Mientras algunos de sus adversarios, en el campo de la izquierda, y concretamente los socialistas y comunistas, acusaron a veces a Malatesta de «tolstoiano», otros, más alevosos, desde la derecha, se esforzaron por presentarlo como feroz iconoclasta y predicador de la más ilimitada violencia.
A propósito de Malatesta, escribe Luigi Fabbri:
«Una vez, a cierto sectarismo frío que, a ejemplo de
Torquemada, parecía dispuesto a sacrificar media humanidad para salvar, para la
otra mitad, la árida fórmula de un principio, tuvo que decir: “iYo daría todos
los principios por salvar a un hombre!”. Otra vez, contra un terrorismo que se
cree revolucionario porque le parecen necesarias las ejecuciones en masa para
el triunfo de la revolución, Malatesta exclamaba: “Si para vencer se debiese
elevar la horca en las plazas, preferiré perder”. En julio de 1921, en su
proceso de Milán, terminó sus declaraciones a los jurados con algunas palabras
de dolor por la lucha feroz desencadenada en el país del fascismo, lucha “que
repugnaba a todos y no beneficia a ninguna clase o partido”. Y en las tres
ocasiones no faltaron los que acusaron a Malatesta de tolstoiano o cosa peor» (Malatesta p. 28-29).
Pero, poco más adelante, añade el mismo Fabbri:
«Una de las injusticias de que Malatesta fue víctima
durante muchísimo tiempo, y que en 1919-1920 se agravó por todas las maldades y
las ferocidades que el odio de clase suscitó entonces en contra suya, fue la
leyenda que le describía como un promotor de desórdenes, como un teorizador del
homicidio, como un violento en la propaganda y en los hechos, como un
energúmeno sediento de sangre. Se encontrarán los rastros de ello no sólo en
los periódicos conservadores, reaccionarios y policíacos, sino hasta en algún
periódico de ideas avanzadas. Recuerdo, entre otros, un violento e innoble
artículo contra Malatesta en L’lniciativa Republicana, de Roma, en el que se
aseguraba que provocaba por capricho tumultos sangrientos, mientras era bien
evidente que estos siempre eran provocados por la policía italiana con el
deliberado propósito, sea de detener los progresos del movimiento revolucionario,
sea de crear una ocasión propicia para desembarazarse de un modo u otro del
temido agitador. El haber estado mezclado, desde 1870 en adelante, directa o
indirectamente, en una cantidad de movimientos y tentativas revolucionarias e
insurrecciones europeas, y junto a los informes fabulosos de las policías de
todos los países, que el periodismo burgués y ciertos escritores a lo Lombroso,
por servilismo profesional o por ignorancia, tomaban por oro de ley, habían
facilitado la difusión de la estúpida leyenda» (Malatesta, p. 29).
La verdad es que Malatesta no era un partidario de la resistencia pasiva
y de la no violencia, pese a la estima que sentía por Tolstoi, ni tampoco un
partidario de la violencia destructora e indiscriminada, de los atentados y las
bombas arrojadas alegremente contra justos y pecadores. Aun sin haber leído
ninguno de los textos que consagró en diversas ocasiones al problema de la
violencia, podríamos asegurarlo a partir de un conocimiento básico de su
carácter moral y de su ideario general.
Su posición a este respecto, se acercaba quizás más que a la de ninguno
de los grandes teóricos del anarquismo, a la de Kropotkin.
Ante todo, Malatesta rechaza la idea de la violencia como incompatible
con el anarquismo. Pero aclara, en seguida, que precisamente por eso éste
reconoce a todo hombre el derecho de rechazar la violencia, inclusive
violentamente, cuando ello fuera necesario.
Escribe, así, el 25 de agosto de 1921, en Umanitá Nova:
«Los anarquistas están en contra de la violencia. Esto
es cosa sabida. La idea central del anarquismo es la eliminación de la
violencia de la vida social, es la organización de las relaciones sociales
fundadas sobre la libertad de los individuos, sin intervención del gendarme.
Por ello somos enemigos del capitalismo que obliga a los trabajadores,
apoyándose sobre la protección de los gendarmes, a dejarse explotar por los
poseedores de los medios de producción o incluso a permanecer ociosos o a
sufrir hambre cuando los patrones no tienen interés en explotarlos. Por ello
somos enemigos del Estado, que es la organización coercitiva, es decir,
violenta, de la sociedad. La violencia sólo es justificable cuando resulta
necesaria para defenderse a sí mismo y a los demás contra la violencia. Donde
cesa la necesidad comienza el delito… El esclavo está siempre en estado de
legítima defensa y, por lo tanto, su violencia contra el patrón, contra el
opresor, es siempre moralmente justificable y sólo debe regularse por el
criterio de la utilidad y de la economía del esfuerzo humano y de los
sufrimientos humanos».
Nada más falso, entonces, para Malatesta, que considerar al anarquismo
sinónimo de violencia. Pero ésta es precisamente la idea que de él ha sembrado
la prensa y la literatura burguesa durante más de un siglo. La imagen del
anarquista como tirabombas, como fautor por excelencia de la violencia y del
desorden gratuito, es algo que se originó en la mala fe y en el ánimo
esencialmente hipócrita y mentiroso de la propaganda capitalista y
gubernamental, pero que hoy perpetúa la estupidez y la ignorancia de la mayoría
de los medios de comunicación de masas.
Por eso Malatesta insiste en demostrar que es precisamente el rechazo de
la violencia el rasgo específico y definitorio de la doctrina anarquista. En un
ensayo publicado el 1 de septiembre de 1924, en Pensiero
e Volontá, escribe:
«Hay por cierto otros hombres, otros partidos, otras
escuelas tan sinceramente devotas del bien general como podemos serlo los
mejores de nosotros. Pero lo que distingue a los anarquistas de todos los demás
es justamente el horror por la violencia, el deseo y el propósito de eliminar
la violencia, es decir, la fuerza material, de las competencias entre los
hombres. Se podría decir entonces que la idea específica que distingue a los
anarquistas es la abolición del gendarme, la exclusión de los factores sociales
de la regla impuesta mediante la fuerza bruta, sea ésta legal o ilegal. Pero
entonces se podrá preguntar por qué en la lucha actual contra las instituciones
político-sociales que consideran opresivas, los anarquistas han predicado y
practicado, y predican y practican cuando pueden, el uso de los medios
violentos que están sin embargo en evidente contradicción con sus fines. Y esto
hasta el punto de que en ciertos momentos muchos adversarios de buena fe
creyeron —y todos los de mala fe fingieron creer— que el carácter específico
del anarquismo era justamente la violencia. La pregunta puede parecer
embarazosa, pero es posible responderla en pocas palabras. Ocurre que para que
dos personas vivan en paz es necesario que ambas deseen la paz, si uno de los
dos se obstina en querer obligar por la fuerza al otro a trabajar para él y a
servirlo, para que ese otro pueda conservar su dignidad de hombre y no quedar
reducido a la más abyecta esclavitud, pese a todo su amor por la paz y por el
entendimiento, se verá sin duda obligado a resistir a la fuerza con medios
adecuados»
Para Malatesta, pues, sólo el uso de la fuerza justifica el uso de la
fuerza; sólo la legítima y natural defensa contra toda forma de violencia,
pero, sobre todo, contra la permanente e institucionalizada violencia del
Estado, justifica el uso de la violencia.
Dice, con su característica fuerza y concisión, en el número
correspondiente al 9 de mayo de 1920 de Umanitá Nova:
«Nosotros no queremos soportar ninguna imposición
forzada. Queremos emplear la fuerza contra el gobierno porque éste nos tiene
dominados por la fuerza. Queremos expropiar por la fuerza a los propietarios,
porque éstos detentan por la fuerza las riquezas naturales y el capital fruto
del trabajo, y se sirven de ella para obligar a los demás a trabajar en su
propio beneficio. Combatiremos con la fuerza a quienes quieran retener o
reconquistar con la fuerza los medios que les permiten imponer su voluntad y
explotar el trabajo de los demás. Resistiremos con la fuerza contra cualquier
“dictadura” o “constituyente” que quisiera sobreponerse a las masas en
rebelión. Y combatiremos al Gobierno, como quiera que haya llegado al poder, si
hace leyes y dispone de medios militares y penales para obligar a la gente a la
obediencia. Salvo en los casos enumerados, en los cuales el empleo de la fuerza
se justifica como defensa contra la fuerza, estamos siempre contra la violencia
y en favor de la libre voluntad»
Refiriéndose a la ineludible violencia que comporta toda revolución,
pero sobre todo una que pretenda cambiar desde sus mismos fundamentos las
relaciones humanas y sociales, explica Malatesta en un artículo aparecido
también en Umanitá Nova, el 18 de julio de 1920:
«Como la revolución es, por la necesidad de las cosas,
un acto violento, tiende a desarrollar, más bien que a suprimir, el espíritu de
violencia. Pero la revolución realizada tal como la conciben los anarquistas es
la menos violenta posible y desea frenar toda violencia apenas cesa la
necesidad de oponerse a la fuerza material del gobierno y de la burguesía. Los
anarquistas sólo admiten la violencia como legítima defensa; y si están hoy en
favor de ella, es porque consideran que los esclavos están siempre en estado de
legítima defensa. Pero el ideal de los anarquistas es una sociedad de la cual
haya desaparecido el factor violencia, y ese ideal suyo sirve para frenar,
corregir y destruir el espíritu de prepotencia que la revolución, en cuanto
acto material, tendería a desarrollar».
Estas líneas, escritas en los primeros tiempos de la revolución
bolchevique de Rusia, revelan el mismo espíritu que las cartas de Kropotkin a Lenin en aquellos días. Pensando
precisamente en la dirección que aquella revolución estaba ya tomando, añade, a
continuación, Malatesta:
«El remedio no podría ser en ningún caso la dictadura,
que sólo puede fundamentarse en la fuerza material y tiende necesariamente a la
glorificación del orden policial y militar».
En los días iniciales del fascismo, cuando las bandas armadas y el
recién asumido gobierno hacen gala de su amor por la violencia y glorifican el
uso de la fuerza bruta. Malatesta los asimila a los revolucionarios que sólo
piensan en la venganza y sólo luchan movidos por el odio y el deseo de aplastar
al enemigo vencido. Dice, así, en un artículo publicado en Fede, el 28 de octubre de 1923:
«Estamos en principio contra la violencia y por ello
querríamos que la lucha social, mientras ocurre, se humanizara lo más posible.
Pero esto no significa en absoluto que queramos que esa lucha sea menos
enérgica y menos radical, pues consideramos más bien que las medidas a medias
llegan en fin de cuentas a prolongar indefinidamente la lucha, a volverla
estéril y a producir, en suma, una cantidad mayor de esa violencia que se
querría evitar. Tampoco significa que limitemos el derecho de defensa a la
resistencia contra el atentado material e inminente. Para nosotros, el oprimido
se encuentra siempre en estado de legítima defensa y tiene siempre el pleno
derecho a rebelarse sin esperar que comiencen a descargar las armas sobre él; y
sabemos muy bien que a menudo el ataque es la mejor defensa. Pero aquí está en
juego una cuestión de sentimientos, y para mí el sentimiento cuenta más que
todos los razonamientos. F. habla tranquilamente de “romper la cara al enemigo
después de haberle atado las manos”, aunque las reglas morales y
consuetudinarias no consentían que eso se hiciera. Este es un estado de ánimo
que ya puede llamarse fascista, porque los fascistas han
vuelto lamentablemente consuetudinario el hecho de emplear las peores
violencias contra aquellos a los que se ha puesto en la imposibilidad de
defenderse. La venganza, el odio persistente, la crueldad contra el vencido
reducido a la impotencia pueden comprenderse e incluso perdonarse en el momento
de la irritación, por parte de alguien que ha sido cruelmente ofendido en su
dignidad y en sus afectos más sagrados; pero postular sentimientos de ferocidad
antihumana y elevarlos a tácticas de partido es lo más malo y
contrarrevolucionario que se pueda imaginar. Contrarrevolucionario porque la
revolución para nosotros no debe significar sustitución de un opresor por otro,
del dominio de los demás por el nuestro, sino elevación humana en los hechos y
en los sentimientos, desaparición de toda separación entre vencidos y
vencedores, hermanamiento sincero entre todos los seres humanos, sin lo cual la
historia seguiría llena de esa permanente alternativa de opresiones y
rebeliones, en detrimento del verdadero progreso, y en definitiva, de todos los
hombres, vencidos y vencedores».
No se trata, como es obvio, de condenar toda violencia en sí misma, como
harían Tolstoi y Gandhi. Debe distinguirse, por el contrario, entre la
violencia que es instrumento de liberación y la que es medio de opresión. Y es
claro que, una vez establecida esta distinción, habrá que afirmar también que
la primera es esencialmente moral y la segunda esencialmente inmoral. Ello no
impide que, en cualquier caso, reconozcamos el peligro que el uso de la
violencia implica, ni que rechacemos la acomodaticia y egocéntrica idea de que
nuestra violencia es justa y la del enemigo injusta por definición.
En un artículo publicado en Umanitá Nova, el 21
de octubre de 1922, sostiene Malatesta:
«La violencia es desgraciadamente necesaria para
resistir a la violencia adversaria, y debemos predicarla y prepararla, si no
queremos que la actual condición de esclavitud larvada en que se encuentra la
gran mayoría de la humanidad, perdure y empeore. Pero contiene en sí el peligro
de transformar la revolución en una batalla brutal no iluminada por el ideal y
sin posibilidad de resultados benéficos; y por ello es necesario insistir en
los fines morales del movimiento y en la necesidad, en el deber de contener la
violencia dentro de los límites de la estricta necesidad. No decimos que la
violencia es buena cuando la empleamos nosotros y mala cuando la emplean los
demás contra nosotros. Decimos que la violencia es justificable, es buena, es moral, constituye un deber, cuando
se la emplea para la defensa de sí mismo y de los otros contra las pretensiones
de los violentos; y es mala, esinmoral, si sirve para violentar la
libertad de otro. No somospacifistas, porque la paz no es posible si no
la quieren las dos partes. Consideramos la violencia como necesaria y un deber
para la defensa, pero sólo para la defensa. Y se entiende, no sólo para la
defensa contra el ataque físico, directo, inmediato, sino contra todas las
instituciones que mediante la violencia mantienen esclavizada a la gente.
Estamos contra el fascismo y querríamos que se derrotara, oponiendo a su
violencia una violencia mayor. Y estamos, sobre todo, contra el gobierno que es
la violencia permanente».
Cuando Gaetano Bresci, obrero anarquista,
atenta contra el rey Humberto de Italia y le da muerte, Malatesta escribe en el
único número de un periódico aparecido en Londres, en septiembre de 1900, con
el nombre de Cause ed effetti, un artículo
titulado «La tragedia di Monza». Ya en tal ocasión expone ideas
iguales a las que, como vimos, expresó en los años veinte, después de la
revolución bolchevique y del advenimiento del fascismo en Italia. Dice, en
efecto, allí:
«Nosotros no creemos en el derecho de castigar,
rechazamos la idea de la venganza como sentimiento bárbaro: no tratamos de ser
justicieros ni vengadores. Más santa, más noble, más fecunda nos parece la
misión de liberadores y pacificadores. A los reyes, a los opresores, a los
explotadores les tenderemos con gusto la mano, cuando ellos quieran solamente
volverse hombres entre los hombres, iguales entre iguales. Pero mientras se
obstinen en disfrutar del actual orden de cosas y en defenderlo con la fuerza,
produciendo así el martirio, el embrutecimiento y la muerte por inanición a
millones de criaturas humanas, estamos en la necesidad, estamos en el deber de
oponer la fuerza a la fuerza».
Al año siguiente, el presidente McKinley, «cabeza de
la oligarquía norteamericana, el instrumento y defensor de los grandes
capitalistas, el traidor de los cubanos y de los filipinos, el hombre que
autorizó la masacre de los huelguistas de Hazleton, las torturas de los mineros
de Idaho y las miles de infamias que cada día se cometen contra los
trabajadores en la república modelo, el que encarnaba la política militarista,
conquistadora, imperialista a que se ha lanzado la burguesía americana», cayó
ante el revólver de otro obrero anarquista, el inmigrante Leon Czolgosz, Malatesta escribe, el 22 de septiembre
del mismo año, en L’Agitazione de Roma, un artículo
titulado «Arrestiarnoci sulla chinq», dice allí:
«Ya que la violencia nos rodea y nos asalta por todas
partes, nosotros, continuando serenamente la lucha para que acabe esta horrible
necesidad de tener que responder a la violencia con la violencia, aun anhelando
que llegue pronto el día en que los antagonismos de los intereses y las
pasiones entre los hombres se puedan resolver con medios humanos y civilizados,
guardamos nuestras lágrimas y nuestras flores para otras víctimas que no sean
estos hombres que, poniéndose a la cabeza de las clases explotadoras y
opresoras, asumen las responsabilidades y afrontan los riesgos de su posición».
Malatesta afirma, en todo momento, la necesidad de una lucha enérgica y
sin desmayo contra el Estado. En julio de 1920, escribe en el Programma
anarchico de Bolonia:
«Cuando el pueblo se somete dócilmente a la ley, o la
protesta es débil y platónica, el gobierno se beneficia de ello sin preocuparse
por las necesidades populares; cuando la protesta se vuelve enérgica,
insistente, amenazadora, el gobierno, según sea más o menos iluminado, cede o
reprime, pero siempre se llega a la insurrección, porque si el gobierno no
cede, el pueblo termina rebelándose, y si el gobierno cede, el pueblo adquiere
fe en sí mismo y pretende cada vez más, hasta que la incompatibilidad entre la
libertad y la autoridad se hace evidente y estalla el conflicto violento. Es
necesario entonces prepararse moral y materialmente para que, al estallar la
lucha violenta, el pueblo obtenga la victoria».
Como se ve, aun cuando Malatesta está lejos de ser un amante de la
violencia por la violencia y aun cuando se halla en las antípodas de la fe
fascista en la virtud de la fuerza, está convencido de que la revolución
violenta es inevitable.
No se puede imaginar uno a Malatesta escribiendo a los boyardos rusos
para persuadirlos de las bondades del socialismo, como había hecho Fourier, ni tampoco en actitud de pasiva y religiosa
desobediencia frente a los poderes opresivos, como Tolstoi o Gandhi.
Está convencido de que «la burguesía —como dice en Umanitá Nova del 9 de septiembre de 1921— no se dejará expropiar de buen grado y habrá que apelar siempre al
golpe de fuerza, a la violación del orden legal con medios ilegales». La
finalidad es una sociedad plenamente humana, donde el amor y la concordia se
hagan posibles entre los hombres. Por eso, la violencia que comporta una
oposición entre los medios y el fin, es algo que se hace sentir dolorosamente
en el ánimo de los auténticos anarquistas. Pero el renunciar a ella, cuando se
presenta como medio único de liberación, sería, sin embargo, enteramente
inmoral y, como tal, inadmisible, ya que implica complicidad con el odio y la
opresión que ante todo los anarquistas pretenden desterrar.
Escribe, así, el 27 de abril de 1920, en Umanitá Nova:
«También nosotros sentimos amargura por esta necesidad
de la lucha violenta. Nosotros, que predicamos el amor y combatimos para llegar
a un estado social en el cual la concordia y el amor sean posibles entre los
hombres, sufrimos más que nadie por la necesidad en que nos encontramos de
defendernos con la violencia contra la violencia de las clases dominantes. Pero
renunciar a la violencia liberadora cuando ésta constituye el único medio que
puede poner fin a los prolongados sufrimientos de la gran masa de los hombres y
a las monstruosas carnicerías que enlutan a la humanidad, sería hacernos
responsables de los odios que lamentamos y de los males que derivan del odio».
Carlos Díaz (Las teorías anarquistas, p. 112) sostiene que Malatesta
es un cristiano ateo. Sería mejor decir agnóstico. En todo caso, no es un
cristiano tolstoiano. Para él, la no resistencia al mal es un absurdo teórico y
una inmoralidad práctica. Dice, en efecto, en Pensiero e Volontá,
el 16 de abril de 1925:
«Pienso, y lo he repetido mil veces, que no resistir
al mal activamente, es decir, de todos los modos posibles, es absurdo en
teoría, porque está en contradicción con el fin de evitar y destruir el mal y
es inmoral en la práctica porque reniega de la solidaridad humana y del
consiguiente deber de defender a los débiles y a los oprimidos. Pienso que un
régimen nacido de la violencia y que se sostiene con la violencia sólo puede
ser abatido por una violencia correspondiente y proporcionada, y que por ello
es una tontería o un engaño confiar en la legalidad que los opresores mismos
forjan para su propia defensa. Pero pienso que para nosotros, que tenemos como
fin la paz entre los hombres la justicia y la libertad de todos, la violencia
es un dura necesidad que debe cesar, conseguida la liberación, donde cesa la
necesidad de la defensa y de la seguridad, bajo pena de que se transforme en un
delito contra la humanidad y lleve a nuevas opresiones y nuevas injusticias».
No utilizar la violencia contra los opresores, equivale, para Malatesta,
a hacer violencia a los débiles y oprimidos, que es sin duda el peor género de
violencia. Sin embargo, utilizarla en otro caso que no sea el de legítima
defensa (entendida claro está, en sentido social), equivale a justificar su uso
por parte de los opresores y del Estado.
Dice, por eso, en El Risveglio, el 20
de diciembre de 1922:
«A mi parecer, si la violencia es justa incluso más
allá de la necesidad de la defensa, entonces es justa incluso cuando la
ejercitan contra nosotros, y no tendríamos ninguna razón para protestar. En ese
caso, no podríamos ya confiar en la fuerza material, esa fuerza que
lamentablemente no tenemos».
Alguien podría objetar que resulta muchas veces difícil distinguir los
casos de legítima defensa de los que son una agresión embozada o disimulada.
Pero Malatesta se refiere aquí a algo que en principio es muy claro para él, ya
que habla de la legítima defensa que cualquier oprimido en su situación de tal
ejerce, dentro de la sociedad, contra quien lo oprime y sólo en la medida
necesaria para liberarse de tal opresión. Si esta medida se sobrepasa, se
origina una nueva e inversa situación de injusticia: el antiguo oprimido se
convierte en opresor, y viceversa. Así como en la pseudo-revolución el antiguo
esclavo llega a ser nuevo amo, en la pseudo-autodefensa la antigua víctima se
transforma en nuevo verdugo.
Por otra parte, característica del atentado auténticamente anarquista ha
sido siempre la total exclusión de accidentales e inocentes víctimas. En esto,
el clásico justiciero anarquista se
diferencia profundamente de casi todos los que en nuestros días realizan actos
de terrorismo en nombre de causas «antimperialistas» o de «liberación
nacional». Las dos últimas décadas han presenciado muchas matanzas absurdas,
donde la mayoría de las víctimas no tienen (ni pueden tener) relación alguna
con la opresión contra la cual se protesta por medio del hecho violento.
Véase, por ejemplo, cómo narra Pío Baroja el
atentado del anarquista Francisco Ruiz y Suárez contra
el ministro Cánovas en el hotel madrileño
donde éste vivía:
«Verás lo que pasó: él llevaba una botella de pólvora
cloratada, la puso delante de la verja del hotel y encendió la mecha. Cuando se
retiraba, vio que iba a entrar una criada con unos niños. Inmediatamente Paco
volvió, recogió la botella y en la mano le estalló; le arrancó el brazo la
explosión y lo dejó muerto» (Aurora Roja, Obras Completas, Madrid, 1946 – 1 p. 556).
En los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX se
multiplicaron los casos de robos y asaltos junto con los atentados personales
contra reyes y personajes importantes del mundo político, por obra de
anarquistas o sedicentes anarquistas.
El concepto del robo como expropiación en general fue combatido por los
principales pensadores y teóricos libertarios de la época. Kropotkin, en especial, se dedicó a demostrar que el
robo implica un reconocimiento tácito del derecho de propiedad.
En un articulo titulado «Capitalisti e ladri»,
publicado en la revista Il Pensiero de Roma,
el 16 de marzo de 1911, explica Malatesta:
«Uno de los puntos fundamentales del anarquismo es la abolición del monopolio
de la tierra, de las materias primas y de los instrumentos de trabajo, y por
consiguiente la abolición de la explotación del trabajo ajeno, de todo cuanto
hace posible que un hombre viva sin darle a la sociedad su aporte de producción
es, desde el punto de vista libertario, un robo. Los propietarios, los
capitalistas han robado al pueblo, con la violencia o con el fraude, la tierra
y todos los medios de producción, y como consecuencia de este hurto inicial,
pueden sustraer, cada día, a los trabajadores el producto de su trabajo, Pero
han sido ladrones afortunados, se han vuelto fuertes, han hecho leyes para
legitimar su situación y han organizado todo un sistema de represión para
defenderse tanto contra las reivindicaciones de los trabajadores como contra
aquellos que quieren sustituirlo, haciendo lo que ellos mismos han hecho. Y
ahora, el robo de sus señorías se llama propiedad, comercio, industria, etc.;
el nombre de ladrones está reservado, en cambio, en el lenguaje común, a
aquellos que quisieran seguir el ejemplo de lo capitalistas, pero que, llegados
demasiado tarde y en circunstancias desfavorables, no pueden hacerlo sino
rebelándose contra la ley. Sin embargo, la diferencia de los nombres usados
comúnmente no basta para anular la identidad moral y social de ambas
situaciones. El capitalista es un ladrón que ha tenido éxito por mérito propio
o de sus abuelos; el ladrón es un aspirante a capitalista que espera solamente
llegar a serlo en la realidad, para vivir sin trabajar del producto de su
robo, o sea del trabajo ajeno. Enemigos de los capitalistas, no podemos tener
simpatía por el ladrón que aspira a convertir e en capitalista. Partidarios de
la expropiación hecha por el pueblo en provecho de todos, no podemos, como
anarquistas, tener nada en común con una operación en la cual no se trata sino
de hacer pasar la riqueza de las manos de un propietario a la de otro».
Entre los ladrones que se llamaban «anarquistas» y justificaban su
actividad mediante la teoría de la expropiación hubo algunos que ponían buena
parte del fruto de su depredaciones, al servicio de la propaganda ideológica.
Tal el caso de Severino di Giovanni en la
Argentina, en la década de 1920 (Bayer, Severino di Giovanni,
Buenos Aires).
Otros, como la Banda Bonnot, que
actuaba en la primera década del siglo XX en Francia, Suiza y otros países de
Europa occidental, y que obtuvo por entonces gran celebridad, destinaban apenas
un diez por ciento del producto robado a la causa anarquista (Thomas, La bande a Bonnot, París).
Malatesta escribió sobre la actuación de esta banda supuestamente
anarquista un artículo titulado «I banditi rossi»,
en Volontá de Ancona, el 15 de junio de 1913. El artículo
terminaba con este consejo a los ladrones y asesinos que, a partir de un
individualismo pseudo-nietzscheano, llenos de desprecio por el pueblo, no hacen
sino emular con medios inadecuados a la burguesía:
«Concluiré dando un consejo a quienes “desean vivir su
vida” y no se preocupan de la vida ajena. El robo, el asesinato, son medios
peligrosos y, en general, poco productivos. Por aquel camino, la mayor parte de
la veces se llega sólo a consumir la vida en las cárceles o a perderla en el
patíbulo, especialmente si uno tiene la imprudencia de llamar sobre sí la
atención de la policía, llamándose anarquista o relacionándose con los
anarquistas. Como negocio es un mal negocio. Cuando se es avispado enérgico y
sin escrúpulos puede uno abrirse paso fácilmente entre la burguesía. Traten,
pues, de convertirse en burgueses, con el robo y con el asesinato se entiende,
pero legales. Harán un mejor negocio, y si es cierto que tienen simpatías
intelectuales por el anarquismo, se ahorrarán el disgusto de perjudicar a la
causa que dicen apreciar».
El individualismo de los asaltantes a lo Bonnot no tienen nada en común
con el anarquismo, que está hecho de simpatía hacia todos los oprimidos, de
solidaridad y de esfuerzo compartido por lograr la libertad de todos.
En otro artículo aparecido también en Volontá, cuatro
meses más tarde, con el título de «La base morale dell anarchismo»,
añade Malatesta:
«Si todos obraran como Bonnot, habría Bonnots más
fuertes o más hábiles o más afortunados, que vencerían, reducirían a los otros
a la esclavitud y los obligarían a trabajar para ellos. La emancipación no
puede venir sino cuando lo oprimidos se rebelan contra los opresores en interés
de todos. Una sociedad en la cual se garantice a todos lo individuos el
completo desarrollo de sus personalidades debe estar fundada sobre el amor y
sobre la solidaridad entre los hombres y no puede derivar sino del amor y del
espíritu de sacrificio. De la lucha realizada por cuenta individual no puede
derivar sino la victoria de algunos y, por tanto, la derrota y la sumisión de
los otros».
El asalto, el robo y el terrorismo, por una parte y el pacifismo por la
otra, constituyen, para Malatesta, dos extremos igualmente erróneos y
desaconsejables de la acción anarquista. Su actitud, que coincide con la de Kropotkin, es tan ajena a la pura violencia como a la
absoluta no violencia y lo sitúa tan lejos de Nechaiev como
de Tolstoi.
Según Malatesta, el error de los terroristas y pacifistas proviene de su
común condición de místicos. Uno y otro —quiere decir— sitúan una instancia
emocional como valor absoluto, por encima de la razón.
En el único número de la revista Anarchia, aparecido
en Londres, en el mes de agosto de 1896, escribe, criticando primero el auge de
la tendencia tolstoianas:
«Un poco por reacción contra el abuso que se ha hecho
de la violencia en estos últimos años, un poco por la supervivencia de las
ideas cristianas, y sobre todo por la influencia de la predicación mística de
Tolstoi, a la cual el genio y las elevadas cualidades morales del autor dan
boga y prestigio, comienza a adquirir una cierta importancia entre los
anarquistas el partido de la resistencia pasiva, que tiene por principio que es
necesario dejarse oprimir y vilipendiar a sí mismo y a lo demás, más bien que
hacer el mal al agresor. Es lo que se ha llamado anarquismo pasivo. Puesto que algunas personas, impresionadas por mi aversión
contra la violencia inútil o dañina, han querido atribuirme no sé muy bien si
para elogiarme o denigrarme, tendencias hacia el tolstoísmo, aprovecho la
ocasión para declarar que, a mi parecer, esta doctrina, por más sublimemente
altruista que parezca, es en realidad la negación del instinto y de los deberes
sociales. Un hombre puede, si es muy… cristiano, sufrir pacientemente toda
clase de presiones sin defenderse con todo los medios posibles y seguir siendo
quizás un hombre moral. Pero ¿no sería en la práctica y aun sin quererlo un
terrible egoísta si dejase oprimir a los demás sin tratar de defenderlos? ¿No
lo sería, por ejemplo, si prefiriese que una clase fuese reducida a la miseria,
que un pueblo fuese hollado por el invasor, que un hombre fuera ofendido en su
vida y libertad, más bien que arrancar el pellejo al opresor? Puede haber casos
en los cuales la resistencia pasiva sea un arma eficaz, y entonces resultaría
por cierto la mejor de las armas, porque sería la más económica en sufrimientos
humanos. Pero las más de las veces profesar la resistencia pasiva significa
asegurar a los opresores contra el temor de la rebelión y por lo tanto
traicionar la causa de los oprimidos».
Este claro y razonado rechazo del pacifismo a ultranza, sin concesiones
al terrorismo ciego y la indiscriminada violencia, verdadero ejemplo de
equilibrio moral que es a la vez humanismo heroico, resulta tanto más digno de
admiración y de elogio cuanto mejor se considera el alto prestigio intelectual
y moral del que disfrutaba por entonces en toda Europa el autor de Resurrección, por una parte, y el incontenible auge del
terrorismo, aureolado igualmente en aquel instante con el resplandor terrible
que surgía del yostirneriano y del super hombre
nietzscheano, por la otra.
«Es curioso observar cómo los terroristas y los
tolstoístas, justamente porque unos y otros son místicos, llegan a
consecuencias prácticas casi iguales —prosigue, en el mismo artículo Malatesta—. Aquéllos no dudarían en destruir a media humanidad con tal de
hacer triunfar la idea; éstos dejarían que toda la humanidad permaneciese bajo
el peso de los más grandes sufrimientos más bien que violar un principio. Para
mí, yo preferiría violar todos los principios del mundo con tal de salvar a un
hombre; lo cual equivaldría, en verdad, por otra parte, a respetar el
principio, porque según mi opinión, todos los principios morales y sociológicos
se reducen a uno solo: el bien de los hombres, de todos lo hombres».
Ángel J. Cappelletti
Publicado en Polémica, nº 20, enero 1986
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