LA
CASA ANARQUISTA
Antes
de abordar el tema de la casa anarquista, deberíamos librarnos de la falsa idea de una
estética anarquista enfrentada a la estética burguesa. Tras más de un siglo de
dar por hecho que la tarea del artista revolucionario era épater le
bourgeois, no está de más admitir que, pese a tan buena idea, la
burguesía constituye la única clientela del arte revolucionario, cuando no lo
es el propio Estado.
Suponga
que es albañil,
que vive en un pisito del extrarradio y que le contratan para una de esas arquitecturas
fantásticas de algunos edificios modernos, como los apartamentos diseñados por
Moshe Dashe para la Expo de Montreal, con el suelo que reposa sobre
contenedores, fingiendo un azar cabalmente calculado, o las casas inclinadas de
Píet Blon en Oude Haven (Vieux Port) de Rotterdam, terriblemente parecidas a la
casa encantada de las ferias. Difícilmente llegará a pensar que construye una
casa anarquista: ni hace felices a los obreros ni ofrece a sus futuros
inquilinos algo más allá de la jocosa ruptura con los viejos presupuestos
estéticos. La casa anarquista tiene menos que ver con su concepción artística
que con el control sobre ella.
Según yo lo veo, aun sin ser anarquista, el control de
la vivienda por sus usuarios debería pensarse como un principio fundamental en
cualquier tipo de sociedad. «Cuando los habitantes controlan las grandes
decisiones y son libres de proponer sus ideas acerca del diseño, la
construcción y la gestión de su vivienda, tanto más el entorno resultante
estimula el bienestar individual y social, Y al contrario, si la gente no tiene
ningún control ni ninguna responsabilidad en las decisiones claves del proceso
constructor, el entorno acaba convertido en un obstáculo para la realización
personal y en un lastre para la economía».[1]
¿Y no es éste el caso de la mayoría de
los inmensos y costosos proyectos emprendidos por las autoridades tanto de
Estados Unidos como de Europa occidental? La solución a los problemas
engendrados por las grandes barriadas pasa por potenciar los sistemas de
control de los residentes a través de cooperativas. En los grandes barrios
periféricos de las ciudades europeas y americanas, herederos de un socialismo
burocrático y gestionador, algunas veces es tal el abandono y el deterioro al
que se llega que el control de los inquilinos se adopta como última medida. A
Lucien Kroll, arquitecto belga, lo llaman con frecuencia para resolver los
problemas de rehabilitación de estos barrios descuidados por el
Municipio. Los resultados de su intervención son descritos como arquitectura
anarquista. Kroll, en cambio, prefiere hablar de arquitectura controlada por
sus usuarios. Es más, afirma que su única tarea consiste en ofrecer un presupuesto
concreto a fin de que los afectados decidan los gastos prioritarios. Una de las
prioridades generales es reducir la altura de los edificios y construir más a
nivel del suelo, aprovechando el espacio entre los inmuebles. Otra, moderar la
circulación. ¿Es razonable usar el hormigón sobrante para levantar túmulos de
matorrales y árboles en las plazoletas que alejen a los vehículos de allí? ¿Y
por qué no convertir los jardines municipales en áreas de juego y huertos? ¿Por
qué no construir una fila de talleres y kioskos a lo largo de la calle? El
resultado no es el de una arquitectura anarquista, pero sí el de una arquitectura
postautoritaria.
Aunque
Gran Bretaña
se considere como el país de origen del movimiento cooperativo, las
cooperativas de viviendas son más recientes en otros países. No obstante, su
composición es muy interesante. Algunas cooperativas surgieron al oficializarse
la ocupación de inmuebles vacíos por okupas, y otras, como residencias
provisionales en edificios destinados a su demolición. Mientras que los vecinos
tenían el control de estos edificios, se retrasaba su final previsto,
simplemente porque los ocupantes tenían motivos para mejorarlos. Por otra
parte, en Liverpool y Londres se edificó con arquitectos a las órdenes de gentes
humildes, que por primera vez contaban con los servicios de un experto.[2]
Sin embargo, los mejores ejemplos provienen de las
zonas donde los lugareños pobres levantaban sus propias casas,
agrandándolas y mejorándolas con los años, conforme las familias cambiaban y se
volvían más ricas. Casi todas las casas campesinas
tradicionales europeas son prueba de ello. En el siglo XX esta manera simple natural de construir
se ve dificultada por toda una serie de razones espurias como el acceso a la
tierra, el elevado precio de los materiales de construcción y el fárrago de
leyes y reglamentos, incomprensibles sin la ayuda de un experto.
El
arquitecto Walter Segal, partícipe de la comunidad anarquista de Tessin (Suiza),
superó estos obstáculos con un método de construcción en cuadros de armadura de
madera ligera y elementos estándares: sin hormigón, ni ladrillos y enyesado;
todo muy fácil, así pues, para el constructor aficionado. Segal deseaba
producir estos habitáculos asequibles a la gente en busca de alojamiento, y un
municipio londinense le ofreció la posibilidad de hacerlo, aunque no en un buen
terreno, para satisfacción de los residentes, que describieron la experiencia
como un acontecimiento, bajo su control, que les cambió la vida.
Segal
lo recuerda así:
«La colaboración estaba asegurada solidaria y voluntariamente, sin coacciones.
Esto significa que a la buena voluntad de la gente se le puede dar curso.
Cuanto menos se intente controlar a la gente, más elementos de buena voluntad
se libran. Esto es evidente. Los niños jugaban alrededor nuestro. Y los viejos
ayudaban si querían. Se evitó cualquier fricción. Cada familia construía a su
ritmo y según su capacidad. Había más gente joven, pero no faltaban los viejos.
Estaba previsto que yo no me metiera en sus problemas internos, así que les
dejaba tomar sus propias decisiones y nunca hubo un solo problema». Con agrado
nos habla de las «innumerables pequeñas variaciones, innovaciones y reparos»
que los constructores anónimos le hacían y la conclusión a la que llegó: «Está
visto que entre los habitantes de este país hay grandes talentos». Tras su
muerte en 1985, la Walter Segal Self Build Trust se ha expandido con éxito
entre los grupos desfavorecidos de los años 90, políticamente trágicos. Pero
hace falta más tiempo para solventar los obstáculos legales de financiación,
autorización, diseño y construcción a los que se siguen enfrentando quienes tratan
de construir y ocupar sus propias casas.
Hasta aquí la casa anarquista según las experiencias de la
gente de la calle, pero en orden a la multiplicidad de sentidos de la anarquía,
conviene tratar otros aspectos de la misma. Kropotkin dedica un capítulo de La
conquista del pan al problema del alojamiento, en esencia, un verdadero
manual sobre lo que debería hacerse en una sociedad revolucionaria: repartir
las viviendas existentes conforme las necesidades de cada cual. Mas no todo el
mundo vive una situación revolucionaria, así que, para atender los problemas de
vivienda en la sociedad particular de cada cual, no está de más acudir a
Proudhon, y recordar la proclama que popularizó: «¿Qué es la propiedad? La
propiedad», contestó, «es el robo».
Yo
me alegré
mucho un día de septiembre de 1969, viendo a los squatters de la antigua
residencia real del 144 de Picadilly, que colgaban una enorme pancarta con esta
sentencia de Proudhon. Pero, ¡qué ironía!, también fue Proudhon el autor de la
fórmula «La propiedad es la libertad».
(Debiera
sobrar comentar que Proudhon apunta, una vez, contra el terrateniente
absentista, definido por Woodcock como el hombre que usa la propiedad para
explotar el trabajo ajeno; una propiedad caracterizada por el interés y la renta, por la imposición
de los no productores sobre los productores. Y la otra vez, cuando habla de la
propiedad que da la libertad, se refiere a los campesinos. Proudhon considera
la posesión o el control de la tierra y
los medios por los campesinos como «piedra de toque de la libertad, y su principal crítica a la
igualdad de los comunistas era que persiguieran aboliría».)
La
historia de la Unión Soviética y sus regímenes satélites evidencia el contraste de las opiniones de
Kropotkin y Proudhon. En estos países se lleva a cabo un reparto de vivienda
acorde a las necesidades, pero, claro, las necesidades de los jerarcas del
partido son más necesarias que las del resto de los ciudadanos. La colectivización
forzosa de la agricultura (Stalin) acabó con la cultura campesina y provocó el
hambre y la muerte de millones de seres. Al mismo tiempo, la política de
alojamiento en las ciudades estuvo definida por el encaprichamiento de los
urbanistas por los bloques y las torres, igual que en el Oeste.
De
una manera lenta y subversiva, las actitudes populares proudhonianas empezaron
a cobrar cuerpo. Como ya lo predijera Proudhon, las huertas privadas de los
campesinos abastecieron Rusia, medio bien, los años antes de la Perestroíka: «En 1963,
la tierra de los particulares suponía alrededor de 44.000 km2, o
sea, el 4% de toda la tierra cultivable de las fincas colectivas. Por raro que
parezca, esta tierra privada producía alrededor de la mitad de las legumbres de
la URSS, tenía el 40% de las vacas y el 30% de los cerdos del país».
Los dirigentes marxistas poseían datchas mientras que en Checoslovaquia,
Hungría, Rumania, Yugoslavia, los ciudadanos hacían su vida en lo que se han
llamado las «instalaciones salvajes » del extrarradio. En 1979 un geógrafo
explicaba que «la existencia de tierras pertenecientes a los campesinos en los
alrededores de las ciudades ofrece las oportunidades para una evolución
progresiva de las instalaciones salvajes repentinas, como las acampadas
nocturnas en Nowy Dwór y alrededor de Varsovia o de Kozarski Bok y Trnje en las
cercanías de Zagreb. Estas comunidades no ven estimulado su desarrollo por las
autoridades, pero se toleran y se las dota de servicios públicos y sociales en
cuanto descargan la presión sobre las viviendas y los presupuestos municipales».
Mientras todavía se pensaba que los regímenes comunistas tenían futuro, habría
sido bueno recordar a los revolucionarios de toda clase la importante distinción
entre la propiedad/explotación y la propiedad/posesión hecha por
Proudhon.
El
comunismo, amparado en el terror, auspició la inevitable reacción individualista,
lastrando cualquier aspiración socialista. Pero nos queda un discurso
libertario, más sosegado, concerniente a la vida en comunidad. Muchos
anarquistas se cuestionan la familia nuclear y la vivienda unifamiliar, aceptada como refuerzo de
aquella. Describen la casa individual como una prisión y siguen en la
búsqueda de una unidad social más amplia. Así lo denunció Kropotkin: «En la
actualidad vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario —esa
muralla del individuo contra el Estado— nos ha conducido a un individualismo
egoísta en todas nuestras mutuas relaciones. Apenas nos conocemos; no nos encontramos
sino ocasionalmente; nuestros contactos son excesivamente raros. Pero hemos
visto en la historia, y seguimos viéndolo, ejemplos de una vida en común más
íntimamente ligada. La familia compuesta, en China, y las comunidades
agrarias son ejemplos en apoyo de lo dicho. Allí, los hombres se conocen unos a
otros. Por la fuerza de las cosas, se ven obligados a ayudarse mutuamente en
los órdenes moral y material. La vieja familia, basada en la comunidad de
origen, desaparece. En esta familia, los hombres se verán obligados a
conocerse, y ayudarse, a apoyarse en toda ocasión [...]».[3]
La vida de las comunas inspiradas en Kropotkin y
Tolstoi ha sido intensamente estudiada, y ello echa un poco de luz sobre la
naturaleza de la casa anarquista. Una de estas tentativas, la Libre Colonie de
Cloudsden Hill, establecida en 1895 cerca de New-castle-upon-Tyne, con una
superficie de ocho hectáreas, incluso suscita el atinado comentario de
Kropotkin, cuando sus fundadores le escribieron pidiéndole consejo. Kropotkin
les respondió que, sobre todo, evitaran aislarse de las otras comunidades del
entorno, insistiéndoles en que «se libraran del estilo de vida cuartelero y optaran
por el esfuerzo combinado de las familias independientes», para terminar con un
juicio muy certero sobre la situación de la mujer. Es importante, les escribe,
«hacer lo posible por reducir el trabajo doméstico al mínimo. En la mayoría de
las comunidades este punto se olvida con frecuencia. Las madres y las hijas
perduran su papel de la vieja sociedad, ser las esclavas de la comunidad. Es
esencial para el desarrollo comunitario tomar las medidas oportunas a fin de
reducir cuantiosamente la increíble suma de labores que las mujeres hacen
inútilmente en educar a los niños y efectuar las tareas domésticas más que
procurarse invernaderos o maquinaria agrícola. Pero a pesar de que las
comunidades sueñan con tener las mejores máquinas, raramente prestan atención
al desperdicio de fuerzas de la esclava de la casa, la mujer».
A
mi parecer, ésta
es una propuesta muy pertinente en toda suerte de definición de la casa anarquista.
Contrariamente a muchas de las arquitecturas modernas, las casas clásicas están
mejor adaptadas a la variedad de utilidades en cuanto no dependen de la
cantidad de servicios técnicos que tenemos hoy (agua, gas, electricidad,
sistemas de calefacción y telefónicos). Lo dice Le Corbusier: «Dichoso Ledoux:
ningún tubo». Pero estas comodidades nuestras se las aseguraban los antiguos
por medios humanos: esclavos, sirvientes, camareras, lavanderas, mozos, etc.
Basta con ver La boda de Fígaro para comprender de qué modo los criados
formaban parte de la arquitectura.
A
pesar de la reducción del personal doméstico, los arquitectos continúan
dándole prioridad a los salones y despachos, concentrando el área de servicios
en espacios cada vez más exiguos. Este hecho lo pone en evidencia Stewart Brand
en un texto que bien puede considerarse un manual de la casa anarquista. Brand
abraza la filosofía de una arquitectura «duradera, con estructuras ágiles y
poco gasto energético», reclamando que los edificios en construcción se
capaciten para adaptarse a las necesidades de sus moradores. Unos años antes,
el arquitecto anarquista Giancarlo de Cario declaraba que los vecinos deben «tomar»
los edificios y apropiárselos, y la expresión que utiliza Brand para definir
ese género de anarquía es la de «caos saludable», apuntando cómo esta actitud
cambia nuestra manera de ver la casa: «Una manera de institucionalizar un caos
saludable es dar el poder de diseño a los vecinos del edificio durante el
período que lo ocupen. Notamos la diferencia entre una cocina diseñada para que
la use una cocinera, oscura y angosta, y la cocina del ama de casa, luminosa,
espaciosa y dotada de todo lo necesario. Un edificio enseña más que toda su
planificación previa. En la jerarquización de la construcción esto sugiere una
gestión de abajo arriba en lugar de arriba abajo. ¿Cómo será un edificio
concebido para ser cuidado fácilmente por sus moradores? Una vez que la gente
tenga lo suficiente para llevar el mantenimiento y las reparaciones de sus
casas, se organizarán de un modo natural, pues ellos son quienes conocen su
entorno y saben cómo mejorarlo».[4]
Se
puede pensar con razón que si en los actuales países ricos las casas
anarquistas han estado marginadas en beneficio de la economía inmobiliaria, en
el siglo XXI
adquirirán
una gran importancia, por muchas razones.
La primera es el grave descalabro económico de la política oficial
inmobiliaria en los países occidentales, pensada en torno al núcleo familiar
aunque casi en ninguna parte ya se sostenga esta norma estática y el desarrollo
de las casas y familias alternativas sea inevitable. La segunda, la lección que
los países pobres y las poblaciones indigentes dan a los ricos. Cuando los
indigentes logran acceder a la tierra, y
disponen de los materiales, hacen alojamientos administrados por ellos
mismos y adaptados a las necesidades y las circunstancias del momento.
La tercera razón
es el concurso del feminismo en el diseño de la casa. Como ya lo indicara
Kropotkin, la mujer, mitad de la población, siempre ha estado excluida de las
decisiones en materia de alojamiento. Mas, como Dolores Haydeen señala, hay una
vía alternativa, escondida, de la historia.
Mi
conclusión
tiene en cuenta las consideraciones de viabilidad ecológica dictadas por los
Verdes. Hoy día, una vivienda particular exige una gran inversión en servicios,
un dispendio energético y equipos desechables. Una utilización racional de la
energía, en cambio, reclama una economía de energía duradera y un reparto de
los equipamientos. El criterio técnico de una casa anarquista prevé que ésta
sea duradera, con estructuras ágiles y de poco gasto energético. Y la
exigencia política radica en la necesidad de su control por parte de los
usuarios.
Colin Ward
Traducción del francés de M. H. de Ossorno
Texto incluido en las Actas del Congreso Internacional de Grenoble, Universidad de Grenoble, marzo de 1986,
con el título de «La culture libertaire». Traducción publicada en Archipiélago, n. 34-35, Barcelona, invierno
1998.
De Colin Ward se puede leer en castellano Esa anarquía nuestra de cada
día, trad. Inés López, Tusquets, Barcelona, 1982 [reeditado con el título Anarquía en acción: la práctica de la
libertad, Enclave de libros, Madrid, 2013], y Contra el automóvil. Sobre la libertad de circular, Virus,
Barcelona, 1996 [junto a textos de Agustín García Calvo y Antonio Estevan].
[1] John Turner en John F. C., Turner y Robert Fichter (eds.), Freedom to Build:
Dweller Control of the Housing Process, Macmillan, Nueva York, 1972.
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