domingo, 27 de octubre de 2013

DE ESTADOS Y FLABIOLS


Se necesita una enorme dosis de cinismo intelectual para negar, en nombre de la libertad y la democracia, el derecho inalienable a la autodeterminación de cualquier pueblo, y el pueblo catalán no es una excepción. Este ejercicio de malabarismo retórico sólo está al alcance de todo un Vargas Llosa, cuyo secuestro de la palabra “libertad” le vale tanto para ver en Esperanza Aguirre una campeona de la democracia como para pontificar sobre la cuestión catalana. 

No obstante, y sin que afirmar esto signifique bajo ninguna circunstancia suscribir las tesis del españolismo más rancio, se necesita una considerable dosis de servilismo y actitud acrítica para adherirse sin matices al discurso nacionalista formulado desde arriba en Cataluña. Y es que, pese a su apelación constante a los valores democráticos y la lucha contra la dominación, este discurso tiene poco o nada que ver con la fundación de una comunidad política igualitaria basada en la soberanía popular.



En un artículo reciente, Rubén Martínez alertaba de cómo el discurso de la Assemblea Nacional Catalana “higieniza” el imaginario político con el comodín de la identidad nacional. Este concepto deslumbrante habría conseguido eclipsar las condiciones de exclusión, desigualdad, xenofobia y dominio de una oligarquía probadamente corrupta que caracterizan la vida cotidiana en Catalunya, exonerando al programa independentista hegemónico de ofrecer una alternativa sólida al respecto más allá del horizonte de la secesión, al parecer capaz de resolver per se toda forma de dominio e injusticia. Se trata, en cierto modo, de lo que brillantemente ha expresado el colectivo Espai en Blanc: tras la fórmula precocinada del “derecho a decidir” oficialista late la “clausura jurídica [de] la verdadera voluntad de decidir, es decir, de decidir cómo vivir juntos dignamente”.

Este razonamiento suele ser contestado con un aplazamiento: primero la independencia, después ya se verá. Esta concepción gradualista de los procesos políticos no es nueva en la historia. Y lo cierto es que las más de las veces ha desembocado en la perpetuación de los esquemas de dominación que se pretendían (¿o no?) superar. Frantz Fanon es un autor clave para pensar este problema. En su defensa de los movimientos de liberación de los pueblos del Sur, Fanon señalaba a los estados post-coloniales en los que la anhelada independencia se había limitado a un simple traspaso de poderes en beneficio de la burguesía nacional emergente. A falta de un proyecto político revolucionario, estos nuevos estados se habrían limitado a reproducir las condiciones de dominación aprendidas en la colonia. Y a respetar, obedientes, las reglas del orden político y económico internacional.

En el orden político y económico internacional de hoy en día parece que una de las últimas esferas en que la soberanía nacional todavía significa algo substancial es la regulación migratoria. Quizá éste sea un mirador privilegiado para tantear la naturaleza del Estado que Artur Mas y compañía tienen en mente—mirador privilegiado porque tras la migración se halla toda una serie de problemas políticos fundamentales, desde la división internacional del trabajo al racismo institucional pasando por el clasismo o la rendición de cuentas con el pasado colonial europeo. Parece difícil imaginar que el proyecto formulado desde el nacionalismo hegemónico supusiera un cambio en la política de hostigamiento, persecución, maltrato y confinamiento contra los ciudadanos extracomunitarios que ejerce a diario la administración catalana. El pasado sábado 21 una manifestación exigía en la Plaça Sant Jaume el respeto de los derechos de la población migrante tras los infames hechos de la nave de Poblenou. Aunque se trataba de una protesta autorizada, el ayuntamiento trató de sabotearla programando un concierto de cobla en la misma plaza. Se trata de una metáfora dolorosa. La de un proyecto de Estado donde los dominados son silenciados a golpe de flabiol.

Pablo La Parra Pérez
24 de septiembre de 2013

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