No estaría de más recordar que la palabra «anarquismo» está plagada de
semantemas peyorativos: desorden, anomía, irracionalidad, excentricidad, caos,
etcétera. Fue Proudhon quien, para evitar tal impresión, comenzó escribiendo an-arquismo,
con el subsiguiente guión moderador entre la preposición y el sustantivo. Pero
tal guioncito no fue respetado, y el mismo Proudhon acabó escribiendo la
palabra sin guión. Si la anarquía ha venido a ser sinónimo de socialismo
libertario en la práctica histórica, para el orden establecido —y también para
el orden que espera su turno para establecerse— ha sido sinónimo de las
situaciones más confusas y descontroladas ante las que es necesario cerrar
filas y adoptar medidas enérgicas.
Anarquismo es, pues, un término negativo y negador, una palabra que
nace negando. Ahora bien, ¿qué negaba? ¿Era simplemente una negación? No cabe
duda de que el anarquismo surge en gran parte de una rebeldía visceral, como
diría Daniel Guerin,[1] de una pasión por la justicia
constantemente pisoteada que le lleva a un repudio en conjunto del mundo
«oficial» y de la sociedad tal como se presenta. El anarquismo en este sentido
ha sido siempre radical; nada de pactos con la burguesía, nada de compromisos,
por muy históricos que sean, nada de democracia burguesa. Ahora bien, la
negación del orden burgués no supone en modo alguno la negación de cualquier
tipo de orden, cosa que nunca se ha propuesto en el movimiento socialista; todo
el sistema del anarquismo supone una organización compleja de la sociedad como
veíamos anteriormente.
No obstante, y a ella volveremos al final de nuestro estudio, se
presentan algunas dificultades dentro de la alternativa anarquista. Su
insistencia constante en los aspectos destructores y negativos del poder —«Poned
a un San Vicente de Paul en el poder, y se convertirá en un Guizet y un
Talleyrand», dirá Proudhon— les hace defender la necesidad de una organización
realizada de abajo arriba, nunca impuesta desde un centralismo estatal. La
revolución tiene que hacerla el pueblo, no los profesionales revolucionarios ni
tampoco el partido poseedor en exclusiva de la línea correcta de actuación.
Entonces nos encontramos con una opción: o se da crédito a un socialismo
organizado, pero no dirigido y centralizado desde arriba; o no se estima sino
un socialismo centralizado en la entidad de un partido único. Ambas opciones se
han dado y se siguen dando, cada una con sus contradicciones inherentes. El
anarquismo defendió la primera, consciente de todos los peligros del poder, no
sin caer en muchas ocasiones en la fácil acusación de autoritarismo dirigida a
todos los movimientos obreros que no compartían su credo. En cualquier caso,
nos importa resaltar aquí que esta opción está motivada por una decisión de que
todo el poder sea para el pueblo, sin poner etapas intermedias de muy dudosa
eficacia, sin creer en dictaduras de nadie que alarguen indefinidamente, si no
es que lo destruyen definitivamente, un cambio social auténtico.
La acusación de espontaneísmo tiene también otra motivación dentro del
pensamiento anarquista: su confianza en la espontaneidad de las masas. Esta, a
su vez, está vinculada a la afirmación de que la revolución tiene que hacerse
de abajo arriba, sin imposiciones de ningún tipo. Ahora bien, si es cierto que
en algunos momentos los teóricos del anarquismo han sentido una inclinación
excesiva hacia ese espontaneísmo, confiando en una conflagración final que
destruyera todo el orden existente para instalar uno nuevo,[2] no cabe duda también de
que no han depositado una fe ciega en el hombre y en las virtudes del
proletariado, como claramente lo expresa Proudhon o el mismo Bakunin. La
revolución que no sea hecha por el pueblo no será una revolución, sino un
simple cambio de nombres y personas; el pueblo, sin embargo, es en gran parte
inerte y, sin llegar a las tesis del marxismo leninismo, también insistirán en
la necesidad de una conducción por parte de los individuos conscientes.
Esa vanguardia consciente deberá tener cuidado de no convertirse en
autoritarios, en nuevos dictadores desconectados del pueblo: su misión es
actuar como comadrona de la revolución, difundir entre las masas las ideas
socialistas. De aquí se deriva uno de los aspectos fundamentales del
anarquismo: su carácter pedagógico, su insistencia constante en que la
revolución debe ser integral y cambiar no sólo las relaciones de producción
explotadoras propias del sistema capitalista, sino también educar un hombre
nuevo socialista en el que ya no se den las tendencias explotadoras. El anarquismo
es, en gran medida, una demopedia,[3] una educación del pueblo,
al que se dirige para difundir la «idea», como lo hacía un Fermín Salvoechea
por los campos andaluces. La solución que ofrece para este arduo problema va en
la misma línea que la que más adelante aportará Rosa
Luxemburgo; al igual que ésta, afirmaba que la tensión entre la minoría
consciente y la masa inconsciente de su explotación se solucionará cuando se
alcance la fusión de la ciencia con la masa obrera, Bakunin dirá:
«Esta contradicción no puede ser resuelta más que de
una manera: hace falta que la ciencia no siga fuera de la vida de todos,
teniendo como representantes a un cuerpo de sabios titulados, y hace falta que
ella se fundamente y se extienda en las masas. La ciencia, estando llamada a
partir de ahora a representar la conciencia colectiva de la sociedad, debe
llegar a ser realmente la propiedad de todo el mundo».[4]
Repetimos que el problema es difícil, prueba de ello es su vigencia en
los momentos actuales que atraviesa el socialismo. La solución de Rosa Luxemburgo, al igual que la de Bakunin, tiene
el inconveniente de poner un plazo muy largo, mientras que mantienen los
aspectos esenciales de una auténtica revolución. Es interesante, a propósito de
este problema, las discusiones que se mantuvieron en los años 20 dentro de los
medios de la CNT sobre el papel que debía desempeñar el anarquismo dentro del
sindicalismo revolucionario. Estas discusiones desembocarían en la constitución
de la FAI, como aglutinación de los grupos anarquistas y con el cometido
esencial de promover los objetivos de una concepción socialista libertaria de
la sociedad dentro de la CNT. Se concibe el anarquismo como inspirador y
organizador de la minoría revolucionaria del proletariado, estableciéndose unas
relaciones entre los anarquistas y el sindicalismo de vinculación orgánica; tal
como es defendido por Abad de Santi llán
y los grupos argentinos en su famosa alternativa de la «trabazón» —desde luego,
el sindicato no será nunca una correa de transmisión, aunque la FAI tenga como
misión velar por la pureza de los contenidos revolucionarios de los mismos—,
que posteriormente será seguida en España[5].
Por otra parte, dentro del anarquismo ha habido siempre dos
tendencias, manifestadas más claramente en el siglo XX. Por un lado estaría una
línea más economicista, que ofrecería unas alternativas de organización de las
relaciones de producción concretas y definidas. Esta línea no sería, desde
luego, espontaneísta, sino quizá bastante rígida en sus esquemas previos, no
confiando en ningún momento en un espontaneísmo revolucionario. Junto a ella,
el anarquismo ha tenido siempre un profundo contenido ético, ofreciendo una
comprensión del hombre y la sociedad en la que jugaría un papel fundamental,
por encima de la explotación económica, la opresión de todo lo que impide el
pleno desarrollo del hombre. Es esta corriente la que impulsa a los redactores
de El Productor[6] a manifestarse a
favor de la defensa de «todos los oprimidos de la tierra, y principalmente a
los que se hallan encarcelados o perseguidos». Afirmación de indudables
resonancias bíblicas, que podría atraer la acusación de ingenuos idealistas
sobre ellos por parte del algún ortodoxo del socialismo. Es en virtud de ese
componente ético, centrado en el desarrollo de un socialismo integral, lo que
hará pensar en algunos casos en un espontaneísmo, cuando en realidad no es sino
la aspiración a la liberación definitiva de la clase obrera y del pueblo.
Hay otro aspecto fundamental para comprender estas actitudes del
anarquismo, al que dedicaremos más adelante una atención especial. Nos
referimos a su concepción de la dialéctica, que nunca fue hegeliana, dado que
consideraban ésta como una dialéctica cerrada, defensora de una síntesis final
en la que se acabarían todas las contradicciones; esa síntesis, para el
anarquismo, sería un nuevo triunfo del despotismo y la explotación. Hay tesis y
antítesis, pero no síntesis; la humanidad se encamina hacia una etapa final,
pero ni podemos saber exactamente cómo será ni está predeterminada
necesariamente desde ahora. Por eso prefirieron el molde
cientificista-naturalista de la inducción tal como se planteaba en su siglo. Es
muy posible que el fallo de muchos teóricos del anarquismo, y pensamos ahora en
un Ricardo Mella, fuera el obsesionarse con no predeterminar nada, con no
imponer soluciones preestablecidas que pudieran ser germen de nuevas
dictaduras:
«Sistematizar es labor de ciencia, y sistematizando
nos cerramos a la ciencia: dogmatizamos. He aquí la razón de todo coto cercado;
he aquí la causa de que las creencias quiebren […]. Mas allí
donde se alzare un nuevo andamiaje, donde se abrieren nuevos surcos y se
edificaren nuevos muros, compareced con vuestros picos y no dejéis piedra sobre
piedra. El pensamiento requiere espacio sin límites, el tiempo sin término, la
libertad sin mojones. No puede haber teorías acabadas, sistematizaciones
completas, filosofías únicas, porque no hay una verdad absoluta, inmutable; hay
verdades y verdades, adquiridas y por adquirir».[7]
Es importante tener claro estos dos aspectos, pero, en contra de
Mella, no pensamos que sea suficiente quedarse en ellos. Efectivamente, no hay
verdades absolutas, pero sí hay verdades objetivas. Los sistemas no deben ser
cerrados, pero sí son necesarios. Las relaciones entre la necesidad y la
libertad en el desarrollo de la historia hay que tratarlas con más rigor y
profundidad, so pena de padecer, no sin razón, la acusación de espontaneístas y
retóricos.
Carlos
Díaz & Félix García
16 tesis sobre Anarquismo, Zyx, Bilbao, 1976.
[1] Daniel Guerin, El anarquismo, Proyección, Buenos Aires,
1968.
[2] Pío Baroja recoge
perfectamente este ambiente de esperanza en una revolución total compartida por
los medios anarquistas españoles en su novela Aurora Roja, esperanza que no será compartida ya por el movimiento
anarquista posterior.
[3] Carlos Díaz, Demopedia anarquista, «Pensamiento»,
vol. 29, 1973.
[4] Mijaíl Bakunin, Dios y el Estado, Ginebra, 1882.
[5] Ampliamente tratado en Antonio
Elorza, «El anarcosindicalismo español bajo la dictadura», Revista de
Trabajo, n. 39-40, 1972.
[7] Ricardo Mella, «La
bancarrota de las creencias» en Cuestiones
sociales, Valencia, 1912.
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