestro exilio. Cierto que en el hombre, en cada hombre, hay una voluntad que la razón productiva, legislativa y analítica no domina por entero, pero esa voluntad es tan inmaculadamente artificial como la razón misma; nuestros deseos no son antisociales, sino antiestatales; son nuestra más refinada y lírica capacidad artística: no son el último recuerdo del tigre, sino quizá el primer regalo del ángel. Precisamente el carácter artificioso del deseo lo vincula indisolublemente al gran artificio racional, esperanzándonos de este modo sobre el posible fin de la escisión. La violencia y el terror no son el último residuo de la naturaleza, sino la primera invención del Estado: de anteriores violencias y terrores, como de anteriores batallas, cacerías o amores quizá sepan nuestros sueños, pero en todo caso no nosotros; y somos nosotros quienes nos hallamos enredados en un terror y una violencia particulares que ninguna apelación a lo primigenio puede hacer sin más tolerable. Son un terror y una violencia plenamente artificiales quienes perpetúan la escisión estatal entre trabajo y ocio, poseedores y desposeídos, normalidad y perversión, hombre y mujer, razón e imaginación... Nuestra supuesta espontaneidad salvaje es inducida: el poder separado que se sustenta de y en nuestra debilidad necesita reflejar de vez en cuando su ferocidad en la impotencia del individuo que trata de convertirse él mismo en poder, es decir, que aspira inútilmente a separarse de sí mismo sin pagar por ello, o sea, conservando su fuerza. La represión que acaba con esta insurrección falsa, que en realidad es un acto de desesperada sumisión, marca la recaída en la debilidad y el reforzamiento consiguiente del Leviatán. Los supuestos atributos de la antisocial voluntad «natural» son en realidad los del Estado —rapacidad, egoísmo paranoico, agresividad, desprecio del interés minoritario por débil o diferente...— proyectados en una intimidad cuya presunta espontaneidad está controlada y determinada de antemano. Lo que se nos consiente como Naturaleza es lo que el Estado monopoliza como auténtico heredero de la Naturaleza y para precavernos de recaer desconsideradamente en ella. De este modo, cuanto más naturales nos empeñamos en ser, en mejores ciudadanos se nos convierte.

De nuestros deseos poco podemos decir; salvo que su espontaneidad creadora está inextricablemente mediatizada por las leyes y canales del Estado en que se dan. Esta mediatización no sólo es represiva, como superficialmente puede creerse: el control del Estado estriba tanto en suscitar y orientar deseos como en mutilarlos.

Si tuviésemos que describir brevemente esa intimidad artificial y artística que resiste de algún modo frente a lo vigente, los rasgos negativos serían los únicos válidos. Intimidad que no acata la necesidad de lo necesario, es decir, la necesidad de la muerte, que no consiente identificarse con lo instrumental, que frente a la mediocridad sin esperanza o el boato cruel proclama su ardiente parentesco con la excelencia. Esa intimidad trasciende en cierto modo la contraposición subjetivo/objetivo, pues no aísla de la empresa de vivir en común sino que requiere para ella un fundamento mejor. Si la llamamos por el nombre que ha recibido en la tradición cultural —lo sagrado— quizá escandalicemos oídos progresistas, pero apuntaremos directamente a lo que en ella escapa a los repetitivos y legislados mecanismos de lo «natural». No trato de pintar con purpurina beatífica la intimidad, que ciertamente encierra los riesgos más hondos y oculta quizá más sangre en sus entresijos de la que todos los Tamerlanes del mundo podrán verter jamás. Pero en su negación sin límites está la nostalgia activa de una vida no escindida, de justicia sin crueldad y amores sin cálculo: ella es el único motor que nos levanta contra la muerte, la coacción y el expolio. En tanto que el Estado no acalle efectiva e irrefutablemente toda disidencia —es decir, no logre convencernos realmente de la inexorabilidad de nuestra miseria y dolor— el ímpetu del deseo seguirá siendo para las almas rebeldes, no la coartada del terror y la violencia, sino la promesa grabada a fuego en nuestra carne y nuestro espíritu de que un día han de acabar.

Ahora bien: hemos hablado de revolucionarios, de almas rebeldes. Pero esos míticos y refulgentes personajes aparecen raramente: quizá algún día los veamos apuntar en unos ojos amados o latir en nuestro propio corazón, pero por breve tiempo. Todos somos simples ciudadanos, de primera o segunda, afortunados o abrumados hasta la desesperación: todos ciudadanos y poco más. En tanto que ciudadanos, simples reflejos del Estado y menesterosos de terror y violencia para casi todo: para entendérnoslas con el amor, para mejorar en nuestro trabajo, para tener a raya a los otros y a lo que en cada yo hay de otro. En tanto llega o no llega la revolución, somos Estado y apenas podemos ni imaginarnos de otro modo. Si bien claro está que el terror y la violencia son lo único eficaz en nuestra condición, ¿cómo habremos de renunciar a ellas en los pasos previos a la liberación definitiva? En las urgencias de la explotación y la vida mutilada, ¿cómo no utilizar el medio por excelencia, aunque sea con el fin de volverlo contra sí mismo y llegar a inutilizarlo para siempre? Se ha dicho: símil similibus curantur. ¿No podemos lícitamente imaginar que sólo el terror puede espantar al terror, que sólo la violencia puede doblegar la cerviz de la violencia? Después de un más o menos trabajoso recorrido teórico, llegamos ahora al caso práctico que quizá motivo nuestra indagación. Digo «quizá» porque ninguno hemos esperado tanto para optar por el terror y la violencia en nuestra práctica cotidiana: los hemos aceptado como se acata lo inevitable y sin duda esperamos ahora de la teoría una final justificación de su uso, el definitivo espaldarazo a lo real que el discurso hegeliano nos ha acostumbrado a exigir de todo teorizador que se precie. Aquí, sin embargo, no se juega a eso: que algo sea irremediable no basta para que merezca pleitesía. En el fondo, lo que se pide comúnmente a la teoría no es tanto un planteamiento problematizador de los temas que acomete como un certificado de buena conducta para lo que, con falsa resignación, hemos decidido que «hay que hacer queramos o no». La reflexión, en cambio, paraliza, sobre todo cuando no se limita a dar el visto bueno a lo vigente. En mi caso concreto, cuento con la excusa de haber advertido al lector desde un comienzo que mi objetivo era sólo contribuir a plantear correcta y radicalmente el tema, en toda su profundidad y más allá de cualquier anecdotario histórico-político, pero que en modo alguno aspiraba a resolver la perplejidad ante el «¿qué hacer?» de cada revolucionario. Fundamentalmente, porque la respuesta al «¿qué hacer?» nunca es teórica ni especulativa. Intentaré ahora unos últimos apuntes más ceñidos a lo circunstancial, a modo de prolongación episódica de lo antes expuesto: si su insuficiencia se hace demasiado patente, vaya en mi descargo que el propósito primordial de este trabajo se agota de algún modo en lo hasta aquí expuesto.

El revolucionario quiere ser eficaz: la pasión exige cumplimiento, conquista, no tan sólo contemplación deleitosa. Puesto que el terror y la violencia son lo más eficaz, la tentación de recurrir a esas armas —como cualquier político— se hará casi irresistible. Sin embargo, algo debe ser destacado, algo que cambia totalmente el enfoque práctico del asunto: el terror y la violencia son lo más eficaz y útil para el Estado. No para la revolución; es decir, no para la destrucción del Estado. El Estado no puede subsistir, como hemos visto, más que apoyado en la guerra; pero la revolución no puede declarar la guerra ni siquiera al Estado, pues tan cierto es que el Estado se apoya en la guerra como que la guerra necesita y engendra Estado. Por decirlo de otro modo, de toda guerra. incluso de la guerra contra el Estado, sólo un Estado puede derivarse. La guerra no es un medio neutro, no es un cuchillo de excursionista que sirve para lo que uno pida en cada momento dado. La eficacia estatal y la eficacia revolucionaria se contraponen; incluso podríamos extremar este dictamen: puesto que la revolución no tiene lenguaje propio, sino que tan sólo se acomoda en los intersticios del lenguaje vigente, en su inversión semántica, conceptos como «eficaz» y «útil» sólo pueden expresar lo eficaz y útil según el Estado, mientras que lo efectivo para la revolución pasará a ojos del discurso establecido como lo máximamente ineficaz y estéril. ¿Hará falta recordar una vez más que tanto el Estado como el fugaz y puntual revolucionario coexisten en cada uno de nosotros, en el discurso que nos afirma y en el que nos desmiente, en el que nos tranquiliza y en el que nos alarma? A quien diga que sin terror y violencia nada ha logrado nunca hacerse, pídasele que muestre una sola ocasión en que el terror y la violencia hayan producido otra cosa que Estado con todas sus lacras definitorias, un solo caso en que el terror y la violencia hayan exterminado eficazmente violencia y terror. Es evidente que, puesto que aún somos ciudadanos y vivimos en estado de paz/guerra, a veces la violencia es lo único que puede preservarnos de la destrucción física y así nos vemos forzados a recurrir a ella; en modo alguno pretendo negar en todo caso la oportunidad del empleo del terror y violencia para rescatarnos de la aniquilación a nosotros mismos, a los débiles o a los que amamos, o para evitar irreparable daño de la justicia o la libertad. Tampoco dentro del Estado y resignados a él puede tolerarse todo... Pero lo importante es saber que vernos obligados a recurrir a terror y violencia es parte de la miseria misma que nos oprime, que nada de revolucionario ni de realmente liberador hay en tales armas, que ninguna esperanza de superar nuestra condición de ciudadanos puede extraerse de ellas y que la vida y la autonomía que su uso nos conservan las pagamos al más alto precio, al de ver vida y autonomía perpetuamente amenazadas por la sociedad de la guerra. Quien sólo recurre a la violencia al verse estrictamente forzado a ello, sin ilusión y sin énfasis, con la amargura de quien se mutila para conservar el resto del cuerpo sano, en una palabra, quien sólo recurre a la violencia y el terror haciéndose violencia a sí mismo y aterrorizándose de su condición, ése es, si no un revolucionario, al menos un ciudadano lúcido, cuyo íntimo desgarramiento quizá porte en sí gérmenes eficazmente liberadores. Pero como cada uno de nuestros gestos violentos va acompañado de un íntimo vértigo feroz, de un regocijo cruel, poca duda puede cabemos de nuestra complicidad artificiosamente «natural» con lo que necesita de la guerra para subsistir y medrar. El terror y la violencia, incluso por la mejor de las causas, nos convierten siempre en sicarios del tirano.

Esta consideración del terror y la violencia como contrarrevolucionarios nada tiene que ver, según creo que queda claro, con los rechazos tácticos de tales armas por parte de los partidos socialdemócratas y parlamentaristas. Estos últimos se mueven en el plano de la política: dan por hecho la existencia y la necesidad de un terror y una violencia institucionales, para conseguir cuyo control —lo que se llama «el Poder»— a veces bastan instan- cias democráticas, pactos, cabildeos eco- nómicos o intrigas de salón, etc... A fin de cuentas, pueden permitirse el lujo de ser pacíficos en pequeña escala precisamente porque están decididos a ser violentos en grande, es decir, a mantener cárceles, ejércitos, policías, manicomios, fábricas, etc. tal y como hasta ahora. Para una modificación tan nimia —nombres nuevos en lo alto del escalafón o nuevas técnicas de rendimiento laboral— no pa- recen precisas ni siquiera aconsejables grandes matanzas fuera de programa... basta con mantener vigentes todas las sólitas instituciones de la muerte o con prometer solemnemente al respetable público la firme decisión de mantenerlas.

Pero lo auténticamente difícil empieza cuando se aspira a eliminar todas las instituciones de la muerte y se percibe la imposibilidad radical de volver el terror y la violencia contra sus propias pompas y obras. Y es que la violencia y el terror son un estado general de la sociedad, no la decisión personal de tal o cual individuo: esto invalida el mito de la responsabilidad privada, de tanto alcance ético como superfino en lo social, es decir, en la aspiración no a un conjunto aleatorio de individuos buenos o malos, sino a una comunidad ética en la que se den las condiciones públicas de ejercicio de la virtud. El funcionamiento social del mito de la responsabilidad privada es base de instituciones de la muerte de tanta solera como la pena capital y el atentado criminal contra hombres políticos. En este sentido, el viejo dictamen de que el terror se alimenta de terror y la violencia engendra violencia es perfectamente exacto. Sólo la renuncia al uso de ambos flagelos puede lograr hacer apagarse sus piras funerarias, por falta de combustible. La ambigüedad de la instancia a lo responsable «en mi fuero íntimo», en «mis intenciones», cuando se trata de este campo, tiene una curiosa confirmación en las «infiltraciones» de policías en grupos terroristas. Frecuentemente, los bienpensantes se escandalizan afirmando que tal secuestro o tal crimen de un grupo terrorista de izquierdas sólo beneficia a la derecha y de ello deducen que en tal organización se ha infiltrado algún representante del Orden que desvía de sus sanos propósitos a los revolucionarios. Incluso dentro de esos mismos grupos late constantemente la sospecha sobre quién pertenece «en su fuero íntimo» a la policía y quién a la rebelión. Y, claro está, muchas veces alguien que es «en su fuero íntimo» policía se incrusta en un grupo subversivo y finge poseer un «fuero íntimo» revolucionario, del mismo modo que el suspicaz terrorista que vigila a sus compañeros en busca del delator tiene que superponer un «fuero íntimo» policial a su primigenio «fuero íntimo» subversivo.

En realidad la infiltración del Orden se ha realizado desde un principio y sin necesidad de ningún agente doble: ha penetrado en forma de necesidad del terror y la violencia entre quienes aspiraban a terminar con la sociedad basada en ambos. Y luego sólo cabe comprobar desoladamente que el Orden, que tantas dificultades parece experimentar para asimilar ciertas costumbres o ciertas ideas, nada asimila con tanta fruición y aprovechamiento como la violencia «venga de dónde venga» y reciba «en el fuero íntimo» de quien la maneja el sentido que sea. Por eso el policía tiene que financiar grupos terroristas o inventarlos cuando no los hay, y participar con entusiasmo en auténticos actos subversivos, mientras que el terrorista interioriza los hábitos y trucos del policía para tratar con sus camaradas y acaba a veces cediendo a la«neurosis de delación» que culmina dramáticamente el doble (o triple) juego, creando repentinamente el policía cuya presencia latente conjuraban sin cesar todos los miembros del grupo. El Orden no es más que la administración del Desorden y para que funcione necesita echar constantemente Desorden (naturalmente, Desorden del «suyo», es decir, violento y terrorífico, guerrero) en sus calderas. Atascado en las trampas de una responsabilidad cuya privacidad es puramente acusatoria y, en último término, mortífera, el individuo termina por aceptar «en su fuero íntimo» que sólo se puede ser víctima o verdugo, que la reja es necesaria y sólo puede elegirse entre estar a un lado o a otro. Aquí cobra todo su sentido la desesperada e irónica exhortación del condenado de Bataille a los mirones que asistían a su ejecución: «No confeséis nunca».

Privado de lo eficaz por excelencia desde el punto de vista del Estado, el revolucionario que no confía en el terror ni la
violencia no tiene por qué verse condenado, empero, a la inacción ni resignado a ser convertido en víctima por quienes no quieren renunciar a ser verdugos. Para Georges Sorel, por ejemplo, la cristalización de lo que él llamaba violencia revolucionaria era la huelga general, un medio que, como toda clase de huelga o forma explícita y activa de no querer, no entra en modo alguno en lo que aquí se ha considerado violencia o terror. Estos tipos de patente no querer siguen siendo, mientras no se demuestre lo contrario (y, ¿cómo se ha de demostrar definitivamente?), formas válidas de lucha revolucionaria. Lo mismo ocurre con todas aquellas fórmulas paralelas o alternativas que la imaginación propone a las formas vigentes de gestión de las cosas, basadas ahora en terror y violencia. Y, ante todo, en aquella retórica crítica, persuasiva, preguntona, dudadora, que hace permanente propaganda de las objeciones al Sistema de la Razón establecida y acumula sospechas sobre la necesidad de lo necesario. Esta retórica no se dirige a la supuesta «naturalidad» feroz y espantosa del hombre, que el Estado suscita y apalea alternativamente, sino a las cualidades más artificiales con que contamos: el humor, el escepticismo, el placer que busca compañeros y cómplices, la pereza, el aburrimiento, la piedad... Sólo en ellas pueden irónicamente confiar para esperar lo auténticamente Otro quienes abominen sin vacilar de toda guerra santa.

Fernando Savater

(Cuadernos del Ruedo Ibérico, n. 55-57, enero-junio, 1977)

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