¿Qué es la democracia
incluyente?
La
democracia incluyente es un nuevo concepto de democracia que, utilizando como
punto de partida la definición clásica, la redefine en términos de democracia
política directa, democracia económica (traspasando los límites de la economía
de mercado y de la planificación estatal), y también democracia en el ámbito de
lo social y lo ecológico. En breve, la democracia incluyente es una forma de
organización social que integra la sociedad con la economía, la política y la
naturaleza. El concepto de democracia incluyente deriva de una síntesis de las
dos principales tradiciones históricas, la democracia clásica y el socialismo,
aunque también engloba el ecologismo radical, el feminismo y los movimientos de
liberación del Sur. Dentro de la problemática del proyecto de la democracia
incluyente, está descontado que el mundo, al principio del nuevo milenio, se
enfrenta a una crisis multidimensional (económica, ecológica, social, cultural
y política) que se debe a la concentración de poder en las manos de varias élites,
fruto del establecimiento, en los siglos recientes, del sistema de economía de
mercado y las formas relacionadas de estructuras jerárquicas. En ese sentido,
una democracia incluyente, que abogue por la distribución igualitaria del poder
a todos los niveles, no se contempla como una utopía (en el sentido negativo
del término), sino como, quizá, la única manera de salir de la crisis actual.
El concepto de democracia incluyente
Una
manera provechosa de definir la democracia incluyente podría consistir en distinguir
las dos principales esferas de lo social, la pública y la privada, a las que
podríamos añadir otra, “la esfera de lo ecológico”, definida como el espacio
donde se producen las relaciones entre el mundo de la naturaleza y el mundo de
lo social. En esta concepción, el ámbito de lo público, contrariamente a la
práctica de los muchos partidarios del proyecto de los republicanos o los
demócratas (Hanna Arendt, Cornelius Castoriadis, Murray Bookchin et alii),
incluye no sólo la esfera de lo político, sino también de lo económico, así
como de lo “social”; en otras palabras, cualquier área de la actividad humana
en la cual las decisiones puedan ser tomadas colectiva y democráticamente. Por
esfera de lo social se entiende el ecosistema donde se toman las decisiones
políticas, el área donde se ejerce el poder político. Definimos el ámbito de lo
económico como el ecosistema donde se toman decisiones económicas, el área
donde se ejerce el poder económico con respecto al amplio espectro de
decisiones económicas que una sociedad basada en la escasez pueda adoptar.
Finalmente, la esfera de lo social puede ser definida como el ecosistema donde
se toman decisiones sobre el trabajo, la educación y otras instituciones de
carácter económico o cultural que sean elementos constituyentes de una sociedad
democrática. Por lo tanto, es obvio que la extensión del ámbito considerado
tradicionalmente como público incluye las esferas o ecosistemas de lo
económico, de lo ecológico y “de lo social” como elementos indispensables de una
democracia incluyente. Y por lo tanto, en una democracia incluyente, podemos
distinguir también cuatro elementos: el político, el económico, el democrático
social y el ecológico. Los primeros tres elementos constituyen el marco
institucional que apunta a una distribución equitativa del poder político,
económico y social; en otras palabras, que se dirige a la efectiva eliminación
de la dominación de unos seres humanos a manos de otros. De la misma forma, la
democracia ecológica se define como el marco institucional que busca la
eliminación de cualquier intento humano de dominar el mundo natural; en otras
palabras, el sistema que busca reintegrar a los seres humanos a la naturaleza.
La política o la democracia
directa
En
la esfera de lo político sólo puede haber una forma de democracia, la que
podríamos denominar democracia directa, en la cual el poder político es
compartido de forma igualitaria entre todos los ciudadanos. La democracia
política está, por lo tanto, fundada sobre la distribución igualitaria del
poder político entre todos los ciudadanos, lo que viene a constituir una
autoinstitucionalización social. Esto significa que tienen que cumplirse todas
las condiciones que se enumeran a continuación para que podamos caracterizar a
una sociedad como una verdadera democracia política:
1)
Que la democracia esté basada en la elección consciente de sus ciudadanos de
una autonomía social y no en dogmas divinos o místicos preconcebidos, o
cualquier otro sistema teorético que tenga que ver con determinadas “leyes” o
tendencias que determinen el cambio social.
2)
Que no haya procesos políticos institucionalizados de naturaleza oligárquica.
Esto implica que todas las decisiones políticas (incluidas aquellas relativas a
la formación e implementación de las leyes) sean tomadas por el cuerpo social
colectivamente y sin representación.
3)
Que no haya estructuras políticas institucionalizadas que incluyan relaciones
de poder basadas en la desigualdad. Esto significa, por ejemplo, que donde la
autoridad se delegue en segmentos de ciudadanos con el propósito de que lleven
a cabo una determinada tarea (por ejemplo que tomen parte en los tribunales de
justicia o en consejos regionales o confederales) la selección se haga
basándose en principios y según criterios de rotación, siempre revocables por
el cuerpo social. Es más, en lo que se refiere a los consejos regionales o
confederales, los mandatos tienen que ser específicos.
4)
Que todos los residentes de una zona geográfica en particular (que hoy en día
sólo puede tomar forma como una comunidad geográfica), tras un determinado
proceso de maduración (definido por el propio cuerpo social) y al margen de
consideraciones de género, raza, identidad cultural o étnica, sean miembros del
cuerpo social y estén directamente vinculados al proceso de toma de decisiones.
No
obstante la institucionalización de la democracia directa en los términos que
contemplen las anteriores condiciones no es más que la condición necesaria para
el establecimiento de una democracia. Las condiciones imprescindibles hacen
referencia al nivel de conciencia democrática, en el cual juega un papel
crucial la paideia, que no se refiere solamente a la educación, sino a
la evolución y formación del carácter y a una afinada educación del
conocimiento y de las habilidades, como por ejemplo, la educación para la
ciudadanía, que en puridad sólo puede tener encaje cabal en la esfera de lo
público.
Las
condiciones señaladas más arriba obviamente no son recogidas en la democracia
parlamentaria (tal y como funciona en Occidente) ni en la democracia soviética
(como funcionó en el Este) ni en los regímenes fundamentalistas o de carácter
semimilitar del Sur. Todos esos sistemas de gobierno no son más que oligarquías
políticas, en las cuales el poder político está concentrado en las manos de
varias élites (políticos profesionales, burocracias partidarias, curas,
militares...). Asimismo, diversas formas de oligarquía han dominado la política
en el pasado cuando los emperadores, los reyes y sus cortes, con la
colaboración o no de los caballeros, la casta sacerdotal y similares,
concentraban en sus manos todo el poder político.
Sin
embargo, en la historia se han llevado a cabo varios intentos de
institucionalizar diversas formas de democracia política, especialmente durante
períodos revolucionarios (como por ejemplo, en determinados sectores de París a
principios de 1790 o en determinados colectivos durante la Guerra Civil
española). La mayoría de esos intentos gozó de una corta vida y normalmente no
implementó una institucionalización de la democracia como una nueva forma de
régimen político que reemplazara y no complementara al Estado. En otros casos
se introdujeron reformas democráticas como complemento en la toma de decisiones
de carácter local.
Quizá
el único paralelismo real con la democracia ateniense es la que se practica en
algunos cantones suizos que se gobiernan por asambleas populares
(Landgemeinden) y que, en su día, fueron estados soberanos. El único ejemplo
histórico de una institucionalización de una democracia directa en la que
durante dos siglos (de 508-507 a.C. a 322-321 d.C.) el Estado estuvo subsumido
en una forma democrática de organización social, fue la democracia ateniense.
Por supuesto la democracia ateniense fue una democracia política parcial. Pero
lo que la caracteriza como parcial no eran las instituciones políticas en sí
mismas, sino el estrecho concepto de ciudadanía que tenían los atenienses, una
definición que excluía a grandes sectores de la ciudadanía (mujeres, esclavos,
inmigrantes) que, de hecho, constituían la vasta mayoría del pueblo que vivía
en Atenas.
Democracia económica
Si
definimos la democracia política como la autoridad del pueblo (dêmos) en
la esfera política —lo que implica la existencia de igualdad política en el
sentido de una distribución igualitaria del poder político—, entonces la
democracia económica puede ser definida en paralelo como la autoridad del dêmos
en la esfera de lo económico —lo que implica la existencia de una igualdad
económica en el sentido de un igualitario reparto de poder económico. Y por
supuesto, estamos hablando del dêmos y no del Estado, porque la
existencia del estado implica la separación del cuerpo social de los procesos
políticos y económicos. Por lo tanto, la democracia económica tiene que ver con
todos los sistemas sociales en que se institucionaliza la integración de la
sociedad y la economía. Lo que significa en última instancia el control por
parte del dêmos de los procesos económicos, dentro de un marco
institucional de propiedad democrática de los medios de producción.
En
un sentido más estricto, la democracia económica también se refiere a todos y
cada uno de los sistemas sociales que institucionalizan la minimización de las
diferencias socioeconómicas, particularmente aquellas que acrecientan la
distribución desigual de la propiedad privada y, por lo tanto, de los ingresos
y las riquezas. Históricamente fueron los socialistas los que, en sentido
estricto, intentaron introducir este tipo de democracia económica. Y en
contraste con la institucionalización de la democracia política, nunca ha
habido un ejemplo correspondiente de una institucionalización de una democracia
económica en el estricto sentido que hemos definido más arriba. En otras
palabras, incluso cuando los intentos socialistas de reducir el grado de
desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza tuvieron éxito,
nunca estuvieron asociados a intentos significativos de establecer un sistema
de distribución igualitaria del poder económico. Éste ha sido el caso, a pesar
del tipo de sociedad en que haya emergido desde la implantación de la economía
de mercado, del trasvase de la economía desde la esfera de lo público a lo que
Hannah Arendt ha denominado “esfera de lo social”, a la que también pertenece
el concepto de nación-estado. Y es precisamente este trasvase lo que hace que
hablar de democracia sin hacer referencia al poder económico sea una falacia.
En otras palabras, hablar hoy en día de compartir igualitariamente el poder
político sin condicionar el reparto igualitario del poder económico es un
sinsentido.
En
línea con los puntos definidos anteriormente para una democracia política, una
democracia económica tiene que cumplir las siguientes condiciones para que sea
caracterizada como tal:
1)
Que no haya procesos de institucionalización económica de naturaleza
oligárquica. Esto significa que todas las decisiones macro, es decir, las
decisiones que conciernen a la dirección de la economía como un todo (niveles
de producción, consumo e inversión, cantidad de fuerza de trabajo empleada y de
ocio disponible, tecnologías que deban implementarse, etc.) tienen que ser
adoptadas por el cuerpo social en su conjunto, colectivamente y sin
representación, aunque las decisiones micro en los lugares de trabajo o en el
ámbito doméstico sean tomadas en el ámbito individual de las unidades de
producción o consumo.
2)
Que no se institucionalicen estructuras económicas que conlleven relaciones
desiguales de poder económico. Esto implica que los medios de producción y de
distribución sean poseídos y controlados colectivamente por el dêmos, el
cuerpo social, directamente. Cualquier desigualdad de ingresos será por lo
tanto resultado de trabajo adicional voluntario a nivel individual. Ese trabajo
adicional, más allá del requerido a cualquier miembro de la sociedad para la
satisfacción de sus necesidades básicas, permitirá solamente mayores tasas de
consumo, ya que no sería posible una acumulación de capital a nivel individual
ni que se heredara la riqueza fruto de ese trabajo individual adicional. Así,
la propiedad popular de la economía facilita la estructura económica que
posibilita una forma de propiedad democrática, donde la participación ciudadana
directa en las decisiones económicas sirve de marco para un control democrático
efectivo de la economía. Por lo tanto, la comunidad se convierte en la
auténtica unidad de la vida económica, ya que la democracia económica todavía
no es factible hoy en día hasta que la posesión y el control de los recursos
productivos estén organizados a nivel comunitario. Y así, al contrario que en
otras definiciones de democracia económica, la definición aquí brindada supone
la explícita negación del poder económico e implica la autoridad del pueblo en
la esfera de lo económico. En este sentido, la democracia económica es la
contraparte, así como los cimientos, de la democracia directa de una democracia
incluyente en general.
Un
modelo de economía [democracia, N. del E.] económica, como parte integral de una democracia incluyente,
se detalla en la primera descripción a tamaño libro de La democracia incluyente
y fue publicado en 1997.[i] En breve,
las características dominantes de este modelo, que se diferencia de modelos
similares de planificación centralizada y descentralizada, consisten en que, a
pesar de todo, no dependen previamente de la abolición de la escasez y aseguran
la satisfacción de las necesidades básicas de todos los ciudadanos sin
sacrificar específicamente la libertad de elección en una economía sin Estado,
dinero o mercado. Las condiciones previas de una democracia económica se definen
a continuación: autodependencia comunitaria; propiedad comunitaria (popular) de
los procesos productivos y reparto confederal de los recursos.
En
particular la tercera condición implica que los mecanismos de decisión para el
reparto de los recursos escasos en una democracia incluyente deberían remitir
al ámbito más confederal que comunitario, esto es, al nivel de las comunidades
confederadas. Se trata de tener en cuenta el hecho de que en las sociedades
actuales muchos problemas no pueden ser resueltos a nivel de comunidad
(energía, medio ambiente, transportes, comunicaciones, transferencias de
tecnología, etc.). Hay que repartir los recursos escasos reemplazando tanto los
mecanismos de mercado como los de planificación centralizada.
Lo
primero a lo que nos hemos referido se rechaza al poderse demostrar que el
sistema de economía de mercado ha conducido, en los doscientos años posteriores
a su establecimiento, a una continua concentración de los ingresos y de la
riqueza en manos de un pequeño porcentaje de la población mundial. Y esto se
debe a que en una economía de mercado el reparto de las decisiones de carácter
crucial (qué producir, cómo y para quién producirlo) está condicionado al poder
de compra de los grupos que pueden sostener sus demandas con dinero. En otras
palabras, en condiciones de desigualdad, que es el corolario inevitable de la
dinámica de la economía de mercado, la contradicción fundamental radica en la
imposibilidad de resolver las necesidades humanas mediante la economía de
mercado. O sea, la contradicción se da entre la satisfacción potencial de las
necesidades básicas de toda la población y la verdadera satisfacción de la
demanda basada en dinero de parte de ella.
Lo
segundo a lo que hemos hecho mención se rechaza al poderse demostrar que la
planificación centralizada, aunque mejor que la economía de mercado a la hora
de asegurar el empleo y garantizar las necesidades básicas de la población (si
bien a nivel elemental), no sólo conduce al irracionalismo (lo que
eventualmente precipitó su colapso) sino que es inefectiva a la hora de cubrir
las necesidades no básicas, y, además, profundamente antidemocrática.
El
sistema de reparto propuesto por el proyecto Democracia Incluyente se dirige a
la vez a: 1) satisfacer las necesidades básicas de todos los ciudadanos, lo que
requiere que las bases sobre las que se toman las decisiones macroeconómicas
sean democráticas; 2) asegurar la libertad de elección, lo que requiere que los
individuos tomen importantes decisiones que afectan a su propia vida (qué
trabajo elegir, qué consumir, etc.).
Tanto
las decisiones macroeconómicas como las decisiones individuales deben ser implementadas
a través de mecanismos combinados de planificación democrática —lo que conlleva
la creación de mecanismos de feedback entre asambleas realizadas en los
lugares de trabajo y asambleas a nivel comunitario o confederal— y de un
mercado “artificial” que asegure verdaderamente la libertad de elección, sin
incurrir en los efectos adversos que produce la economía basada en un sistema
real de mercado. Para resumir, el reparto de los recursos económicos se hace,
en primer lugar, sobre la base de la decisión colectiva de los ciudadanos, como
se expresa en los planes comunitarios y confederales, y, en segundo lugar,
sobre la base de la capacidad de elegir que se sustancia a través de un sistema
de bonos o vales. El criterio general para la distribución de recursos no está
basado en la eficiencia como se entiende comúnmente, en términos
tecnoeconómicos. La eficiencia debe ser redefinida para satisfacer las
necesidades humanas básicas y no sólo las respaldadas por el dinero. En lo que
se refiere a la satisfacción de las necesidades básicas, hay que distinguir
entre necesidades básicas y las que no lo son y también, similarmente, entre
necesidades y satisfacientes (la forma o el contenido mediante el cual se
satisfacen tales necesidades). Lo que constituye una necesidad —básica o de
otro tipo— debe ser definido por los propios ciudadanos democráticamente. De
esa forma, el nivel de satisfacción de las necesidades es determinado
colectivamente e implementado a través de un mecanismo de planificación
democrática, que dictamina las preferencias al respecto de los consumidores y
que se sustanciaría en el uso de bonos o cupones para intercambiar los frutos
de su trabajo básico y no básico. El sistema de Bonos Básicos (BB) se
destinaría a intercambiar trabajo básico en base a las horas de trabajo que un
ciudadano invierte en un oficio de su elección para satisfacer sus necesidades
básicas. Esos bonos, que son personales y emitidos por las confederaciones,
permiten a cada ciudadano alcanzar un nivel determinado de satisfacción para
cualquier tipo de necesidad que haya sido —democráticamente— caracterizada como
básica, pero no especifica el tipo particular de satisfaciente, para que así se
pueda garantizar la elección.
Los
Bonos No Básicos (BBN) se utilizarían para satisfacer las necesidades no
básicas (consumo no esencial), así como para la satisfacción de las necesidades
básicas en niveles por encima de lo establecido por la comunidad. Los BBN, como
los BB, son también personales pero los emite cada comunidad, no cada confederación.
El trabajo de los ciudadanos en base al número de horas es algo voluntario y da
derecho a los BBN, que permiten la satisfacción de necesidades no básicas. Los
precios en ese sistema, en lugar de reflejar la escasez relativa a un modelo
sesgado en base a los ingresos y la riqueza (como en el sistema de economía de
mercado), funcionan como mecanismos de racionamiento a la hora de equilibrar
las necesidades con los deseos de la ciudadanía, es decir, como guías para
asignar y repartir los recursos democráticamente. Por lo tanto, los precios, en
lugar de ser la causa del racionamiento —como en el sistema de libre mercado—,
se convierten en su efecto y se les asigna el papel de igualar la oferta con la
demanda en un mercado “artificial” que asegura la soberanía tanto de los
consumidores como de los productores. Los precios que se forman de esta manera
junto con un complejo “índice de deseabilidad” trazan las bases donde se
sustentan las preferencias de los ciudadanos, así como el tipo de trabajo que
los ciudadanos deseen elegir; determinan la tasa de remuneración para el
trabajo no básico, en lugar de la tasa “objetiva” sugerida por la teoría del
valor basada en el trabajo.
Como
la breve descripción del modelo de democracia económica esbozada más arriba pone
de manifiesto, el proyecto de una democracia incluyente remite a una economía
política internacional que trasciende tanto la economía política del Estado
socialista, como la que se practicó en los países del llamado “socialismo real”
de Europa del Este, como la economía política de la economía de mercado, sea en
su forma mixta de consenso socialdemócrata sea en su forma actual neoliberal.
Democracia en la esfera social
La
satisfacción de las condiciones expuestas más arriba para una democracia política
y económica podrían representar la reconquista de las esferas política y
económica por parte de lo público, esto es, la reconquista de una verdadera
individualidad social, la creación de las condiciones de libertad y de
autodeterminación, tanto a nivel político como económico. No obstante, los
poderes político y económico no son las únicas formas de poder y, por
consiguiente, una democracia política y una económica no aseguran por sí mismas
una democracia incluyente. En otras palabras, una democracia incluyente es
inconcebible mientras no extienda su área de influencia hasta abarcar toda la
esfera de lo social, como el lugar de trabajo, la familia, las instituciones
educativas y cualquier institución económica o cultural que constituya parte de
esa área de influencia.
Históricamente
se han introducido varias formas de democracia en la esfera de lo social,
particularmente durante este siglo, normalmente durante períodos de actividad
revolucionaria. Sin embargo, esas formas de democracia no sólo fueron de corta
vida, sino que rara vez se extendieron fuera del ámbito del lugar de trabajo
(por ejemplo durante la instauración de los consejos obreros de los
trabajadores húngaros en las revueltas de 1956) y de las instituciones
educativas (durante las asambleas de estudiantes de Mayo del 68).
Hoy
en día la cuestión radica en cómo extender la democracia a otras formas de
organización social como el hogar, sin disolver la división entre la esfera de
lo público y lo privado. En otras palabras, en cómo, manteniendo y reforzando
la autonomía de esas dos áreas, podría implementarse ese tipo de reformas
institucionales en el seno de la familia y, al mismo tiempo, reforzar también
la adopción de medidas democráticas económicas y políticas. De hecho, una
democracia efectiva es inconcebible si el tiempo libre no se distribuye de
forma igualitaria entre los ciudadanos, y eso es algo que no puede lograrse
mientras las actuales condiciones jerárquicas que se establecen en el hogar, en
la familia y en el lugar de trabajo persistan. Es más, la democracia en la
esfera de lo social, particularmente en la esfera de lo familiar, será algo
imposible hasta que se lleven a cabo determinados acuerdos de naturaleza
institucional que reconozcan el carácter del hogar como satisfaciente de necesidades
y se integren los cuidados y los servicios que se dan dentro de ese marco
familiar en el marco general de la satisfacción de las necesidades.
Democracia ecológica
Si
contemplamos la democracia como un proceso de autoinstitucionalización en el cual
no haya ningún código de conducta humana de origen “divino” u objetivamente
definido, no hay garantía de que una democracia incluyente asegure una
democracia ecológica en el sentido definido anteriormente. Por lo tanto, el
reemplazamiento de la economía de mercado por un nuevo marco institucional de
democracia incluyente constituye sólo la condición necesaria para una armoniosa
relación entre el mundo natural y el social. La condición suficiente se refiere
al nivel de conciencia ecológica de los ciudadanos. El cambio radical en el
paradigma social dominante que seguirá a la institución de una democracia
incluyente, combinado con el decisivo papel que jugará la paideia en el
campo de un marco institucional medioambiental positivo, podría razonablemente
esperarse que conduzca a un cambio radical en la actitud humana ante la
Naturaleza. En otras palabras, hay base suficientemente sólida para creer que
las relaciones entre democracia incluyente y Naturaleza van a ser mucho más
armoniosas que las que se puedan alcanzar en una economía de mercado o en otra
basada en un socialismo de Estado. Los factores que respaldan este aserto se
refieren a los tres elementos de la democracia incluyente: político, económico
y social.
A
nivel político, hay base para creer que la creación de un espacio público por
sí mismo tendrá un efecto importante en reducir el atractivo del materialismo.
Porque el espacio de lo público facilitará una nueva forma de contemplar la
vida y llenará el vacío existencial que crea la actual sociedad consumista. La
comprensión de lo que podríamos denominar como humano podría razonablemente
reintegrarnos armónicamente con la Naturaleza.
También
a nivel económico, no es accidental que históricamente el proceso de
destrucción masiva del medio ambiente haya coincidido con el proceso de
mercantilización de la economía. Dicho de otra manera, la emergencia de la
economía de mercado y el consecuente crecimiento económico han tenido una
repercusión crucial en las relaciones sociedad-Naturaleza y han conducido a una
ideología del crecimiento como paradigma social dominante. Así fue como se hizo
dominante una visión instrumentalista de la Naturaleza en la que ésta era vista
como un mero instrumento para el crecimiento de la economía dentro de un
proceso infinito de concentración del poder. Si asumimos que sólo una sociedad
confederal puede asegurarnos un democracia incluyente hoy en día, sería
razonable asumir que una vez que la economía de mercado sea reemplazada por una
economía llevada desde una perspectiva confederal, la dinámica de crecimiento o
muerte de la primera opción será sustituida por una nueva dinámica social de la
segunda opción: un proyecto dinámico de satisfacer las necesidades de la
comunidad en lugar de una dinámica del crecimiento per se. Si la satisfacción
de las necesidades de la comunidad ya no dependieran, como hasta ahora, de la
continua expansión de la producción para cubrir las “necesidades” que crea el
mercado, y si se restauraran los vínculos entre economía y sociedad, entonces
no habría razón por la cual la actual concepción instrumentalista de la
naturaleza debería seguir condicionando la conducta humana.
Es
más, la democracia en una esfera social más amplia debería ser razonablemente
entendida como medioambientalmente responsable. El fin de las relaciones
patriarcales en la familia y de las relaciones jerárquicas en general debería
crear un nuevo êthos de no dominación que abarcaría tanto la Naturaleza
como la Sociedad. En otras palabras, la creación de condiciones democráticas en
el ámbito de lo social debería constituir un paso decisivo en la creación de
una condición suficiente para una relación armoniosa Naturaleza-Sociedad.
Finalmente,
el hecho de que la unidad básica de la vida social, económica y política en una
democracia confederal sea la comunidad tenderá también a reforzar el carácter
armonioso de las relaciones con el medio ambiente. Es razonable asumir —y la
evidencia del sustantivo éxito de las comunidades en salvaguardar su medio
ambiente es abrumadora— que, cuando la gente confía directamente en su medio
local para asegurar su subsistencia, desarrolla un íntimo conocimiento de su
medio que afecta indefectiblemente a su comportamiento positivo hacia el mismo.
No obstante, las condiciones previas para que el control local del medio
ambiente sea efectivo consisten en que la comunidad dependa de su medio natural
para su subsistencia a largo plazo y eso redunda, lógicamente, en un interés
directo en preservarlo. Otra razón que pone de manifiesto que una sociedad
ecológica es imposible sin democracia económica.
Un nuevo concepto de ciudadanía
Las
condiciones para una verdadera democracia que se han expuesto más arriba
implican un nuevo concepto de ciudadanía: económica, política, social y
cultural. De este modo, la ciudadanía política supone nuevas estructuras
políticas y el retorno a las concepciones clásicas de la política, la
democracia directa. La ciudadanía económica implica nuevas estructuras
económicas de propiedad comunitaria y de control de los recursos económicos (democracia
económica). La ciudadanía social implica estructuras de dirección
autogestionadas en el lugar de trabajo, democracia en el hogar y nuevas
políticas de bienestar mediante las cuales todas las necesidades básicas (que
se determinan democráticamente) son cubiertas mediante los recursos de la
comunidad, ya sean satisfechas a nivel del hogar o de la propia comunidad.
Finalmente, la ciudadanía cultural implica nuevas estructuras democráticas de
diseminación y control de la información y la cultura (medios de comunicación,
arte...) que permitan a cada miembro de la comunidad tomar parte en el proceso
y, al mismo tiempo, desarrollar sus capacidades y potencialidades culturales.
Aunque
este sentido de ciudadanía suponga un sentido de comunidad política, que definido
geográficamente coincide con la unidad fundamental de la vida política,
económica y social, se sigue asumiendo que esta comunidad política se entrelaza
con otras varias formas de comunidad (cultural, profesional, ideológica, etc.).
Por lo tanto, ese acuerdo entre comunidad y ciudadanía no descarta diferencias
culturales o de otro rango basadas en género, edad o etnia, sino que
simplemente facilita el espacio público donde esas diferencias puedan ser
expresadas. Es más, ese tipo de acuerdo institucionaliza diversas válvulas de
escape que posibilitan que las mayorías rechacen la marginalización que produce
tales diferencias. Lo que une al pueblo en una comunidad política, o en una
confederación de comunidades, no es un juego de valores comunes impuestos por
una ideología nacionalista, un dogma religioso, una creencia mística o una
interpretación objetiva de la evolución social, sino las instituciones y las
prácticas democráticas adoptadas por los propios ciudadanos.
Es
obvio que este nuevo concepto de ciudadanía tiene muy poco en común con las
definiciones liberales o socialistas de ciudadanía, que están vinculadas con
las concepciones liberales o socialistas, respectivamente, de los derechos
humanos. Así, para los liberales, el ciudadano es simplemente el portador
individual de ciertas libertades y derechos políticos reconocidos por las
leyes, que, supuestamente, aseguran una distribución igualitaria del poder
político. Para los socialistas, el ciudadano es el portador no sólo de derechos
políticos, sino también de una cierta clase de derechos sociales y económicos,
ya que para los marxistas el concepto de ciudadanía está vinculado con la
posesión colectiva de los medios de producción. El concepto de ciudadanía que
se adopta aquí, que podemos denominar ciudadanía democrática, está basado en la
definición que hemos dado de la democracia incluyente y presupone un concepto
“participativo” de la ciudadanía activa, como el que se halla implícito en la
obra de Hannah Arendt. En esa concepción, el activismo político no es un medio
para conseguir un fin, sino un fin en sí mismo. Es, por lo tanto, obvio que esa
concepción de ciudadanía es cualitativamente diferente de la concepción liberal
y socialdemócrata que adoptó una visión “instrumentalista” de la ciudadanía, es
decir, una visión que implica que la ciudadanía provee a los ciudadanos de
ciertos derechos que pueden ejercer como medio para conseguir un fin de
bienestar individual.
Traducción del inglés de Alfonso Ormaetxea
Este
artículo es una reproducción de unos de los capítulos de Towards an
Inclusive Democracy (Londres y Nueva York, Cassell Continuum, 1997) y
constituye la entrada de “Democracia incluyente” de la Routledge
Encyclopedia of International Political Economy (Barry Jones, 2001).
Nacido
en Grecia y crecido en Londres, Takis Fotopoulos es autor del libro Hacia
una democracia inclusiva (Uruguay, Editorial Nordan, 2002) y escritor y
editor de la revista Democracy and Nature, The International Journal of
Inclusive Democracy, que reúne un bien desarrollado cuerpo de conocimiento
sobre la democracia incluyente y sus aplicaciones centrándose en aspectos
cruciales como la estrategia de la transición hacia una democracia incluyente,
la relación entre la ciencia y la tecnología con la democracia, el
significativo ascenso del irracionalismo respecto al proyecto democrático, las
interrelaciones entre cultura, medios de comunicación y democracia y las
divisiones de clase.
Takis
Fotopoulos
Publicado
en Archipiélago, 77-78, noviembre de 2007
[i] Takis Fotopoulos, Towards
an Inclusive Democracy: The Crisis of the Growth Economy and the Need for a New
Liberatory Project, Londres y Nueva York, Cassell Continuum, 1997.
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