domingo, 21 de febrero de 2016

COLIN WARD: «LA CASA ANARQUISTA»



LA CASA ANARQUISTA
Antes de abordar el tema de la casa anarquista, deberíamos librarnos de la falsa idea de una estética anarquista enfrentada a la estética burguesa. Tras más de un siglo de dar por hecho que la tarea del artista revolucionario era épater le bourgeois, no está de más admitir que, pese a tan buena idea, la burguesía constituye la única clientela del arte revolucionario, cuando no lo es el propio Estado.
Suponga que es albañil, que vive en un pisito del extrarradio y que le contratan para una de esas arquitecturas fantásticas de algunos edificios modernos, como los apartamentos diseñados por Moshe Dashe para la Expo de Montreal, con el suelo que reposa sobre contenedores, fingiendo un azar cabalmente calculado, o las casas inclinadas de Píet Blon en Oude Haven (Vieux Port) de Rotterdam, terriblemente parecidas a la casa encantada de las ferias. Difícilmente llegará a pensar que construye una casa anarquista: ni hace felices a los obreros ni ofrece a sus futuros inquilinos algo más allá de la jocosa ruptura con los viejos presupuestos estéticos. La casa anarquista tiene menos que ver con su concepción artística que con el control sobre ella.
Según yo lo veo, aun sin ser anarquista, el control de la vivienda por sus usuarios debería pensarse como un principio fundamental en cualquier tipo de sociedad. «Cuando los habitantes controlan las grandes decisiones y son libres de proponer sus ideas acerca del diseño, la construcción y la gestión de su vivienda, tanto más el entorno resultante estimula el bienestar individual y social, Y al contrario, si la gente no tiene ningún control ni ninguna responsabilidad en las decisiones claves del proceso constructor, el entorno acaba convertido en un obstáculo para la realización personal y en un lastre para la economía».[1]
¿Y no es éste el caso de la mayoría de los inmensos y costosos proyectos emprendidos por las autoridades tanto de Estados Unidos como de Europa occidental? La solución a los problemas engendrados por las grandes barriadas pasa por potenciar los siste­mas de control de los residentes a través de cooperativas. En los grandes barrios periféricos de las ciudades europeas y americanas, herederos de un socialismo burocrático y gestionador, algunas veces es tal el abandono y el deterioro al que se llega que el control de los inquilinos se adopta como última medida. A Lucien Kroll, arquitecto belga, lo llaman con frecuencia para resolver los problemas de rehabilitación de estos barrios descuidados por el Municipio. Los resultados de su intervención son descritos como arquitectura anarquista. Kroll, en cambio, prefiere hablar de arquitectura controlada por sus usuarios. Es más, afirma que su única tarea consiste en ofrecer un presupuesto concreto a fin de que los afectados decidan los gastos prioritarios. Una de las prioridades generales es reducir la al­tura de los edificios y construir más a nivel del suelo, aprovechando el espacio entre los inmuebles. Otra, moderar la circulación. ¿Es ra­zonable usar el hormigón sobrante para levantar túmulos de matorrales y árboles en las plazoletas que alejen a los vehículos de allí? ¿Y por qué no convertir los jardines municipales en áreas de juego y huertos? ¿Por qué no construir una fila de talleres y kioskos a lo largo de la calle? El resultado no es el de una arquitectura anarquista, pero sí el de una arquitectura postautoritaria.
Aunque Gran Bretaña se considere como el país de origen del movimiento cooperativo, las cooperativas de viviendas son más recientes en otros países. No obstante, su composición es muy interesante. Algunas cooperativas surgieron al oficializarse la ocupación de inmuebles vacíos por okupas, y otras, como residencias provisionales en edificios destinados a su demolición. Mientras que los vecinos tenían el control de estos edificios, se retrasaba su final previsto, simplemente porque los ocupantes tenían motivos para mejorarlos. Por otra parte, en Liverpool y Londres se edificó con arquitectos a las órdenes de gentes humildes, que por primera vez contaban con los servicios de un experto.[2]
Sin embargo, los mejores ejemplos provienen de las zonas donde los lugareños pobres levantaban sus propias casas, agrandándolas y mejorándolas con los años, conforme las familias cambiaban y se volvían más ricas. Casi todas las casas campesinas tradicionales europeas son prueba de ello. En el siglo XX esta manera simple natural de construir se ve dificultada por toda una serie de razones espurias como el acceso a la tierra, el elevado precio de los materiales de construcción y el fárrago de leyes y reglamentos, incom­prensibles sin la ayuda de un experto.
El arquitecto Walter Segal, partícipe de la comunidad anarquista de Tessin (Suiza), superó estos obstáculos con un método de construcción en cuadros de armadura de madera ligera y elementos estándares: sin hormigón, ni ladrillos y enyesado; todo muy fácil, así pues, para el constructor aficionado. Segal deseaba producir estos habitáculos asequibles a la gente en busca de alojamiento, y un municipio londinense le ofreció la posibilidad de hacerlo, aunque no en un buen terreno, para satisfacción de los residentes, que describieron la experiencia como un acontecimiento, bajo su con­trol, que les cambió la vida.
Segal lo recuerda así: «La colaboración estaba asegurada solidaria y voluntariamente, sin coacciones. Esto significa que a la buena voluntad de la gente se le puede dar curso. Cuanto menos se intente controlar a la gente, más elementos de buena voluntad se libran. Esto es evidente. Los niños jugaban alrededor nuestro. Y los viejos ayudaban si querían. Se evitó cualquier fricción. Cada familia construía a su ritmo y según su capacidad. Había más gente joven, pero no faltaban los viejos. Estaba previsto que yo no me metiera en sus problemas internos, así que les dejaba tomar sus propias decisiones y nunca hubo un solo problema». Con agrado nos habla de las «innumerables pequeñas variaciones, innovaciones y reparos» que los constructores anónimos le hacían y la conclusión a la que llegó: «Está visto que entre los habitantes de este país hay grandes talentos». Tras su muerte en 1985, la Walter Segal Self Build Trust se ha expandido con éxito entre los grupos desfavorecidos de los años 90, políticamente trágicos. Pero hace falta más tiempo para solventar los obstáculos legales de financiación, autorización, diseño y construcción a los que se siguen enfrentando quienes tratan de construir y ocupar sus propias casas.
Hasta aquí la casa anarquista según las experiencias de la gente de la calle, pero en orden a la multiplicidad de sentidos de la anarquía, conviene tratar otros aspectos de la misma. Kropotkin dedica un capítulo de La conquista del pan al problema del alojamiento, en esencia, un verdadero manual sobre lo que debería hacerse en una sociedad revolucionaria: repartir las viviendas existentes conforme las necesidades de cada cual. Mas no todo el mundo vive una situación revolucionaria, así que, para atender los problemas de vivien­da en la sociedad particular de cada cual, no está de más acudir a Proudhon, y recordar la proclama que popularizó: «¿Qué es la propiedad? La propiedad», contestó, «es el robo».
Yo me alegré mucho un día de septiembre de 1969, viendo a los squatters de la antigua residencia real del 144 de Picadilly, que colgaban una enorme pancarta con esta sentencia de Proudhon. Pero, ¡qué ironía!, también fue Proudhon el autor de la fórmula «La propiedad es la libertad».
(Debiera sobrar comentar que Proudhon apunta, una vez, contra el terrateniente absentista, definido por Woodcock como el hombre que usa la propiedad para explotar el trabajo ajeno; una propiedad caracterizada por el interés y la renta, por la imposición de los no productores sobre los productores. Y la otra vez, cuando habla de la propiedad que da la libertad, se refiere a los campesinos. Proudhon considera la posesión o el control de la tierra y los medios por los campesinos como «piedra de toque de la libertad, y su principal crítica a la igualdad de los comunistas era que persiguieran aboliría».)
La historia de la Unión Soviética y sus regímenes satélites evidencia el contraste de las opiniones de Kropotkin y Proudhon. En estos países se lleva a cabo un reparto de vivienda acorde a las necesidades, pero, claro, las necesidades de los jerarcas del partido son más necesarias que las del resto de los ciudadanos. La colectivización forzosa de la agricultura (Stalin) acabó con la cultura campesina y provocó el hambre y la muerte de millones de seres. Al mismo tiempo, la política de alojamiento en las ciudades estuvo definida por el encaprichamiento de los urbanistas por los bloques y las torres, igual que en el Oeste.
De una manera lenta y subversiva, las actitudes populares proudhonianas empezaron a cobrar cuerpo. Como ya lo predijera Proudhon, las huertas privadas de los campesinos abastecieron Rusia, medio bien, los años antes de la Perestroíka: «En 1963, la tierra de los particulares suponía alrededor de 44.000 km2, o sea, el 4% de toda la tierra cultivable de las fincas colectivas. Por raro que parezca, esta tierra privada producía alrededor de la mitad de las legumbres de la URSS, tenía el 40% de las vacas y el 30% de los cerdos del país».
Los dirigentes marxistas poseían datchas mientras que en Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Yugoslavia, los ciudadanos hacían su vida en lo que se han llamado las «instalaciones salvajes » del extrarradio. En 1979 un geógrafo explicaba que «la existencia de tierras pertenecientes a los campesinos en los alrededores de las ciudades ofrece las oportunidades para una evolución progresiva de las instalaciones salvajes repentinas, como las acampadas nocturnas en Nowy Dwór y alrededor de Varsovia o de Kozarski Bok y Trnje en las cercanías de Zagreb. Estas comunidades no ven estimulado su desarrollo por las autoridades, pero se toleran y se las dota de servicios públicos y sociales en cuanto descargan la presión sobre las viviendas y los presupuestos municipales». Mientras todavía se pensaba que los regímenes comunistas tenían futuro, habría sido bueno recordar a los revolucionarios de toda clase la importante distinción entre la propiedad/explotación y la propiedad/posesión hecha por Proudhon.
El comunismo, amparado en el terror, auspició la inevitable reacción individualista, lastrando cualquier aspiración socialista. Pero nos queda un discurso libertario, más sosegado, concerniente a la vida en comunidad. Muchos anarquistas se cuestionan la familia nuclear y la vivienda unifamiliar, aceptada como refuerzo de aquella. Describen la casa individual como una prisión y siguen en la búsqueda de una unidad social más amplia. Así lo denunció Kropotkin: «En la actualidad vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario —esa muralla del individuo contra el Estado— nos ha conducido a un individualismo egoísta en todas nuestras mutuas relaciones. Apenas nos conocemos; no nos encon­tramos sino ocasionalmente; nuestros contactos son excesivamente raros. Pero hemos visto en la historia, y seguimos viéndolo, ejemplos de una vida en común más íntimamente ligada. La familia compuesta, en China, y las comunidades agrarias son ejemplos en apoyo de lo dicho. Allí, los hombres se conocen unos a otros. Por la fuerza de las cosas, se ven obligados a ayudarse mutuamente en los órdenes moral y material. La vieja familia, basada en la comunidad de origen, desaparece. En esta familia, los hombres se verán obligados a conocerse, y ayudarse, a apoyarse en toda ocasión [...]».[3]
La vida de las comunas inspiradas en Kropotkin y Tolstoi ha sido intensamente estudiada, y ello echa un poco de luz sobre la naturaleza de la casa anarquista. Una de estas tentativas, la Libre Colonie de Cloudsden Hill, establecida en 1895 cerca de New-castle-upon-Tyne, con una superficie de ocho hectáreas, incluso suscita el atinado comentario de Kropotkin, cuando sus fundadores le escribieron pidiéndole consejo. Kropotkin les respondió que, sobre todo, evitaran aislarse de las otras comunidades del entorno, insistiéndoles en que «se libraran del estilo de vida cuartelero y op­taran por el esfuerzo combinado de las familias independientes», para terminar con un juicio muy certero sobre la situación de la mujer. Es importante, les escribe, «hacer lo posible por reducir el trabajo doméstico al mínimo. En la mayoría de las comunidades este punto se olvida con frecuencia. Las madres y las hijas perduran su papel de la vieja sociedad, ser las esclavas de la comunidad. Es esencial para el desarrollo comunitario tomar las medidas oportunas a fin de reducir cuantiosamente la increíble suma de labores que las mujeres hacen inútilmente en educar a los niños y efectuar las tareas domésticas más que procurarse invernaderos o maqui­naria agrícola. Pero a pesar de que las comunidades sueñan con te­ner las mejores máquinas, raramente prestan atención al desperdicio de fuerzas de la esclava de la casa, la mujer».
A mi parecer, ésta es una propuesta muy pertinente en toda suerte de definición de la casa anarquista. Contrariamente a muchas de las arquitecturas modernas, las casas clásicas están mejor adaptadas a la variedad de utilidades en cuanto no dependen de la cantidad de servicios técnicos que tenemos hoy (agua, gas, electricidad, sistemas de calefacción y telefónicos). Lo dice Le Corbusier: «Dichoso Ledoux: ningún tubo». Pero estas comodidades nuestras se las aseguraban los antiguos por medios humanos: esclavos, sirvientes, camareras, lavanderas, mozos, etc. Basta con ver La boda de Fígaro para comprender de qué modo los criados formaban parte de la arquitectura.
A pesar de la reducción del personal doméstico, los arquitectos continúan dándole prioridad a los salones y despachos, concentrando el área de servicios en espacios cada vez más exiguos. Este hecho lo pone en evidencia Stewart Brand en un texto que bien puede considerarse un manual de la casa anarquista. Brand abraza la filosofía de una arquitectura «duradera, con estructuras ágiles y poco gasto energético», reclamando que los edificios en construc­ción se capaciten para adaptarse a las necesidades de sus moradores. Unos años antes, el arquitecto anarquista Giancarlo de Cario declaraba que los vecinos deben «tomar» los edificios y apropiárselos, y la expresión que utiliza Brand para definir ese género de anarquía es la de «caos saludable», apuntando cómo esta actitud cambia nuestra manera de ver la casa: «Una manera de institucionalizar un caos saludable es dar el poder de diseño a los vecinos del edificio durante el período que lo ocupen. Notamos la diferencia entre una cocina diseñada para que la use una cocinera, oscura y angosta, y la cocina del ama de casa, luminosa, espaciosa y dotada de todo lo necesario. Un edificio enseña más que toda su planificación previa. En la jerarquización de la construcción esto sugiere una gestión de abajo arriba en lugar de arriba abajo. ¿Cómo será un edificio concebido para ser cuidado fácilmente por sus moradores? Una vez que la gente tenga lo suficiente para llevar el mantenimiento y las reparaciones de sus casas, se organizarán de un modo natural, pues ellos son quienes conocen su entorno y sa­ben cómo mejorarlo».[4]
Se puede pensar con razón que si en los actuales países ricos las casas anarquistas han estado marginadas en beneficio de la econo­mía inmobiliaria, en el siglo XXI adquirirán una gran importancia, por muchas razones.
La primera es el grave descalabro económico de la política ofi­cial inmobiliaria en los países occidentales, pensada en torno al núcleo familiar aunque casi en ninguna parte ya se sostenga esta norma estática y el desarrollo de las casas y familias alternativas sea inevitable. La segunda, la lección que los países pobres y las pobla­ciones indigentes dan a los ricos. Cuando los indigentes logran acceder a la tierra, y disponen de los materiales, hacen alojamientos administrados por ellos mismos y adaptados a las necesidades y las circunstancias del momento. La tercera razón es el concurso del feminismo en el diseño de la casa. Como ya lo indicara Kropotkin, la mujer, mitad de la población, siempre ha estado excluida de las decisiones en materia de alojamiento. Mas, como Dolores Haydeen señala, hay una vía alternativa, escondida, de la historia.
Mi conclusión tiene en cuenta las consideraciones de viabilidad ecológica dictadas por los Verdes. Hoy día, una vivienda particular exige una gran inversión en servicios, un dispendio energético y equipos desechables. Una utilización racional de la energía, en cambio, reclama una economía de energía duradera y un reparto de los equipamientos. El criterio técnico de una casa anarquista prevé que ésta sea duradera, con estructuras ágiles y de poco gasto energético. Y la exigencia política radica en la necesidad de su con­trol por parte de los usuarios.
Colin Ward
Traducción del francés de M. H. de Ossorno
Texto incluido en las Actas del Congreso Internacional de Grenoble, Universidad de Grenoble, marzo de 1986, con el título de «La culture libertaire». Traducción publicada en Archipiélago, n. 34-35, Barcelona, invierno 1998.
De Colin Ward se puede leer en castellano Esa anarquía nuestra de cada día, trad. Inés López, Tusquets, Barcelona, 1982 [reeditado con el título Anarquía en acción: la práctica de la libertad, Enclave de libros, Madrid, 2013], y Contra el automóvil. Sobre la libertad de circular, Virus, Barcelona, 1996 [junto a textos de Agustín García Calvo y Antonio Estevan].




[1] John Turner en John F. C., Turner y Robert Fichter (eds.), Freedom to Build: Dweller Control of the Housing Process, Macmillan, Nueva York, 1972.
[2] Colin Ward, Welcome, Thinner City, Bedford Square Press, Londres, 1989.
[3] P. Kropotkin, Las prisiones, Pequeña Biblioteca Calamus Scriptorius, Barcelona, 1977.
[4] Stewart Brand, How Learn, Penguin/Viking, Nueva York y Londres, 1994.

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