sábado, 1 de diciembre de 2012

EL ANARQUISMO NO ES ESPONTANEÍSMO






No estaría de más recordar que la palabra «anarquismo» está plagada de semantemas peyorativos: desorden, anomía, irracionalidad, excentricidad, caos, etcétera. Fue Proudhon quien, para evitar tal impresión, comenzó escribiendo an-arquismo, con el subsiguiente guión moderador entre la preposición y el sustantivo. Pero tal guioncito no fue respetado, y el mismo Proudhon acabó escribiendo la palabra sin guión. Si la anarquía ha venido a ser sinónimo de socialismo libertario en la práctica histórica, para el orden establecido —y también para el orden que espera su turno para establecerse— ha sido sinónimo de las situaciones más confusas y descontroladas ante las que es necesario cerrar filas y adoptar medidas enérgicas.

Anarquismo es, pues, un término negativo y negador, una palabra que nace negando. Ahora bien, ¿qué negaba? ¿Era simplemente una negación? No cabe duda de que el anarquismo surge en gran parte de una rebeldía visceral, como diría Daniel Guerin,[1] de una pasión por la justicia constantemente pisoteada que le lleva a un repudio en conjunto del mundo «oficial» y de la sociedad tal como se presenta. El anarquismo en este sentido ha sido siempre radical; nada de pactos con la burguesía, nada de compromisos, por muy históricos que sean, nada de democracia burguesa. Ahora bien, la negación del orden burgués no supone en modo alguno la negación de cualquier tipo de orden, cosa que nunca se ha propuesto en el movimiento socialista; todo el sistema del anarquismo supone una organización compleja de la sociedad como veíamos anteriormente.

No obstante, y a ella volveremos al final de nuestro estudio, se presentan algunas dificultades dentro de la alternativa anarquista. Su insistencia constante en los aspectos destructores y negativos del poder —«Poned a un San Vicente de Paul en el poder, y se convertirá en un Guizet y un Talleyrand», dirá Proudhon— les hace defender la necesidad de una organización realizada de abajo arriba, nunca impuesta desde un centralismo estatal. La revolución tiene que hacerla el pueblo, no los profesionales revolucionarios ni tampoco el partido poseedor en exclusiva de la línea correcta de actuación. Entonces nos encontramos con una opción: o se da crédito a un socialismo organizado, pero no dirigido y centralizado desde arriba; o no se estima sino un socialismo centralizado en la entidad de un partido único. Ambas opciones se han dado y se siguen dando, cada una con sus contradicciones inherentes. El anarquismo defendió la primera, consciente de todos los peligros del poder, no sin caer en muchas ocasiones en la fácil acusación de autoritarismo dirigida a todos los movimientos obreros que no compartían su credo. En cualquier caso, nos importa resaltar aquí que esta opción está motivada por una decisión de que todo el poder sea para el pueblo, sin poner etapas intermedias de muy dudosa eficacia, sin creer en dictaduras de nadie que alarguen indefinidamente, si no es que lo destruyen definitivamente, un cambio social auténtico.

La acusación de espontaneísmo tiene también otra motivación dentro del pensamiento anarquista: su confianza en la espontaneidad de las masas. Esta, a su vez, está vinculada a la afirmación de que la revolución tiene que hacerse de abajo arriba, sin imposiciones de ningún tipo. Ahora bien, si es cierto que en algunos momentos los teóricos del anarquismo han sentido una inclinación excesiva hacia ese espontaneísmo, confiando en una conflagración final que destruyera todo el orden existente para instalar uno nuevo,[2] no cabe duda también de que no han depositado una fe ciega en el hombre y en las virtudes del proletariado, como claramente lo expresa Proudhon o el mismo Bakunin. La revolución que no sea hecha por el pueblo no será una revolución, sino un simple cambio de nombres y personas; el pueblo, sin embargo, es en gran parte inerte y, sin llegar a las tesis del marxismo leninismo, también insistirán en la necesidad de una conducción por parte de los individuos conscientes.

Esa vanguardia consciente deberá tener cuidado de no convertirse en autoritarios, en nuevos dictadores desconectados del pueblo: su misión es actuar como comadrona de la revolución, difundir entre las masas las ideas socialistas. De aquí se deriva uno de los aspectos fundamentales del anarquismo: su carácter pedagógico, su insistencia constante en que la revolución debe ser integral y cambiar no sólo las relaciones de producción explotadoras propias del sistema capitalista, sino también educar un hombre nuevo socialista en el que ya no se den las tendencias explotadoras. El anarquismo es, en gran medida, una demopedia,[3] una educación del pueblo, al que se dirige para difundir la «idea», como lo hacía un Fermín Salvoechea por los campos andaluces. La solución que ofrece para este arduo problema va en la misma línea que la que más adelante aportará Rosa Luxemburgo; al igual que ésta, afirmaba que la tensión entre la minoría consciente y la masa inconsciente de su explotación se solucionará cuando se alcance la fusión de la ciencia con la masa obrera, Bakunin dirá:

«Esta contradicción no puede ser resuelta más que de una manera: hace falta que la ciencia no siga fuera de la vida de todos, teniendo como representantes a un cuerpo de sabios titulados, y hace falta que ella se fundamente y se extienda en las masas. La ciencia, estando llamada a partir de ahora a representar la conciencia colectiva de la sociedad, debe llegar a ser realmente la propiedad de todo el mundo».[4]

Repetimos que el problema es difícil, prueba de ello es su vigencia en los momentos actuales que atraviesa el socialismo. La solución de Rosa Luxemburgo, al igual que la de Bakunin, tiene el inconveniente de poner un plazo muy largo, mientras que mantienen los aspectos esenciales de una auténtica revolución. Es interesante, a propósito de este problema, las discusiones que se mantuvieron en los años 20 dentro de los medios de la CNT sobre el papel que debía desempeñar el anarquismo dentro del sindicalismo revolucionario. Estas discusiones desembocarían en la constitución de la FAI, como aglutinación de los grupos anarquistas y con el cometido esencial de promover los objetivos de una concepción socialista libertaria de la sociedad dentro de la CNT. Se concibe el anarquismo como inspirador y organizador de la minoría revolucionaria del proletariado, estableciéndose unas relaciones entre los anarquistas y el sindicalismo de vinculación orgánica; tal como es defendido por Abad de Santillán y los grupos argentinos en su famosa alternativa de la «trabazón» —desde luego, el sindicato no será nunca una correa de transmisión, aunque la FAI tenga como misión velar por la pureza de los contenidos revolucionarios de los mismos—, que posteriormente será seguida en España[5].

Por otra parte, dentro del anarquismo ha habido siempre dos tendencias, manifestadas más claramente en el siglo XX. Por un lado estaría una línea más economicista, que ofrecería unas alternativas de organización de las relaciones de producción concretas y definidas. Esta línea no sería, desde luego, espontaneísta, sino quizá bastante rígida en sus esquemas previos, no confiando en ningún momento en un espontaneísmo revolucionario. Junto a ella, el anarquismo ha tenido siempre un profundo contenido ético, ofreciendo una comprensión del hombre y la sociedad en la que jugaría un papel fundamental, por encima de la explotación económica, la opresión de todo lo que impide el pleno desarrollo del hombre. Es esta corriente la que impulsa a los redactores de El Productor[6] a manifestarse a favor de la defensa de «todos los oprimidos de la tierra, y principalmente a los que se hallan encarcelados o perseguidos». Afirmación de indudables resonancias bíblicas, que podría atraer la acusación de ingenuos idealistas sobre ellos por parte del algún ortodoxo del socialismo. Es en virtud de ese componente ético, centrado en el desarrollo de un socialismo integral, lo que hará pensar en algunos casos en un espontaneísmo, cuando en realidad no es sino la aspiración a la liberación definitiva de la clase obrera y del pueblo.

Hay otro aspecto fundamental para comprender estas actitudes del anarquismo, al que dedicaremos más adelante una atención especial. Nos referimos a su concepción de la dialéctica, que nunca fue hegeliana, dado que consideraban ésta como una dialéctica cerrada, defensora de una síntesis final en la que se acabarían todas las contradicciones; esa síntesis, para el anarquismo, sería un nuevo triunfo del despotismo y la explotación. Hay tesis y antítesis, pero no síntesis; la humanidad se encamina hacia una etapa final, pero ni podemos saber exactamente cómo será ni está predeterminada necesariamente desde ahora. Por eso prefirieron el molde cientificista-naturalista de la inducción tal como se planteaba en su siglo. Es muy posible que el fallo de muchos teóricos del anarquismo, y pensamos ahora en un Ricardo Mella, fuera el obsesionarse con no predeterminar nada, con no imponer soluciones preestablecidas que pudieran ser germen de nuevas dictaduras:

«Sistematizar es labor de ciencia, y sistematizando nos cerramos a la ciencia: dogmatizamos. He aquí la razón de todo coto cercado; he aquí la causa de que las creencias quiebren […]. Mas allí donde se alzare un nuevo andamiaje, donde se abrieren nuevos surcos y se edificaren nuevos muros, compareced con vuestros picos y no dejéis piedra sobre piedra. El pensamiento requiere espacio sin límites, el tiempo sin término, la libertad sin mojones. No puede haber teorías acabadas, sistematizaciones completas, filosofías únicas, porque no hay una verdad absoluta, inmutable; hay verdades y verdades, adquiridas y por adquirir».[7]

Es importante tener claro estos dos aspectos, pero, en contra de Mella, no pensamos que sea suficiente quedarse en ellos. Efectivamente, no hay verdades absolutas, pero sí hay verdades objetivas. Los sistemas no deben ser cerrados, pero sí son necesarios. Las relaciones entre la necesidad y la libertad en el desarrollo de la historia hay que tratarlas con más rigor y profundidad, so pena de padecer, no sin razón, la acusación de espontaneístas y retóricos.

Carlos Díaz & Félix García
16 tesis sobre Anarquismo, Zyx, Bilbao, 1976.



[1] Daniel Guerin, El anarquismo, Proyección, Buenos Aires, 1968.
[2] Pío Baroja recoge perfectamente este ambiente de esperanza en una revolución total compartida por los medios anarquistas españoles en su novela Aurora Roja, esperanza que no será compartida ya por el movimiento anarquista posterior.
[3] Carlos Díaz, Demopedia anarquista, «Pensamiento», vol. 29, 1973.
[4] Mijaíl Bakunin, Dios y el Estado, Ginebra, 1882.
[5] Ampliamente tratado en Antonio Elorza, «El anarcosindicalismo español bajo la dictadura», Revista de Trabajo, n. 39-40, 1972.
[6] El Productor, n. 1, 1925.
[7] Ricardo Mella, «La bancarrota de las creencias» en Cuestiones sociales, Valencia, 1912.

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