Está llegando el momento en que reivindicar que nuestra
vida política sea democrática va a convertirse en un acto insurreccional, en un
acto revolucionario. Volveremos así a la época en que un demócrata era un peligroso
activista al que se tenía que controlar y vigilar de cerca. La degradación del
funcionamiento del sistema (el cajero del partido del gobierno con millones en
Suiza certifica un comportamiento prevaricador sistemático de ese partido; el
principal partido de la oposición con los ERE en Andalucía), el hartazgo
colectivo sobre como funciona la cosa pública (distancia sideral entre promesas
y realidad; uso compulsivo de la mentira; no reconocimiento de los errores
propios) y la sensación general de agotamiento del modelo está conduciendo a un
callejón sin salida.
¿Podemos imaginar un proceso de regeneración desde
dentro? No percibo catarsis alguna en los partidos centrales del sistema. Más
bien, tratan de seguir siendo centrales, atacándose entre ellos, para así
sostenerse mutuamente. ¿Es posible que desde Europa se nos obligue a ello? No
creo que el modelo de construcción europea, alejado de las complejidades
internas de cada miembro del club e interesado solo en que el mercado funcione,
ofrezca esperanza de redención. ¿Qué nos queda? La revolución.
¿Qué revolución? Una revolución pacífica, que exija que
las cosas funcionen como deberían funcionar. O sea, una revolución
conservadora, en el sentido de recuperadora de ideales fundacionales, pero
también rompedora, porque aumenta la conciencia que desde los moldes actuales
ese cambio no es posible. Como bien dice Enmanuel Rodríguez en su lúcido libro Hipótesis
Democracia (Traficantes
de Sueños), que presentó el martes en Barcelona, imaginar que los estados-nación
actuales puedan nuevamente recuperar legitimidad democrática a partir del
aumento de gasto público y, por tanto, de su capacidad de redistribución, con
los mimbres actuales del capitalismo financiero globalizado, es totalmente
ilusorio. Han de cambiarse los esquemas a escala europea y trabajar mientras
tanto en propiciar espacios y experiencias que correspondan a las lógicas de
fondo de la aspiración democrática (no centradas solo en votar cada cierto
tiempo, o en elegir entre opciones partidistas en competencia, sino en
dinamizar formas de convivencia y consumo distintas, redes de solidaridad y
reciprocidad frente a la desposesión social, experiencias de finanzas y de
economía social y cooperativa…).
Las instituciones democráticas han sido capturadas. El
Estado reconoce que una gran parte de los más de 50.000 millones gastados en
ayudas a la banca se han perdido definitivamente. La deuda es innegociable,
pero la vida y la dignidad de las personas sí lo es. Vemos como lo que eran
garantías para el ejercicio de la democracia por parte de todos se han acabado
convirtiendo en privilegios en manos de políticos aforados y blindados frente a
las carencias sociales. Las garantías procesales, pensadas en clave de defensa
de todos frente a los abusos del poder, son cada vez más útiles a quienes
pretenden rehuir sus responsabilidades penales, y usan de manera filibustera
esas garantías para eludir el cumplimiento de penas. Se desatienden demandas
que gozan de amplio respaldo social y político, como la que expresa el derecho
a decidir en Cataluña, utilizando la soberanía democrática desde el gobierno
del Estado precisamente como barrera para el ejercicio de ese derecho. El
problema que tenemos no deriva solo de los que mandan y no se resuelve, por
tanto, cambiándolos simplemente por otros. No podemos tampoco volver atrás. Las
cosas ya no serán como eran.
Ser demócrata hoy es exigir que la gente pueda decidir
más directamente. Ser demócrata hoy es velar para que la prioridad de la
actuación de los poderes públicos sea la justicia social, la autonomía personal
y el reconocimiento de la diversidad. Ser demócrata hoy es considerar que lo público
no se agota en lo institucional y que todos tenemos la responsabilidad de
defender lo público como la expresión de los intereses colectivos. Ser
demócrata hoy es desconfiar del poder y de quienes lo ocupan en nombre de
todos, pero desconfiar también de los mecanismos que el propio poder afirma
utilizar para evitar abusos. Ser demócrata hoy es no delegar las
responsabilidades propias y colectivas y defender directamente lo que
consideremos como bienes comunes. Ser demócrata hoy es ser revolucionario.
Joan Subirats
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