En época de necesidad
económica como la que experimentamos actualmente en todos los países, es cuando
uno puede darse cuenta claramente del vigor de la fuerza moral que vive un
pueblo. Esperemos que un historiador que pronuncie juicios en el futuro, pueda
decir que la libertad y el honor se salvaron gracias a las naciones de
Occidente que, en épocas difíciles, se opusieron rotundamente al odio y a la
opresión; y que fue Europa Occidental la que defendió con éxito la libertad
individual que nos ha proporcionado todos los avances en el conocimiento: esa
libertad sin la cual la vida de un hombre no tiene valor.
No es mi intención
actuar como juez de una nación que por muchos años he considerado como la mía;
por otro lado es una pérdida de tiempo juzgar en una época en que sólo los
hechos cuentan.
Hoy la cuestión que nos interesa a nosotros es la siguiente:
¿cómo podemos salvar a la humanidad y todas sus adquisiciones espirituales que
hemos heredado? ¿Cómo podemos salvar a Europa de un nuevo desastre?
No hay duda
de que la crisis mundial, los sufrimientos y privaciones que ha ocasionado en
las personas son, en gran medida, responsables de las peligrosas convulsiones de
las que hemos sido testigos. En dichos periodos el descontento engendra odio, y
el odio conduce a actos de violencia y revolución y, a menudo, incluso a la
guerra. Esta necesidad y esta perversidad crean más necesidad y más
perversidad. Los hombres de Estado se ven de nuevo cargados de tremendas
responsabilidades, exactamente igual que hace veinte años. Cabe la posibilidad
de que ellos logren a través de un oportuno acuerdo establecer una unidad en
las obligaciones internacionales en Europa, a fin de que cualquier intento de
guerra que se produzca en un estado sea anulado por completo. Pero la labor de
los representantes del Estado sólo puede tener éxito si se ve respaldada por
una voluntad seria y determinante por parte de los hombres.
No estamos preocupados
exclusivamente por los problemas técnicos que debemos de resolver para obtener
la seguridad y el mantenimiento de la paz, sino también por el importante
trabajo que conlleva la educación y la ilustración. Si queremos oponernos al
poder que amenaza con suprimir la libertad intelectual e individual debemos
dejar claro primeramente que es lo que está en juego, y qué es lo que le
debemos a esa libertad que nuestro antepasados ganaron después de tantas y
arduas luchas.
Sin esa libertad, no hubieran existido ni Shakespeare ni Goethe,
ni Newton ni Faraday, ni Pasteur ni Lister. No habría tampoco comodidades en
los hogares de la gente normal, ni trenes, ni telégrafo, ni protección contra
las epidemias, ni libros baratos, ni cultura y ni tan siquiera un simple goce
por el arte. No habría máquinas para liberar al hombre de la dura tarea
necesaria en la producción de las necesidades fundamentales de la vida. La
mayoría de las personas llevarían una vida de esclavos como la que existió en
las dictaduras de la antigua Asia. Son únicamente los hombres libres los que
inventan y los que crean el trabajo intelectual que da valor a nuestra vida
actual. Sin duda, las dificultades de la presente economía nos conducirán a una
situación en la cual no habrá más remedio que establecer, por medio de leyes,
un equilibrio entre la oferta y la demanda de trabajo, entre la producción y el
consumo. Pero incluso este problema debemos resolverlo como hombres libres y no
debemos convertirnos en esclavos por su causa, puesto que a la larga sólo nos
traería una paralización del desarrollo saludable.
[...]
¿Debemos estar preocupados por el hecho de que
estamos viviendo una época de peligros y necesidades? Yo no lo creo. El hombre,
como cualquier otro animal, es indolente por naturaleza. Si nada le motivara,
apenas pensaría, y terminaría comportándose como un autómata. Yo ya no soy un
joven y por esa razón puedo decir que cuando fui un niño experimenté esa fase
en al que uno sólo piensa en las trivialidades de la existencia personal;
hablamos y nos comportamos como nuestros semejantes. Sólo con dificultad, uno
puede ver lo que hay detrás de toda esa máscara de convencionalismos. A causa
del hábito y de la lengua, nuestra personalidad se ve como envuelta en algodón.
¡Qué diferente es hoy en día! En los momentos de lucidez de nuestros
tempestuosos tiempos, uno ve al ser humano en su desnudez. Cada nación y cada
ser humano revela claramente sus propósitos, sus puntos fuertes y sus puntos
débiles, y también sus pasiones. La rutina no es de ningún provecho ante el
rápido cambio de las condiciones; las convenciones se resquebrajan.
Los
hombres, en su congoja, comienzan a pensar en el fracaso de la economía
práctica y en la necesidad de una combinación política que sea supranacional.
Únicamente asumiendo este riesgo se puede llevar a las naciones a un progreso
más avanzado. Por eso, las convulsiones presentes pueden conducirnos a un mundo
mejor. Por encima de esta evaluación de nuestro tiempo, tenemos el deber de
cuidar lo que es eterno y de todo lo que está por encima de nuestras
posesiones, de todo eso que le da a nuestra vida su importancia y que deseamos
entregar a nuestros hijos de una forma más pura y rica que las que nos dieron
nuestros antepasados.
Albert Einstein
Octubre de 1933
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