viernes, 10 de agosto de 2012

BUSCANDO OTROS LUGARES: EL ARTE COMO ASISTENCIA SOCIAL






La defensa de la autonomía del arte como valor absoluto y despolitizado no puede sostenerse con la impunidad de que disfrutaba hace unos años. Hoy, el análisis crítico de las conexiones entre pensamiento estético e ideología económica ha puesto en evidencia que la autonomía del arte se materializaba mayoritariamente en países capitalistas y en obras creadas por varones occidentales de raza blanca. La «calidad», como dijo un artista negro, era un concepto para la exclusión. Durante la época de la Guerra Fría, uno de los máximos defensores de la pureza del arte fue el famoso crítico estadounidense Clement Greenberg. Greenberg colaboró de forma continuada con la CIA en un amplio proyecto para potenciar el «arte por el arte», la abstracción y el genio individual del artista «libre», en detrimento del servilismo de los artistas oficialistas del bloque socialista, los cuales estaban obligados a representar los programas simbólicos de sus gobiernos, usando, generalmente, la figuración. El Pop americano descubriría poco después el poder de la figuración para transmitir la ideología del consumo.

En el siglo XX el arte ha gozado de una inusitada libertad para la experimentación formal pero, al igual que el psicoanálisis lacaniano, ha magnificado tanto el significante que lo ha convertido en significado. Para limar el narcisismo exacerbado y el ensimismamiento que ese delirio ha producido, el psicoanálisis exclusivamente lingüístico ha tenido que admitir que otras terapias de tipo gestáltico o humanista conseguían obtener mejores y más rápidas curas al integrar la sensación, el contacto físico o la teatralización de las emociones reprimidas. En el terreno del arte, muchos creadores han buscado una relación más equilibrada entre forma, contenido y función social; han ido más allá del objeto y han utilizado el arte con fines terapéuticos, comunicativos o claramente políticos, reclamando una participación activa del espectador en la configuración de las obras. Sin embargo, concebir las artes visuales como medios para paliar el dolor o para promover y mejorar las relaciones sociales molesta mucho a los puristas, especialmente a los que reverencian las vanguardias del siglo XX, cuyas rupturas y avances formalistas satisfacen sus fantasías pequeño-burguesas de éxtasis y revolución. Los artistas que han intentado acortar las distancias entre la obra y el público, para hacer del arte no un becerro de oro sino un instrumento útil para la vida, son en muchos casos calificados «de segundo orden». El hermetismo, la jerarquización y la prepotencia han sido rasgos comunes a la institucionalización compartimentada de los saberes y poner en cuestión esas fortalezas tiene sus riesgos.

A la vez que sigue vendiendo sus fetiches como ídolos sagrados en la sociedad del espectáculo, el arte hegemónico ha necesitado huir de las ideas gastadas y de los significantes huecos, y para ello ha buscado renovarse con las energías de sus periferias. El multiculturalismo ha servido como pantalla para paliar un relativo sentimiento de culpa en la época poscolonial, pero ha ayudado también a descubrir que hay otras formas de producir sentido y belleza no determinadas por los paradigmas occidentales. Sin embargo, la globalización promovida por el capitalismo transnacional busca que «los otros» hablen sólo de su exotismo para convertir en estereotipo cualquier gesto de sus diferencias. El vertiginoso consumo de imágenes incrementa su obsolescencia y obliga a desbrozar continuamente la hiperproducción del mercado con el fin de encontrar creaciones que nos devuelvan el placer de sentir que la crítica, la incertidumbre y la fuerza poética pueden renovar los lenguajes y el sentido.

Hay obras que son rígidamente herméticas y que requieren la decodificación regulada por las instituciones que las protegen. Hay otras creaciones que, aunque son concebidas como autosuficientes y cerradas en el propio mundo del artista, irradian de tal forma su poder que se convierten en significantes porosos a los que el espectador puede inocular sus propios significados. Son «textos» que el lector puede conectar con otras áreas de su saber o de su experiencia y en esta interpretación intertextual radica la posibilidad de una creatividad compartida. Hay por fin otras obras que nacen con la voluntad fundamental de ser un medio y no un fin en sí mismas: no tienen vocación de eternidad sino que sirven como puentes para conectar realidades distintas. Son a menudo parte de un ritual, de una puesta en escena temporal en la que el artista actúa como oficiante de una serie de acciones dirigidas a transformar la conciencia de los espectadores. El artista quiere provocar una catarsis y son las actitudes las que se convierten en formas. Este dinamismo ha acercado las artes visuales al teatro: las obras son condensadores de energías que (siguiendo a Artaud cuando comparaba el teatro con la peste) liberan conflictos y fuerzas escondidas (y, como él bien decía, «si estas fuerzas son negras no es culpa del teatro sino de la vida»).

Cuando Aristóteles teorizó la catarsis -como purga terapéutica para el espectador- constató que se basaba en la mímesis proyectiva, que transformaba la conciencia y el comportamiento al poner en marcha energías físicas y psíquicas que liberaban las emociones reprimidas. El arte, como el lenguaje, no sólo da forma a lo real sino que puede cambiarlo. En nuestra época, el poder terapéutico de la palabra ha sido ampliamente explorado por el psicoanálisis. La fuerza de las imágenes como condensadoras de significado y como motores de conducta es evidente desde Lascaux hasta la publicidad contemporánea. En el contexto de la historia del arte, hay una figura finisecular, Aby Warburg (1866-1929), que inició un ambicioso proyecto de recolección de imágenes «actuantes», dotadas de un alto poder orgiástico y simbólico. Mnemosine era una especie de atlas enciclopédico en el que Warburg estudiaba las migraciones y conexiones entre imágenes de diversas zonas culturales. Pero este investigador no fue sólo un bibliotecario obsesionado por la arqueología historiográfica sino que compaginó ese trabajo de archivista con viajes a lugares tan remotos —a principios de siglo— como Nuevo México, donde vivió de cerca los rituales de las serpientes de los indios Hopi. Warburg describió cómo el danzante perdía su identidad a través de convulsiones que lo integraban con las fuerzas de la naturaleza mediante la asociación cósmica entre la serpiente, como habitante del interior de la tierra, y el relámpago, como energía del cielo. El mismo había perdido su equilibrio psíquico en diversas crisis que le sobrevinieron después de la primera guerra mundial y estuvo internado durante varios periodos en una clínica. Por ello le interesó profundamente «el dolor como ojo del espíritu» y las imágenes que podían expresarlo.

De hecho, la enfermedad ha sido la causa de la dedicación al arte de muchos pintores, que usan la expresión plástica como un medio privilegiado para re-presentar o exorcizar sus males o los de sus contemporáneos. Alguien tan reconocido como Matisse empezó a pintar durante un largo periodo de convalecencia y durante toda su vida prestó sus cuadros a amigos enfermos para que la visión de sus formas sensuales y placenteras calmara sus angustias. Para él la pintura era como un sillón confortable en el que poder descansar. El hedonismo compositivo y la intensidad colorista son un ejemplo de cómo las energías visuales pueden conducir al espectador hacia la salud, el placer y el pensamiento positivo. Pero las imágenes también pueden desencadenar la locura. Es por eso que algunos «alienados» han intentado apuñalar a la Monalisa o destruir otros cuadros en los museos.

En el terreno escultórico, Louise Bourgeois es sin duda la artista que aún produciendo «obras» ha sabido borrar las fronteras que separan las disciplinas. En sus «celdas» ha integrado la escultura, la instalación y la arquitectura para crear espacios psíquicos en los que dar forma a sus fantasmas y poner en cuestión la autoridad del Padre. Otro artista que basó su obra en la idea de curación, tanto de sí mismo como de la tierra enferma, fue Joseph Beuys. Inspirado por las visiones cosmogónicas del romanticismo alemán, Beuys creía que la enfermedad del hombre contemporáneo venía de la alienación que lo convertía en pura fuerza productiva para el capital y que lo desligaba de su conexión con la naturaleza. Su concepto de «escultura social» explicitaba la idea de que la escultura no necesitaba producir objetos, sino realizar acciones o comunicar pensamientos que moldearan la conciencia de la gente. Ese cambio tan inmaterial en la mente de los individuos era ya en sí la escultura social.

La artista brasileña Lygia Clark ha llevado aún más lejos la desacralización de la autonomía del objeto artístico y ha impulsado su uso como elemento de una «estética relacional». Lygia Clark llamaba a sus obras «proposiciones» (propuestas que el espectador puede seguir o no) y usaba materiales cotidianos, objetos precarios, sencillos (como lana, piedras, caracolas, plásticos, etc..) que aplicados sobre el cuerpo del espectador despertaban sus sensaciones. Los objetos no tienen ningún significado en sí mismos, son réplicas que se construyen para cada exposición y que cada espectador podría fabricar en su casa. Su sentido nace cuando son usados como elementos para la interacción entre individuos en sesiones de terapia o en juegos colectivos. Su finalidad es estimular el intercambio y el entrelazamiento de energías que descubran y transformen el potencial psicosomático de los individuos o de los grupos para calmar el dolor, revivir traumas o sentir el potencial de placer del propio cuerpo.

Ni las utopías de orden y sistema de la Modernidad —representadas en el trabajo de, por ejemplo, Mondrian—, ni el rígido higienismo de los regímenes totalitarios (que escondían la enfermedad y consideraban el arte moderno como un arte degenerado), consiguieron ocultar las zonas de sombra y el malestar de la cultura occidental. Es quizá por ello que el psicoanálisis surgió en uno de los lugares más enfermos y más necesitados de Europa: en Austria y en la ciudad de Viena. Actualmente, una vez caído el muro de Berlín, el capitalismo transnacional ha extendido sus voraces tentáculos por todo el planeta, la dicotomía entre el artista libre y el oprimido ha desaparecido y todos estamos sometidos al nuevo totalitarismo del mercado. En este contexto vuelve a tener sentido el artista como curandero, como trabajador social, como catalizador que activa las relaciones sociales, que estimula la renovación urbanística, o que se dedica a la terapia creativa. Para los que buscamos nuevos modelos para la producción del saber y la distribución del poder es imprescindible la deconstrucción sistemática de las «verdades» del pasado, el cuestionamiento de los modelos impuestos por los medios de masas, así como una nueva puesta en relación entre disciplinas y esferas que se querían separadas, porque, al aislar y tecnificar los problemas, el Poder segrega y reduce los espacios de intercambio cultural y político. El arte y el lenguaje nos sujetan a sus leyes y nos imponen sus códigos pero pueden crear espacios de cuestionamiento y de reinterpretación, de emoción y de belleza. Idealmente, la exposición debería ser un lugar de intercambio simbólico entre el artista y la comunidad, y el artista, un creador de propuestas que ayuden a construir ciudadanos críticos y nuevos diálogos políticos. Hoy es necesario fomentar nuevas relaciones de deseo, establecer transferencias con personas, objetos o sistemas simbólicos que permitan que se genere esa «plasticidad transferencial» que nos ayude a curarnos y a sanar el mundo en el que vivimos. Hemos de permitir que el arte ocupe otros lugares y que a veces sea un mediador tan cálido, tan crítico o tan doloroso como un/a asistente social.

Rosa Martínez

Archipiélago, n. 41, Barcelona, 2000.

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