La clase política confunde y
nos confunde intencionadamente con estos dos conceptos que ellos utilizan
indistintamente. Pero la diferencia es total, y es clave para comprender por
qué la democracia sigue siendo un proyecto a estas alturas de la historia humana.
Para ver dicha diferencia es necesario aclarar la que existe entre comunidad
real e imaginada. Recurro para ello a David de Ugarte,
que define la comunidad real como “un grupo de personas que interactúan entre
sí de forma sostenida en el tiempo, reconociéndose una identidad común que
proyectan en un hacer juntos”, en contraposición a las “comunidades imaginadas,
como la nación, la clase o el género, en las que se reconoce una cualidad, un
atributo, con otros a los que sólo se puede imaginar y a partir de los
cuales se pretende que todos los miembros compartan —conscientemente o
no— una identidad diferenciada”.
Resumiendo la tesis de
Ugarte, a lo largo del siglo XIX el estado moderno pasa a utilizar el análisis
y el relato construido desde las ciencias sociales para planificar su idea de
nación y ejecutarla posteriormente, convirtiéndolo en el sistema operativo de
la vida social a través de un estado renovado, considerado como materialización
de la comunidad imaginada (la nación). En ese mismo siglo, pero sobre todo en
el XX, el saber científico ayudaría a convertir en nuevos sujetos imaginados a
colectividades integradas en el concepto general de nación; y es así como
pasamos a pensar como miembros de subgrupos (clase, raza sexo, profesión, etc),
así organizados para una mejor gestión del estado. Estas nuevas comunidades
imaginadas generan a su vez organismos especializados (asociaciones, partidos,
sindicatos, etc), construyendo una urdimbre que presuntamente nos personaliza,
dentro siempre de la identidad nacional constituyente…”El sistema educativo
y mediático estirará y ejercitará, desde la infancia, a cada uno en este
universalismo fractal y nacionalista. Cada individuo pensará en los términos de
los objetos sociales del poder y se identificará sobre ellos hasta el
paroxismo. La razón de estado, razón al fin del estado nacional, podrá entonces
confundirse con la razón democrática y sólo ella será socialmente razonable”.
Esa razón de estado es para
cada uno de nosotros un gran misterio, dotado de razón propia y superior, que
no podemos alcanzar porque en su tamaño excede a nuestra capacidad de
comprensión, adaptada a los espacios locales en los que tienen lugar las
relaciones con otras personas, con aquellas que forman parte de la comunidad
real de la que formamos parte y que, según los expertos, no supera el número de
ciento cincuenta, que sería nuestra escala humana de relaciones personales. Esa
incapacidad favorece el lenguaje utilizado por la razón de estado, que nos
induce a aceptar continuas concesiones, contrarias a nuestra autonomía y a
nuestra libertad.
La imagen social del poder
se convierte así en razón suprema y totalitaria, que “ahoga nuestra comprensión
del mundo e imposibilita construir otras alternativas”, en expresión que da
titulo al artículo de David Ugarte que me sirve de referencia. Hasta el punto
que “pobre sociedad si no fuera pensada desde el estado”, podría
ser la frase concluyente que expresa el triunfo de la
comunidad imaginada, de la nación como artilugio ideológico del poder…en
definitiva, el triunfo de la razón de estado.
Formando parte de las
grandes contradicciones humanas, subyace en nuestra cultura el rescoldo de la
idea contraria, la de una verdadera comunidad. Nos viene de muy atrás,
arraigada en el pensamiento profundo que cada ser humano acaba haciendo de sí
mismo y del mundo que le rodea, y en ese pensamiento hay un rescoldo potencial
del que siempre puede brotar una llama de libertad y rebeldía frente al
orden que nos impone el estado, una idea de soberanía y autonomía sólo
posibles en condiciones de igualdad y en comunidad real, en esa
urdimbre vital hecha de relaciones materiales y personales, de lugares y
espacios comunes en los que sucede la vida real de cada ser humano.
Pues bien, esa comunidad
real es la sustancia de lo que llamamos “pueblo”, son las personas que conviven
en tiempos y espacios concretos, unidas por una relación de vecindad, que
se reconocen entre sí como “paisanos”, habitantes de un mismo país (de paisaje,
territorio). Esa idea tiene sus primitivas raíces en el devenir de la historia
humana, recordemos que en los últimos nueve mil años sólo algunos pocos de
nosotros conocimos la vida en las ciudades; y que hasta hace muy poco, sólo
unas pocas décadas, la inmensa mayoría de la humanidad vivía en reducidas
aglomeraciones a las que siempre hemos llamado “pueblos”.
Quienes defendemos la idea
de vivir en comunidades reales, ni imaginadas ni impuestas, pensamos en un
proyecto perfectible de la propia vecindad, un proyecto pendiente e
irrenunciable al que desde antiguo denominamos “democracia”, un proyecto que
supone una forma de organizar nuestra convivencia con instituciones
igualitarias que minimicen nuestras diferencias personales y los conflictos que
dificultan la dignidad de las personas y la convivencia , que nos permitan
reconocernos como iguales.
Los mapas pueden ayudarnos
en esta comprensión trascendental. Un mapa es una representación del
territorio. Existen unos mapas "políticos", son mapas que marcan
líneas artificiales, fronteras imaginarias, separadoras y clasificadoras,
inexistentes en la realidad, representan un territorio parcelado que nos remite
al catastro de la propiedad; y existen unos mapas topográficos, que representan
el territorio tal como es, sin más líneas que las de los límites propios de la
tierra firme, de las orillas de mares y océanos, que representan el territorio
como algo contínuo, donde se sitúan las aguas, los montes, bosques y llanuras,
los pueblos y las ciudades todas del esférico mundo que habitamos. Unos y otros
mapas, nos dan respuesta a esta vieja y siempre pertinente pregunta: ¿a quién
pertenece el planeta en el que vivimos y al que llamamos Tierra, de quién son
los recursos naturales que nutren la vida en el mismo?...y desde siempre hemos
sabido la respuesta correcta: son de la vida, de todos los seres que los
utilizan para vivir, ni siquiera a nosotros, a los humanos, nos pertenecen, a
nosotros nos corresponde sólo su administración responsable, su uso respetuoso
y compartido.
Concluyo de momento:
*El pueblo es una comunidad
real y la democracia es la forma propia, ética y racional, de organizar la
convivencia y el autogobierno en asamblea de iguales. Cada comunidad
autogobernada, autónoma y soberana es Pueblo. La democracia necesita
condiciones de vecindad y autosuficiencia, de ahí que ciudades y comarcas sean
los ámbitos en los que comunidad y territorio confluyen, donde la democracia
más se aproxima al ideal de autonomía y soberanía. En las comunidades reales la
democracia es más que un medio, es un fin en sí mismo, siempre abierto y
perfectible, que persigue la autoconstrucción simultánea de la vida personal y
social.
*La nación es una comunidad
imaginada por el estado, una agrupación artificial de seres-objeto,
clasificados en clases, sexos y razas, para mejor ser gobernados y, por tanto,
mejor deshauciados de su propia soberanía individual y comunitaria; la nación
es una suma de vecinos virtuales, de personas y comunidades artificiales,
aisladas y enfrentadas entre sí, impulsadas a sobrevivir imitando la falsa
moral y el hábito depredador de quien tiene el poder y gobierna en su nombre.
Este es el caos real, el del estado; la democracia es el caos imaginado por el
poder, el temor que induce al estado de anestesia, el que identifica
autogobierno con desorden, el que logra atenazar a los ciudadanos sumisos y
temerosos, el caos imaginario al que el estado puso el mote de anarquía.
Antón Dké
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