Bob Black en el Disaster Forum 2007 |
EL ANARQUISMO Y OTROS ESTORBOS PARA LA ANARQUÍA
«El anarquismo como medio no es tanto un desafío al
orden existente como una forma altamente especializada de acomodarse a él».
En la actualidad no hay necesidad alguna de
elaborar nuevas definiciones del anarquismo; sería difícil mejorar las que hace
mucho tiempo idearon varios eminentes extranjeros muertos. Tampoco necesitamos
detenernos en los conocidos anarquismos con guión, comunistas, individualistas
y demás; todo eso ya lo tocan los libros de texto.
Viene más al caso preguntarse por qué hoy no
estamos más cerca de la anarquía de lo que estuvieron Godwin y Proudhon y
Kropotkin y Goldman en su época. Son muchas las razones, pero las que más
tendrían que dar que pensar son las que suscitan los propios anarquistas,
puesto que de haber obstáculos que fuera posible superar, serían éstos.
Posible, pero poco probable.
Tras años de meticuloso escrutinio del medio
anarquista, y de angustiosa actividad en su seno en ocasiones, he llegado a la
conclusión de que los anarquistas son
una de las principales razones —sospecho que razón suficiente— por las que la
anarquía sigue siendo un epíteto sin la más remota posibilidad de realización.
Francamente, la mayoría de anarquistas son
incapaces de vivir de forma autónoma y cooperativa; muchos de ellos no tienen
demasiadas luces. Tienden a examinar a sus propios clásicos y literatura de
iniciados en detrimento de un conocimiento más amplio del mundo en que vivimos.
Esencialmente tímidos, se asocian con otros como ellos con el entendimiento
tácito de que nadie sopese las opiniones y acciones de ningún otro con arreglo
a norma alguna de inteligencia crítico-práctica, que nadie se eleve
excesivamente por encima del nivel predominante por medio de sus proezas
prácticas, y ante todo, que nadie cuestione los dogmas de la ideología
anarquista.
El anarquismo como medio no es tanto un desafío al
orden existente como una forma altamente especializada de acomodarse a él. Es
una forma de vida, o su complemento, con su propia mezcolanza particular de
recompensas y sacrificios. La pobreza es obligada, pero por eso mismo zanja de
antemano la cuestión de si este o aquel anarquista podría haber sido otra cosa
que un fracasado al margen de su ideología.
La historia del anarquismo es una historia de
derrotas y mártires sin parangón, y aún así los anarquistas veneran a sus
antepasados martirizados con una devoción morbosa que hace sospechar que los
anarquistas, como todos los demás, piensan que el mejor anarquista es el
anarquista muerto. La revolución -derrotada- es gloriosa, pero su lugar son los
libros y los panfletos.
Durante este siglo —España en 1936 y Francia en
1968— la sublevación revolucionaria pilló desprevenidos a los anarquistas
oficialmente organizados y en los inicios ajenos cuando no opuestos. No hay que
ir muy lejos para hallar la razón. No se trata de que estos ideólogos fueran
hipócritas (algunos lo eran). Se trata más bien de que habían desarrollado una
rutina cotidiana de militancia anarquista, y contaban inconscientemente con que
ésta perduraría indefinidamente ya que la revolución no es realmente imaginable en el aquí y ahora y cuando los
acontecimientos desbordaron su retórica reaccionaron de modo temeroso y a la
defensiva.
En otras palabras, si se les diese a elegir entre
el anarquismo y la anarquía, la mayoría de anarquistas se inclinaría por la
ideología y la subcultura anarquistas antes que por emprender un peligroso
salto hacia lo desconocido, hacia un mundo de libertad sin Estado. Pero puesto
que los anarquistas son casi los únicos críticos declarados del Estado como
tal, estas gentes temerosas de la libertad asumirían inevitablemente posiciones
prominentes o al menos publicitadas en cualquier sublevación resueltamente
antiestatal.
Siendo ellos mismos del tipo de los seguidores, se
encontrarían liderando una revolución que haría peligrar su estatus establecido
no menos que el de políticos y propietarios. Conscientemente o de otras formas,
los anarquistas sabotearían la revolución, que sin ellos quizá se hubiera desembarazado
del estado sin detenerse siquiera a reestrenar la vieja riña Marx / Bakunin.
A decir verdad, los anarquistas nominales no han
hecho nada para desafiar al Estado, no ya con pomposos y escasamente leídos
textos infestados de jerigonza, sino con el contagioso ejemplo de otra forma de
relacionarse con los demás. Los anarquistas, en vista de como manejan el
negocio del anarquismo, son la mejor refutación de las pretensiones
anarquistas. Cierto, en Norteamérica, al menos, las macrocefálicas federaciones
de organizaciones obreristas se han derrumbado entre el tedio y las disensiones
—y menos mal—, pero la estructura social informal del anarquismo sigue siendo
jerárquica de cabo a rabo.
Los anarquistas se someten plácidamente a lo que
Bakunin denominó un «gobierno invisible», compuesto en su caso por los editores
(de hecho si no nominalmente) de un puñado de las publicaciones anarquistas más
importantes y más longevas. Estas publicaciones, pese a diferencias ideológicas
aparentemente profundas, comparten posturas paternalistas similares de cara a
sus lectores, así como un pacto de caballeros para no permitir ataques que
expongan sus incoherencias y socaven de otros modos su común interés de clase
en la hegemonía sobre los anarquistas de a pie.
Por extraño que parezca, resulta mucho más fácil
criticar a Fith State[1]
o Kick It Over[2] en
sus propias páginas que, pongamos por caso, criticar allí a Processed World[3].
Cada organización tiene más cosas en común con
todas las demás que con cualquiera de los desorganizados. La crítica anarquista
del Estado, si los anarquistas fueran capaces de comprenderla, no es más que un
caso particular de la crítica de la organización. Y en cierta medida, incluso
las organizaciones anarquistas lo intuyen.
Los antianarquistas podrían muy bien sacar la
conclusión de que si ha de haber jerarquía y coacción, que sea abiertamente,
claramente etiquetada como tal. A diferencia de tales lumbreras (los
«libertarios» de derechas, los minianarquistas, por ejemplo), yo insisto
tozudamente en mi oposición al Estado. Pero no porque, como tan
irreflexivamente y tan a menudo proclaman los anarquistas, el Estado no sea
«necesario». La gente común rechaza esta afirmación anarquista por absurda, y
hace bien.
Evidentemente, en una sociedad de clases industrializada
como la nuestra, el Estado es necesario. La cuestión es que el Estado ha creado
las condiciones que lo hacen necesario, al despojar a los individuos y a las
asociaciones voluntarias de sus poderes. Lo que resulta más fundamental, no es
que las premisas del Estado (el trabajo, el moralismo, la tecnología
industrial, las organizaciones jerárquicas) no sean necesarias sino que son
antitéticas a la satisfacción de necesidades y deseos reales. Por desgracia, la
mayoría de variedades de anarquismo ratifica todas las premisas y pese a ello,
rechaza su conclusión lógica: el Estado.
Si no hubiera anarquistas, el Estado tendría que
inventarlos. Sabemos que en varias ocasiones eso es precisamente los que ha
hecho. Necesitamos anarquistas libres del lastre que supone el anarquismo.
Entonces, y sólo entonces, podremos empezar a plantearnos en serio el fomento
de la anarquía.
Bob Black
Texto escrito por Bob Black en 1985.
Traducido por Federico Corriente para Pepitas de Calabaza y Oxígeno
Distribuidora.
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