Se necesita una enorme dosis de cinismo intelectual para negar, en nombre de la libertad y la democracia, el derecho inalienable a la autodeterminación de cualquier pueblo, y el pueblo catalán no es una excepción. Este ejercicio de malabarismo retórico sólo está al alcance de todo un Vargas Llosa, cuyo secuestro de la palabra “libertad” le vale tanto para ver en Esperanza Aguirre una campeona de la democracia como para pontificar sobre la cuestión catalana.
No obstante, y
sin que afirmar esto signifique bajo ninguna circunstancia suscribir las tesis
del españolismo más rancio, se necesita una considerable dosis de servilismo y
actitud acrítica para adherirse sin matices al discurso nacionalista formulado
desde arriba en Cataluña. Y es que, pese a su apelación constante a los valores
democráticos y la lucha contra la dominación, este discurso tiene poco o nada
que ver con la fundación de una comunidad política igualitaria basada en la
soberanía popular.
En un
artículo reciente, Rubén Martínez alertaba de cómo el discurso de la Assemblea
Nacional Catalana “higieniza” el imaginario político con el comodín de la
identidad nacional. Este concepto deslumbrante habría conseguido eclipsar las
condiciones de exclusión, desigualdad, xenofobia y dominio de una oligarquía
probadamente corrupta que caracterizan la vida cotidiana en Catalunya, exonerando
al programa independentista hegemónico de ofrecer una alternativa sólida al
respecto más allá del horizonte de la secesión, al parecer capaz de resolver
per se toda forma de dominio e injusticia. Se trata, en cierto modo, de lo que
brillantemente ha expresado el colectivo Espai en Blanc: tras la fórmula
precocinada del “derecho a decidir” oficialista late la “clausura jurídica [de]
la verdadera voluntad de decidir, es decir, de decidir cómo vivir juntos
dignamente”.
Este
razonamiento suele ser contestado con un aplazamiento: primero la independencia,
después ya se verá. Esta concepción gradualista de los procesos políticos no es
nueva en la historia. Y lo cierto es que las más de las veces ha desembocado en
la perpetuación de los esquemas de dominación que se pretendían (¿o no?) superar.
Frantz Fanon es un autor clave para pensar este problema. En su defensa de los
movimientos de liberación de los pueblos del Sur, Fanon señalaba a los estados
post-coloniales en los que la anhelada independencia se había limitado a un
simple traspaso de poderes en beneficio de la burguesía nacional emergente. A
falta de un proyecto político revolucionario, estos nuevos estados se habrían
limitado a reproducir las condiciones de dominación aprendidas en la colonia. Y
a respetar, obedientes, las reglas del orden político y económico internacional.
En el orden
político y económico internacional de hoy en día parece que una de las últimas
esferas en que la soberanía nacional todavía significa algo substancial es la
regulación migratoria. Quizá éste sea un mirador privilegiado para tantear la
naturaleza del Estado que Artur Mas y compañía tienen en mente—mirador
privilegiado porque tras la migración se halla toda una serie de problemas
políticos fundamentales, desde la división internacional del trabajo al racismo
institucional pasando por el clasismo o la rendición de cuentas con el pasado
colonial europeo. Parece difícil imaginar que el proyecto formulado desde el
nacionalismo hegemónico supusiera un cambio en la política de hostigamiento, persecución,
maltrato y confinamiento contra los ciudadanos extracomunitarios que ejerce a
diario la administración catalana. El pasado sábado 21 una manifestación exigía
en la Plaça Sant Jaume el respeto de los derechos de la población migrante tras
los infames hechos de la nave de Poblenou. Aunque se trataba de una protesta
autorizada, el ayuntamiento trató de sabotearla programando un concierto de
cobla en la misma plaza. Se trata de una metáfora dolorosa. La de un proyecto
de Estado donde los dominados son silenciados a golpe de flabiol.
Pablo La Parra Pérez
24 de septiembre de 2013
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