miércoles, 3 de febrero de 2016

TAKIS FOTOPOULOS: «¿QUÉ ES LA DEMOCRACIA INCLUYENTE?»




¿Qué es la democracia incluyente?

La democracia incluyente es un nuevo concepto de democracia que, utilizando como punto de partida la definición clásica, la redefine en términos de democracia política directa, democracia económica (traspasando los límites de la economía de mercado y de la planificación estatal), y también democracia en el ámbito de lo social y lo ecológico. En breve, la democracia incluyente es una forma de organización social que integra la sociedad con la economía, la política y la naturaleza. El concepto de democracia incluyente deriva de una síntesis de las dos principales tradiciones históricas, la democracia clásica y el socialismo, aunque también engloba el ecologismo radical, el feminismo y los movimientos de liberación del Sur. Dentro de la problemática del proyecto de la democracia incluyente, está descontado que el mundo, al principio del nuevo milenio, se enfrenta a una crisis multidimensional (económica, ecológica, social, cultural y política) que se debe a la concentración de poder en las manos de varias élites, fruto del establecimiento, en los siglos recientes, del sistema de economía de mercado y las formas relacionadas de estructuras jerárquicas. En ese sentido, una democracia incluyente, que abogue por la distribución igualitaria del poder a todos los niveles, no se contempla como una utopía (en el sentido negativo del término), sino como, quizá, la única manera de salir de la crisis actual.
El concepto de democracia incluyente
Una manera provechosa de definir la democracia incluyente podría consistir en distinguir las dos principales esferas de lo social, la pública y la privada, a las que podríamos añadir otra, “la esfera de lo ecológico”, definida como el espacio donde se producen las relaciones entre el mundo de la naturaleza y el mundo de lo social. En esta concepción, el ámbito de lo público, contrariamente a la práctica de los muchos partidarios del proyecto de los republicanos o los demócratas (Hanna Arendt, Cornelius Castoriadis, Murray Bookchin et alii), incluye no sólo la esfera de lo político, sino también de lo económico, así como de lo “social”; en otras palabras, cualquier área de la actividad humana en la cual las decisiones puedan ser tomadas colectiva y democráticamente. Por esfera de lo social se entiende el ecosistema donde se toman las decisiones políticas, el área donde se ejerce el poder político. Definimos el ámbito de lo económico como el ecosistema donde se toman decisiones económicas, el área donde se ejerce el poder económico con respecto al amplio espectro de decisiones económicas que una sociedad basada en la escasez pueda adoptar. Finalmente, la esfera de lo social puede ser definida como el ecosistema donde se toman decisiones sobre el trabajo, la educación y otras instituciones de carácter económico o cultural que sean elementos constituyentes de una sociedad democrática. Por lo tanto, es obvio que la extensión del ámbito considerado tradicionalmente como público incluye las esferas o ecosistemas de lo económico, de lo ecológico y “de lo social” como elementos indispensables de una democracia incluyente. Y por lo tanto, en una democracia incluyente, podemos distinguir también cuatro elementos: el político, el económico, el democrático social y el ecológico. Los primeros tres elementos constituyen el marco institucional que apunta a una distribución equitativa del poder político, económico y social; en otras palabras, que se dirige a la efectiva eliminación de la dominación de unos seres humanos a manos de otros. De la misma forma, la democracia ecológica se define como el marco institucional que busca la eliminación de cualquier intento humano de dominar el mundo natural; en otras palabras, el sistema que busca reintegrar a los seres humanos a la naturaleza.
 La política o la democracia directa
En la esfera de lo político sólo puede haber una forma de democracia, la que podríamos denominar democracia directa, en la cual el poder político es compartido de forma igualitaria entre todos los ciudadanos. La democracia política está, por lo tanto, fundada sobre la distribución igualitaria del poder político entre todos los ciudadanos, lo que viene a constituir una autoinstitucionalización social. Esto significa que tienen que cumplirse todas las condiciones que se enumeran a continuación para que podamos caracterizar a una sociedad como una verdadera democracia política:
1) Que la democracia esté basada en la elección consciente de sus ciudadanos de una autonomía social y no en dogmas divinos o místicos preconcebidos, o cualquier otro sistema teorético que tenga que ver con determinadas “leyes” o tendencias que determinen el cambio social.
2) Que no haya procesos políticos institucionalizados de naturaleza oligárquica. Esto implica que todas las decisiones políticas (incluidas aquellas relativas a la formación e implementación de las leyes) sean tomadas por el cuerpo social colectivamente y sin representación.
3) Que no haya estructuras políticas institucionalizadas que incluyan relaciones de poder basadas en la desigualdad. Esto significa, por ejemplo, que donde la autoridad se delegue en segmentos de ciudadanos con el propósito de que lleven a cabo una determinada tarea (por ejemplo que tomen parte en los tribunales de justicia o en consejos regionales o confederales) la selección se haga basándose en principios y según criterios de rotación, siempre revocables por el cuerpo social. Es más, en lo que se refiere a los consejos regionales o confederales, los mandatos tienen que ser específicos.
4) Que todos los residentes de una zona geográfica en particular (que hoy en día sólo puede tomar forma como una comunidad geográfica), tras un determinado proceso de maduración (definido por el propio cuerpo social) y al margen de consideraciones de género, raza, identidad cultural o étnica, sean miembros del cuerpo social y estén directamente vinculados al proceso de toma de decisiones.
No obstante la institucionalización de la democracia directa en los términos que contemplen las anteriores condiciones no es más que la condición necesaria para el establecimiento de una democracia. Las condiciones imprescindibles hacen referencia al nivel de conciencia democrática, en el cual juega un papel crucial la paideia, que no se refiere solamente a la educación, sino a la evolución y formación del carácter y a una afinada educación del conocimiento y de las habilidades, como por ejemplo, la educación para la ciudadanía, que en puridad sólo puede tener encaje cabal en la esfera de lo público.
Las condiciones señaladas más arriba obviamente no son recogidas en la democracia parlamentaria (tal y como funciona en Occidente) ni en la democracia soviética (como funcionó en el Este) ni en los regímenes fundamentalistas o de carácter semimilitar del Sur. Todos esos sistemas de gobierno no son más que oligarquías políticas, en las cuales el poder político está concentrado en las manos de varias élites (políticos profesionales, burocracias partidarias, curas, militares...). Asimismo, diversas formas de oligarquía han dominado la política en el pasado cuando los emperadores, los reyes y sus cortes, con la colaboración o no de los caballeros, la casta sacerdotal y similares, concentraban en sus manos todo el poder político.
Sin embargo, en la historia se han llevado a cabo varios intentos de institucionalizar diversas formas de democracia política, especialmente durante períodos revolucionarios (como por ejemplo, en determinados sectores de París a principios de 1790 o en determinados colectivos durante la Guerra Civil española). La mayoría de esos intentos gozó de una corta vida y normalmente no implementó una institucionalización de la democracia como una nueva forma de régimen político que reemplazara y no complementara al Estado. En otros casos se introdujeron reformas democráticas como complemento en la toma de decisiones de carácter local.
Quizá el único paralelismo real con la democracia ateniense es la que se practica en algunos cantones suizos que se gobiernan por asambleas populares (Landgemeinden) y que, en su día, fueron estados soberanos. El único ejemplo histórico de una institucionalización de una democracia directa en la que durante dos siglos (de 508-507 a.C. a 322-321 d.C.) el Estado estuvo subsumido en una forma democrática de organización social, fue la democracia ateniense. Por supuesto la democracia ateniense fue una democracia política parcial. Pero lo que la caracteriza como parcial no eran las instituciones políticas en sí mismas, sino el estrecho concepto de ciudadanía que tenían los atenienses, una definición que excluía a grandes sectores de la ciudadanía (mujeres, esclavos, inmigrantes) que, de hecho, constituían la vasta mayoría del pueblo que vivía en Atenas.
Democracia económica
Si definimos la democracia política como la autoridad del pueblo (dêmos) en la esfera política —lo que implica la existencia de igualdad política en el sentido de una distribución igualitaria del poder político—, entonces la democracia económica puede ser definida en paralelo como la autoridad del dêmos en la esfera de lo económico —lo que implica la existencia de una igualdad económica en el sentido de un igualitario reparto de poder económico. Y por supuesto, estamos hablando del dêmos y no del Estado, porque la existencia del estado implica la separación del cuerpo social de los procesos políticos y económicos. Por lo tanto, la democracia económica tiene que ver con todos los sistemas sociales en que se institucionaliza la integración de la sociedad y la economía. Lo que significa en última instancia el control por parte del dêmos de los procesos económicos, dentro de un marco institucional de propiedad democrática de los medios de producción.
En un sentido más estricto, la democracia económica también se refiere a todos y cada uno de los sistemas sociales que institucionalizan la minimización de las diferencias socioeconómicas, particularmente aquellas que acrecientan la distribución desigual de la propiedad privada y, por lo tanto, de los ingresos y las riquezas. Históricamente fueron los socialistas los que, en sentido estricto, intentaron introducir este tipo de democracia económica. Y en contraste con la institucionalización de la democracia política, nunca ha habido un ejemplo correspondiente de una institucionalización de una democracia económica en el estricto sentido que hemos definido más arriba. En otras palabras, incluso cuando los intentos socialistas de reducir el grado de desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza tuvieron éxito, nunca estuvieron asociados a intentos significativos de establecer un sistema de distribución igualitaria del poder económico. Éste ha sido el caso, a pesar del tipo de sociedad en que haya emergido desde la implantación de la economía de mercado, del trasvase de la economía desde la esfera de lo público a lo que Hannah Arendt ha denominado “esfera de lo social”, a la que también pertenece el concepto de nación-estado. Y es precisamente este trasvase lo que hace que hablar de democracia sin hacer referencia al poder económico sea una falacia. En otras palabras, hablar hoy en día de compartir igualitariamente el poder político sin condicionar el reparto igualitario del poder económico es un sinsentido.
En línea con los puntos definidos anteriormente para una democracia política, una democracia económica tiene que cumplir las siguientes condiciones para que sea caracterizada como tal:
1) Que no haya procesos de institucionalización económica de naturaleza oligárquica. Esto significa que todas las decisiones macro, es decir, las decisiones que conciernen a la dirección de la economía como un todo (niveles de producción, consumo e inversión, cantidad de fuerza de trabajo empleada y de ocio disponible, tecnologías que deban implementarse, etc.) tienen que ser adoptadas por el cuerpo social en su conjunto, colectivamente y sin representación, aunque las decisiones micro en los lugares de trabajo o en el ámbito doméstico sean tomadas en el ámbito individual de las unidades de producción o consumo.
2) Que no se institucionalicen estructuras económicas que conlleven relaciones desiguales de poder económico. Esto implica que los medios de producción y de distribución sean poseídos y controlados colectivamente por el dêmos, el cuerpo social, directamente. Cualquier desigualdad de ingresos será por lo tanto resultado de trabajo adicional voluntario a nivel individual. Ese trabajo adicional, más allá del requerido a cualquier miembro de la sociedad para la satisfacción de sus necesidades básicas, permitirá solamente mayores tasas de consumo, ya que no sería posible una acumulación de capital a nivel individual ni que se heredara la riqueza fruto de ese trabajo individual adicional. Así, la propiedad popular de la economía facilita la estructura económica que posibilita una forma de propiedad democrática, donde la participación ciudadana directa en las decisiones económicas sirve de marco para un control democrático efectivo de la economía. Por lo tanto, la comunidad se convierte en la auténtica unidad de la vida económica, ya que la democracia económica todavía no es factible hoy en día hasta que la posesión y el control de los recursos productivos estén organizados a nivel comunitario. Y así, al contrario que en otras definiciones de democracia económica, la definición aquí brindada supone la explícita negación del poder económico e implica la autoridad del pueblo en la esfera de lo económico. En este sentido, la democracia económica es la contraparte, así como los cimientos, de la democracia directa de una democracia incluyente en general.
Un modelo de economía [democracia, N. del E.] económica, como parte integral de una democracia incluyente, se detalla en la primera descripción a tamaño libro de La democracia incluyente y fue publicado en 1997.[i] En breve, las características dominantes de este modelo, que se diferencia de modelos similares de planificación centralizada y descentralizada, consisten en que, a pesar de todo, no dependen previamente de la abolición de la escasez y aseguran la satisfacción de las necesidades básicas de todos los ciudadanos sin sacrificar específicamente la libertad de elección en una economía sin Estado, dinero o mercado. Las condiciones previas de una democracia económica se definen a continuación: autodependencia comunitaria; propiedad comunitaria (popular) de los procesos productivos y reparto confederal de los recursos.
En particular la tercera condición implica que los mecanismos de decisión para el reparto de los recursos escasos en una democracia incluyente deberían remitir al ámbito más confederal que comunitario, esto es, al nivel de las comunidades confederadas. Se trata de tener en cuenta el hecho de que en las sociedades actuales muchos problemas no pueden ser resueltos a nivel de comunidad (energía, medio ambiente, transportes, comunicaciones, transferencias de tecnología, etc.). Hay que repartir los recursos escasos reemplazando tanto los mecanismos de mercado como los de planificación centralizada.
Lo primero a lo que nos hemos referido se rechaza al poderse demostrar que el sistema de economía de mercado ha conducido, en los doscientos años posteriores a su establecimiento, a una continua concentración de los ingresos y de la riqueza en manos de un pequeño porcentaje de la población mundial. Y esto se debe a que en una economía de mercado el reparto de las decisiones de carácter crucial (qué producir, cómo y para quién producirlo) está condicionado al poder de compra de los grupos que pueden sostener sus demandas con dinero. En otras palabras, en condiciones de desigualdad, que es el corolario inevitable de la dinámica de la economía de mercado, la contradicción fundamental radica en la imposibilidad de resolver las necesidades humanas mediante la economía de mercado. O sea, la contradicción se da entre la satisfacción potencial de las necesidades básicas de toda la población y la verdadera satisfacción de la demanda basada en dinero de parte de ella.
Lo segundo a lo que hemos hecho mención se rechaza al poderse demostrar que la planificación centralizada, aunque mejor que la economía de mercado a la hora de asegurar el empleo y garantizar las necesidades básicas de la población (si bien a nivel elemental), no sólo conduce al irracionalismo (lo que eventualmente precipitó su colapso) sino que es inefectiva a la hora de cubrir las necesidades no básicas, y, además, profundamente antidemocrática.
El sistema de reparto propuesto por el proyecto Democracia Incluyente se dirige a la vez a: 1) satisfacer las necesidades básicas de todos los ciudadanos, lo que requiere que las bases sobre las que se toman las decisiones macroeconómicas sean democráticas; 2) asegurar la libertad de elección, lo que requiere que los individuos tomen importantes decisiones que afectan a su propia vida (qué trabajo elegir, qué consumir, etc.).
Tanto las decisiones macroeconómicas como las decisiones individuales deben ser implementadas a través de mecanismos combinados de planificación democrática —lo que conlleva la creación de mecanismos de feedback entre asambleas realizadas en los lugares de trabajo y asambleas a nivel comunitario o confederal— y de un mercado “artificial” que asegure verdaderamente la libertad de elección, sin incurrir en los efectos adversos que produce la economía basada en un sistema real de mercado. Para resumir, el reparto de los recursos económicos se hace, en primer lugar, sobre la base de la decisión colectiva de los ciudadanos, como se expresa en los planes comunitarios y confederales, y, en segundo lugar, sobre la base de la capacidad de elegir que se sustancia a través de un sistema de bonos o vales. El criterio general para la distribución de recursos no está basado en la eficiencia como se entiende comúnmente, en términos tecnoeconómicos. La eficiencia debe ser redefinida para satisfacer las necesidades humanas básicas y no sólo las respaldadas por el dinero. En lo que se refiere a la satisfacción de las necesidades básicas, hay que distinguir entre necesidades básicas y las que no lo son y también, similarmente, entre necesidades y satisfacientes (la forma o el contenido mediante el cual se satisfacen tales necesidades). Lo que constituye una necesidad —básica o de otro tipo— debe ser definido por los propios ciudadanos democráticamente. De esa forma, el nivel de satisfacción de las necesidades es determinado colectivamente e implementado a través de un mecanismo de planificación democrática, que dictamina las preferencias al respecto de los consumidores y que se sustanciaría en el uso de bonos o cupones para intercambiar los frutos de su trabajo básico y no básico. El sistema de Bonos Básicos (BB) se destinaría a intercambiar trabajo básico en base a las horas de trabajo que un ciudadano invierte en un oficio de su elección para satisfacer sus necesidades básicas. Esos bonos, que son personales y emitidos por las confederaciones, permiten a cada ciudadano alcanzar un nivel determinado de satisfacción para cualquier tipo de necesidad que haya sido —democráticamente— caracterizada como básica, pero no especifica el tipo particular de satisfaciente, para que así se pueda garantizar la elección.
Los Bonos No Básicos (BBN) se utilizarían para satisfacer las necesidades no básicas (consumo no esencial), así como para la satisfacción de las necesidades básicas en niveles por encima de lo establecido por la comunidad. Los BBN, como los BB, son también personales pero los emite cada comunidad, no cada confederación. El trabajo de los ciudadanos en base al número de horas es algo voluntario y da derecho a los BBN, que permiten la satisfacción de necesidades no básicas. Los precios en ese sistema, en lugar de reflejar la escasez relativa a un modelo sesgado en base a los ingresos y la riqueza (como en el sistema de economía de mercado), funcionan como mecanismos de racionamiento a la hora de equilibrar las necesidades con los deseos de la ciudadanía, es decir, como guías para asignar y repartir los recursos democráticamente. Por lo tanto, los precios, en lugar de ser la causa del racionamiento —como en el sistema de libre mercado—, se convierten en su efecto y se les asigna el papel de igualar la oferta con la demanda en un mercado “artificial” que asegura la soberanía tanto de los consumidores como de los productores. Los precios que se forman de esta manera junto con un complejo “índice de deseabilidad” trazan las bases donde se sustentan las preferencias de los ciudadanos, así como el tipo de trabajo que los ciudadanos deseen elegir; determinan la tasa de remuneración para el trabajo no básico, en lugar de la tasa “objetiva” sugerida por la teoría del valor basada en el trabajo.
Como la breve descripción del modelo de democracia económica esbozada más arriba pone de manifiesto, el proyecto de una democracia incluyente remite a una economía política internacional que trasciende tanto la economía política del Estado socialista, como la que se practicó en los países del llamado “socialismo real” de Europa del Este, como la economía política de la economía de mercado, sea en su forma mixta de consenso socialdemócrata sea en su forma actual neoliberal.
Democracia en la esfera social
La satisfacción de las condiciones expuestas más arriba para una democracia política y económica podrían representar la reconquista de las esferas política y económica por parte de lo público, esto es, la reconquista de una verdadera individualidad social, la creación de las condiciones de libertad y de autodeterminación, tanto a nivel político como económico. No obstante, los poderes político y económico no son las únicas formas de poder y, por consiguiente, una democracia política y una económica no aseguran por sí mismas una democracia incluyente. En otras palabras, una democracia incluyente es inconcebible mientras no extienda su área de influencia hasta abarcar toda la esfera de lo social, como el lugar de trabajo, la familia, las instituciones educativas y cualquier institución económica o cultural que constituya parte de esa área de influencia.
Históricamente se han introducido varias formas de democracia en la esfera de lo social, particularmente durante este siglo, normalmente durante períodos de actividad revolucionaria. Sin embargo, esas formas de democracia no sólo fueron de corta vida, sino que rara vez se extendieron fuera del ámbito del lugar de trabajo (por ejemplo durante la instauración de los consejos obreros de los trabajadores húngaros en las revueltas de 1956) y de las instituciones educativas (durante las asambleas de estudiantes de Mayo del 68).
Hoy en día la cuestión radica en cómo extender la democracia a otras formas de organización social como el hogar, sin disolver la división entre la esfera de lo público y lo privado. En otras palabras, en cómo, manteniendo y reforzando la autonomía de esas dos áreas, podría implementarse ese tipo de reformas institucionales en el seno de la familia y, al mismo tiempo, reforzar también la adopción de medidas democráticas económicas y políticas. De hecho, una democracia efectiva es inconcebible si el tiempo libre no se distribuye de forma igualitaria entre los ciudadanos, y eso es algo que no puede lograrse mientras las actuales condiciones jerárquicas que se establecen en el hogar, en la familia y en el lugar de trabajo persistan. Es más, la democracia en la esfera de lo social, particularmente en la esfera de lo familiar, será algo imposible hasta que se lleven a cabo determinados acuerdos de naturaleza institucional que reconozcan el carácter del hogar como satisfaciente de necesidades y se integren los cuidados y los servicios que se dan dentro de ese marco familiar en el marco general de la satisfacción de las necesidades.
Democracia ecológica
Si contemplamos la democracia como un proceso de autoinstitucionalización en el cual no haya ningún código de conducta humana de origen “divino” u objetivamente definido, no hay garantía de que una democracia incluyente asegure una democracia ecológica en el sentido definido anteriormente. Por lo tanto, el reemplazamiento de la economía de mercado por un nuevo marco institucional de democracia incluyente constituye sólo la condición necesaria para una armoniosa relación entre el mundo natural y el social. La condición suficiente se refiere al nivel de conciencia ecológica de los ciudadanos. El cambio radical en el paradigma social dominante que seguirá a la institución de una democracia incluyente, combinado con el decisivo papel que jugará la paideia en el campo de un marco institucional medioambiental positivo, podría razonablemente esperarse que conduzca a un cambio radical en la actitud humana ante la Naturaleza. En otras palabras, hay base suficientemente sólida para creer que las relaciones entre democracia incluyente y Naturaleza van a ser mucho más armoniosas que las que se puedan alcanzar en una economía de mercado o en otra basada en un socialismo de Estado. Los factores que respaldan este aserto se refieren a los tres elementos de la democracia incluyente: político, económico y social.
A nivel político, hay base para creer que la creación de un espacio público por sí mismo tendrá un efecto importante en reducir el atractivo del materialismo. Porque el espacio de lo público facilitará una nueva forma de contemplar la vida y llenará el vacío existencial que crea la actual sociedad consumista. La comprensión de lo que podríamos denominar como humano podría razonablemente reintegrarnos armónicamente con la Naturaleza.
También a nivel económico, no es accidental que históricamente el proceso de destrucción masiva del medio ambiente haya coincidido con el proceso de mercantilización de la economía. Dicho de otra manera, la emergencia de la economía de mercado y el consecuente crecimiento económico han tenido una repercusión crucial en las relaciones sociedad-Naturaleza y han conducido a una ideología del crecimiento como paradigma social dominante. Así fue como se hizo dominante una visión instrumentalista de la Naturaleza en la que ésta era vista como un mero instrumento para el crecimiento de la economía dentro de un proceso infinito de concentración del poder. Si asumimos que sólo una sociedad confederal puede asegurarnos un democracia incluyente hoy en día, sería razonable asumir que una vez que la economía de mercado sea reemplazada por una economía llevada desde una perspectiva confederal, la dinámica de crecimiento o muerte de la primera opción será sustituida por una nueva dinámica social de la segunda opción: un proyecto dinámico de satisfacer las necesidades de la comunidad en lugar de una dinámica del crecimiento per se. Si la satisfacción de las necesidades de la comunidad ya no dependieran, como hasta ahora, de la continua expansión de la producción para cubrir las “necesidades” que crea el mercado, y si se restauraran los vínculos entre economía y sociedad, entonces no habría razón por la cual la actual concepción instrumentalista de la naturaleza debería seguir condicionando la conducta humana.
Es más, la democracia en una esfera social más amplia debería ser razonablemente entendida como medioambientalmente responsable. El fin de las relaciones patriarcales en la familia y de las relaciones jerárquicas en general debería crear un nuevo êthos de no dominación que abarcaría tanto la Naturaleza como la Sociedad. En otras palabras, la creación de condiciones democráticas en el ámbito de lo social debería constituir un paso decisivo en la creación de una condición suficiente para una relación armoniosa Naturaleza-Sociedad.
Finalmente, el hecho de que la unidad básica de la vida social, económica y política en una democracia confederal sea la comunidad tenderá también a reforzar el carácter armonioso de las relaciones con el medio ambiente. Es razonable asumir —y la evidencia del sustantivo éxito de las comunidades en salvaguardar su medio ambiente es abrumadora— que, cuando la gente confía directamente en su medio local para asegurar su subsistencia, desarrolla un íntimo conocimiento de su medio que afecta indefectiblemente a su comportamiento positivo hacia el mismo. No obstante, las condiciones previas para que el control local del medio ambiente sea efectivo consisten en que la comunidad dependa de su medio natural para su subsistencia a largo plazo y eso redunda, lógicamente, en un interés directo en preservarlo. Otra razón que pone de manifiesto que una sociedad ecológica es imposible sin democracia económica.
Un nuevo concepto de ciudadanía
Las condiciones para una verdadera democracia que se han expuesto más arriba implican un nuevo concepto de ciudadanía: económica, política, social y cultural. De este modo, la ciudadanía política supone nuevas estructuras políticas y el retorno a las concepciones clásicas de la política, la democracia directa. La ciudadanía económica implica nuevas estructuras económicas de propiedad comunitaria y de control de los recursos económicos (democracia económica). La ciudadanía social implica estructuras de dirección autogestionadas en el lugar de trabajo, democracia en el hogar y nuevas políticas de bienestar mediante las cuales todas las necesidades básicas (que se determinan democráticamente) son cubiertas mediante los recursos de la comunidad, ya sean satisfechas a nivel del hogar o de la propia comunidad. Finalmente, la ciudadanía cultural implica nuevas estructuras democráticas de diseminación y control de la información y la cultura (medios de comunicación, arte...) que permitan a cada miembro de la comunidad tomar parte en el proceso y, al mismo tiempo, desarrollar sus capacidades y potencialidades culturales.
Aunque este sentido de ciudadanía suponga un sentido de comunidad política, que definido geográficamente coincide con la unidad fundamental de la vida política, económica y social, se sigue asumiendo que esta comunidad política se entrelaza con otras varias formas de comunidad (cultural, profesional, ideológica, etc.). Por lo tanto, ese acuerdo entre comunidad y ciudadanía no descarta diferencias culturales o de otro rango basadas en género, edad o etnia, sino que simplemente facilita el espacio público donde esas diferencias puedan ser expresadas. Es más, ese tipo de acuerdo institucionaliza diversas válvulas de escape que posibilitan que las mayorías rechacen la marginalización que produce tales diferencias. Lo que une al pueblo en una comunidad política, o en una confederación de comunidades, no es un juego de valores comunes impuestos por una ideología nacionalista, un dogma religioso, una creencia mística o una interpretación objetiva de la evolución social, sino las instituciones y las prácticas democráticas adoptadas por los propios ciudadanos.
Es obvio que este nuevo concepto de ciudadanía tiene muy poco en común con las definiciones liberales o socialistas de ciudadanía, que están vinculadas con las concepciones liberales o socialistas, respectivamente, de los derechos humanos. Así, para los liberales, el ciudadano es simplemente el portador individual de ciertas libertades y derechos políticos reconocidos por las leyes, que, supuestamente, aseguran una distribución igualitaria del poder político. Para los socialistas, el ciudadano es el portador no sólo de derechos políticos, sino también de una cierta clase de derechos sociales y económicos, ya que para los marxistas el concepto de ciudadanía está vinculado con la posesión colectiva de los medios de producción. El concepto de ciudadanía que se adopta aquí, que podemos denominar ciudadanía democrática, está basado en la definición que hemos dado de la democracia incluyente y presupone un concepto “participativo” de la ciudadanía activa, como el que se halla implícito en la obra de Hannah Arendt. En esa concepción, el activismo político no es un medio para conseguir un fin, sino un fin en sí mismo. Es, por lo tanto, obvio que esa concepción de ciudadanía es cualitativamente diferente de la concepción liberal y socialdemócrata que adoptó una visión “instrumentalista” de la ciudadanía, es decir, una visión que implica que la ciudadanía provee a los ciudadanos de ciertos derechos que pueden ejercer como medio para conseguir un fin de bienestar individual.

Traducción del inglés de Alfonso Ormaetxea

Este artículo es una reproducción de unos de los capítulos de Towards an Inclusive Democracy (Londres y Nueva York, Cassell Continuum, 1997) y constituye la entrada de “Democracia incluyente” de la Routledge Encyclopedia of International Political Economy (Barry Jones, 2001).
Nacido en Grecia y crecido en Londres, Takis Fotopoulos es autor del libro Hacia una democracia inclusiva (Uruguay, Editorial Nordan, 2002) y escritor y editor de la revista Democracy and Nature, The International Journal of Inclusive Democracy, que reúne un bien desarrollado cuerpo de conocimiento sobre la democracia incluyente y sus aplicaciones centrándose en aspectos cruciales como la estrategia de la transición hacia una democracia incluyente, la relación entre la ciencia y la tecnología con la democracia, el significativo ascenso del irracionalismo respecto al proyecto democrático, las interrelaciones entre cultura, medios de comunicación y democracia y las divisiones de clase.
Takis Fotopoulos

Publicado en Archipiélago, 77-78, noviembre de 2007



[i] Takis Fotopoulos, Towards an Inclusive Democracy: The Crisis of the Growth Economy and the Need for a New Liberatory Project, Londres y Nueva York, Cassell Continuum, 1997.

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