A veces la vida te da el
mismo día dos inmensas tortas en forma de cruel ironía.
La
primera. Esta semana debatíamos los presupuestos generales en el Congreso, y
mientras escuchaba a Montoro encontré sepultada una noticia que afirmaba que el
Banco Central Europeo había secundado la petición del ministro alemán de
finanzas, Wolfgang Schäuble, de crear la figura de un supercomisario europeo
con capacidad de vetar los presupuestos de los países de la Unión Europea. Tal
cual.
La
verdad es que la noticia pasó sin pena ni gloria, muy a pesar de su
importancia. Con esta nota el Gobierno alemán —y su brazo armado, el BCE—,
estaba reconociendo su propósito de consolidar un ordenamiento institucional
profundamente antidemocrático y que hasta hace unas décadas solo podían
defender, sin ser reprobados públicamente, los economistas ultraliberales de la
escuela de Hayek. Hoy, con absoluto descaro y sin apenas oposición, el triunfo
de los tecnócratas parece evidente.
En
Europa existieron una vez los federalistas. Personas como Monnet y Delors
aspiraban a disputar la hegemonía política y económica a Estados Unidos
logrando enfrentar a aquel capitalismo salvaje un capitalismo de rostro humano.
Para ello se requerían instituciones políticas similares a las estadounidenses,
con un sistema presidencial con su Parlamento, su tribunal de justicia y sus
protocolos de democracia electoral. Pero todo esto nunca existió; fue un mito
cargado de ingenuidad.
En
Europa sí existieron, por el contrario, las alianzas intergubernamentales de
países que buscaban fortalecerse a través de pactos de convergencia de
intereses económicos. El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial condicionó las
primeras alianzas, comenzando por la Comunidad Europea del Carbón y del Acero
iniciada en 1951 para evitar futuros conflictos bélicos en Europa. La fortaleza
política de Francia y la fortaleza económica de Alemania permitieron desde
entonces que estas dos potencias pilotaran en todo momento la integración
europea, haciendo y deshaciendo a su antojo.
Sin
embargo, el ascenso del neoliberalismo en Europa permitió esquivar la decisión
de elegir entre uno u otro modelo. Entre federalismo y sucesión de pactos
nacionales era mucho mejor quedarse con la dictadura de los tecnócratas y
ahorrarse quebraderos de cabeza. Esta dictadura, ya vigente, tiene unas sólidas
bases filosóficas. En particular, la base de dividir a la población en dos
partes. Por un lado están los técnicos ideológicamente neutrales, que saben lo
que les conviene a las masas porque ellos no son ni de izquierdas ni de
derechas. Exactamente son como Almunia. Por otro lado están las masas, que son
un ente abstracto irracional e irresponsable y cuyas emociones y deseos hay que
neutralizar de alguna forma. Esos somos nosotros.
En
realidad todo esto lo dijo Hayek ya antes de la Segunda Guerra Mundial. Según
su visión había que evitar que las masas, deseosas de redistribuir riqueza y de
dejarse llevar por líderes de tendencia socialista —y, según él, aproximadamente
todos cumplían con ese perfil—, pudieran influir en decisiones que afectaran a
los sacrosantos derechos de propiedad. Por eso urgía elevar instituciones que
los mortales no pudieran tocar.
El
problema es que Hayek no tenía mucho gusto por los detalles, así que fueron los
neoliberales europeos de finales del siglo pasado los que diseñaron la
arquitectura final. Y con Maastricht en 1992, aprobado con los votos a favor de
la generosamente autodefinida socialdemocracia, la caricatura de una Europa
democrática que envolvía a la dictadura de los tecnócratas estaba en marcha.
Desde
entonces el Parlamento Europeo realmente existente es, como diría Perry
Anderson, una asamblea merovingia o un teatro de sombras. O un mal chiste, si
somos más coloquiales. El verdadero castillo está en la Comisión Europea y en
el Banco Central Europeo, cuyo propósito es cortocircuitar los debates
nacionales para acabar imponiendo lo que, dicho otra vez coloquialmente, les dé
la real gana. Y eso que imponen es, a pesar de sus notables esfuerzos por ser
neutrales, calcado a las propuestas neoliberales que nacen en la fantasiosa
visión del mundo de los economistas neoclásicos.
Segunda
ironía. Resultó que el mismo día también me dio por acudir a la Comisión de
Economía del Congreso, donde soy portavoz. Allí el Gobierno nos explicaba a los
diputados de la oposición que en el debate sobre el banco malo y las
participaciones preferentes podríamos debatir y negociar todas aquellas
enmiendas que no afectaran a las decisiones previamente dictaminadas por la
troika.[*] Prometo que noté en la cara de algunos un gesto bien claro de complacencia que
venía a decir: ¡Para que luego digáis que no tenemos democracia!
Alberto Garzón
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