La defensa de la autonomía del
arte como valor absoluto y despolitizado no puede sostenerse con la impunidad
de que disfrutaba hace unos años. Hoy, el análisis crítico de las conexiones
entre pensamiento estético e ideología económica ha puesto en evidencia que la
autonomía del arte se materializaba mayoritariamente en países capitalistas y
en obras creadas por varones occidentales de raza blanca. La «calidad», como
dijo un artista negro, era un concepto para la exclusión. Durante la época de
la Guerra Fría, uno de los máximos defensores de la pureza del arte fue el
famoso crítico estadounidense Clement Greenberg. Greenberg colaboró de forma
continuada con la CIA en un amplio proyecto para potenciar el «arte por el
arte», la abstracción y el genio individual del artista «libre», en detrimento
del servilismo de los artistas oficialistas del bloque socialista, los cuales
estaban obligados a representar los programas simbólicos de sus gobiernos,
usando, generalmente, la figuración. El Pop americano descubriría poco después
el poder de la figuración para transmitir la ideología del consumo.
En el siglo XX el arte ha gozado
de una inusitada libertad para la experimentación formal pero, al igual que el
psicoanálisis lacaniano, ha magnificado tanto el significante que lo ha
convertido en significado. Para limar el narcisismo exacerbado y el
ensimismamiento que ese delirio ha producido, el psicoanálisis exclusivamente
lingüístico ha tenido que admitir que otras terapias de tipo gestáltico o
humanista conseguían obtener mejores y más rápidas curas al integrar la
sensación, el contacto físico o la teatralización de las emociones reprimidas.
En el terreno del arte, muchos creadores han buscado una relación más equilibrada
entre forma, contenido y función social; han ido más allá del objeto y han
utilizado el arte con fines terapéuticos, comunicativos o claramente políticos,
reclamando una participación activa del espectador en la configuración de las
obras. Sin embargo, concebir las artes visuales como medios para paliar el
dolor o para promover y mejorar las relaciones sociales molesta mucho a los
puristas, especialmente a los que reverencian las vanguardias del siglo XX,
cuyas rupturas y avances formalistas satisfacen sus fantasías pequeño-burguesas
de éxtasis y revolución. Los artistas que han intentado acortar las distancias
entre la obra y el público, para hacer del arte no un becerro de oro sino un
instrumento útil para la vida, son en muchos casos calificados «de segundo
orden». El hermetismo, la jerarquización y la prepotencia han sido rasgos
comunes a la institucionalización compartimentada de los saberes y poner en
cuestión esas fortalezas tiene sus riesgos.
A la vez que sigue vendiendo sus
fetiches como ídolos sagrados en la sociedad del espectáculo, el arte
hegemónico ha necesitado huir de las ideas gastadas y de los significantes
huecos, y para ello ha buscado renovarse con las energías de sus periferias. El
multiculturalismo ha servido como pantalla para paliar un relativo sentimiento
de culpa en la época poscolonial, pero ha ayudado también a descubrir que hay
otras formas de producir sentido y belleza no determinadas por los paradigmas
occidentales. Sin embargo, la globalización promovida por el capitalismo
transnacional busca que «los otros» hablen sólo de su exotismo para convertir
en estereotipo cualquier gesto de sus diferencias. El vertiginoso consumo de
imágenes incrementa su obsolescencia y obliga a desbrozar continuamente la
hiperproducción del mercado con el fin de encontrar creaciones que nos
devuelvan el placer de sentir que la crítica, la incertidumbre y la fuerza
poética pueden renovar los lenguajes y el sentido.
Hay obras que son rígidamente herméticas y que requieren la decodificación regulada por las instituciones que las protegen. Hay otras creaciones que, aunque son concebidas como autosuficientes y cerradas en el propio mundo del artista, irradian de tal forma su poder que se convierten en significantes porosos a los que el espectador puede inocular sus propios significados. Son «textos» que el lector puede conectar con otras áreas de su saber o de su experiencia y en esta interpretación intertextual radica la posibilidad de una creatividad compartida. Hay por fin otras obras que nacen con la voluntad fundamental de ser un medio y no un fin en sí mismas: no tienen vocación de eternidad sino que sirven como puentes para conectar realidades distintas. Son a menudo parte de un ritual, de una puesta en escena temporal en la que el artista actúa como oficiante de una serie de acciones dirigidas a transformar la conciencia de los espectadores. El artista quiere provocar una catarsis y son las actitudes las que se convierten en formas. Este dinamismo ha acercado las artes visuales al teatro: las obras son condensadores de energías que (siguiendo a Artaud cuando comparaba el teatro con la peste) liberan conflictos y fuerzas escondidas (y, como él bien decía, «si estas fuerzas son negras no es culpa del teatro sino de la vida»).
Cuando Aristóteles teorizó la
catarsis -como purga terapéutica para el espectador- constató que se basaba en
la mímesis proyectiva, que transformaba la conciencia y el comportamiento al
poner en marcha energías físicas y psíquicas que liberaban las emociones
reprimidas. El arte, como el lenguaje, no sólo da forma a lo real sino que
puede cambiarlo. En nuestra época, el poder terapéutico de la palabra ha sido
ampliamente explorado por el psicoanálisis. La fuerza de las imágenes como
condensadoras de significado y como motores de conducta es evidente desde
Lascaux hasta la publicidad contemporánea. En el contexto de la historia del
arte, hay una figura finisecular, Aby Warburg (1866-1929), que inició un
ambicioso proyecto de recolección de imágenes «actuantes», dotadas de un alto
poder orgiástico y simbólico. Mnemosine
era una especie de atlas enciclopédico en el que Warburg estudiaba las
migraciones y conexiones entre imágenes de diversas zonas culturales. Pero este
investigador no fue sólo un bibliotecario obsesionado por la arqueología
historiográfica sino que compaginó ese trabajo de archivista con viajes a
lugares tan remotos —a principios de siglo— como Nuevo México, donde vivió de
cerca los rituales de las serpientes de los indios Hopi. Warburg describió cómo
el danzante perdía su identidad a través de convulsiones que lo integraban con
las fuerzas de la naturaleza mediante la asociación cósmica entre la serpiente,
como habitante del interior de la tierra, y el relámpago, como energía del
cielo. El mismo había perdido su equilibrio psíquico en diversas crisis que le
sobrevinieron después de la primera guerra mundial y estuvo internado durante
varios periodos en una clínica. Por ello le interesó profundamente «el dolor
como ojo del espíritu» y las imágenes que podían expresarlo.
De hecho, la enfermedad ha sido
la causa de la dedicación al arte de muchos pintores, que usan la expresión
plástica como un medio privilegiado para re-presentar o exorcizar sus males o
los de sus contemporáneos. Alguien tan reconocido como Matisse empezó a pintar
durante un largo periodo de convalecencia y durante toda su vida prestó sus
cuadros a amigos enfermos para que la visión de sus formas sensuales y
placenteras calmara sus angustias. Para él la pintura era como un sillón
confortable en el que poder descansar. El hedonismo compositivo y la intensidad
colorista son un ejemplo de cómo las energías visuales pueden conducir al
espectador hacia la salud, el placer y el pensamiento positivo. Pero las
imágenes también pueden desencadenar la locura. Es por eso que algunos «alienados»
han intentado apuñalar a la Monalisa o destruir otros cuadros en los museos.
En el terreno escultórico, Louise
Bourgeois es sin duda la artista que aún produciendo «obras» ha sabido
borrar las fronteras que separan las disciplinas. En sus «celdas» ha integrado
la escultura, la instalación y la arquitectura para crear espacios psíquicos en
los que dar forma a sus fantasmas y poner en cuestión la autoridad del Padre.
Otro artista que basó su obra en la idea de curación, tanto de sí mismo como de
la tierra enferma, fue Joseph Beuys. Inspirado por las visiones cosmogónicas
del romanticismo alemán, Beuys creía que la enfermedad del hombre contemporáneo
venía de la alienación que lo convertía en pura fuerza productiva para el
capital y que lo desligaba de su conexión con la naturaleza. Su concepto de
«escultura social» explicitaba la idea de que la escultura no necesitaba
producir objetos, sino realizar acciones o comunicar pensamientos que moldearan
la conciencia de la gente. Ese cambio tan inmaterial en la mente de los
individuos era ya en sí la escultura social.
La artista brasileña Lygia Clark
ha llevado aún más lejos la desacralización de la autonomía del objeto
artístico y ha impulsado su uso como elemento de una «estética relacional».
Lygia Clark llamaba a sus obras «proposiciones» (propuestas que el espectador
puede seguir o no) y usaba materiales cotidianos, objetos precarios, sencillos
(como lana, piedras, caracolas, plásticos, etc..) que aplicados sobre el cuerpo
del espectador despertaban sus sensaciones. Los objetos no tienen ningún
significado en sí mismos, son réplicas que se construyen para cada exposición y
que cada espectador podría fabricar en su casa. Su sentido nace cuando son
usados como elementos para la interacción entre individuos en sesiones de
terapia o en juegos colectivos. Su finalidad es estimular el intercambio y el
entrelazamiento de energías que descubran y transformen el potencial
psicosomático de los individuos o de los grupos para calmar el dolor, revivir traumas
o sentir el potencial de placer del propio cuerpo.
Ni las utopías de orden y sistema
de la Modernidad —representadas en el trabajo de, por ejemplo, Mondrian—, ni el
rígido higienismo de los regímenes totalitarios (que escondían la enfermedad y
consideraban el arte moderno como un arte degenerado), consiguieron ocultar las
zonas de sombra y el malestar de la cultura occidental. Es quizá por ello que
el psicoanálisis surgió en uno de los lugares más enfermos y más necesitados de
Europa: en Austria y en la ciudad de Viena. Actualmente, una vez caído el muro
de Berlín, el capitalismo transnacional ha extendido sus voraces tentáculos por
todo el planeta, la dicotomía entre el artista libre y el oprimido ha
desaparecido y todos estamos sometidos al nuevo totalitarismo del mercado. En
este contexto vuelve a tener sentido el artista como curandero, como trabajador
social, como catalizador que activa las relaciones sociales, que estimula la
renovación urbanística, o que se dedica a la terapia creativa. Para los que
buscamos nuevos modelos para la producción del saber y la distribución del
poder es imprescindible la deconstrucción sistemática de las «verdades» del
pasado, el cuestionamiento de los modelos impuestos por los medios de masas,
así como una nueva puesta en relación entre disciplinas y esferas que se
querían separadas, porque, al aislar y tecnificar los problemas, el Poder
segrega y reduce los espacios de intercambio cultural y político. El arte y el
lenguaje nos sujetan a sus leyes y nos imponen sus códigos pero pueden crear
espacios de cuestionamiento y de reinterpretación, de emoción y de belleza.
Idealmente, la exposición debería ser un lugar de intercambio simbólico entre
el artista y la comunidad, y el artista, un creador de propuestas que ayuden a
construir ciudadanos críticos y nuevos diálogos políticos. Hoy es necesario
fomentar nuevas relaciones de deseo, establecer transferencias con personas,
objetos o sistemas simbólicos que permitan que se genere esa «plasticidad
transferencial» que nos ayude a curarnos y a sanar el mundo en el que vivimos.
Hemos de permitir que el arte ocupe otros lugares y que a veces sea un mediador
tan cálido, tan crítico o tan doloroso como un/a asistente social.
Rosa Martínez
Archipiélago, n. 41, Barcelona, 2000.
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