Está llegando el momento en que reivindicar que nuestra
vida política sea democrática va a convertirse en un acto insurreccional, en un
acto revolucionario. Volveremos así a la época en que un demócrata era un peligroso
activista al que se tenía que controlar y vigilar de cerca. La degradación del
funcionamiento del sistema (el cajero del partido del gobierno con millones en
Suiza certifica un comportamiento prevaricador sistemático de ese partido; el
principal partido de la oposición con los ERE en Andalucía), el hartazgo
colectivo sobre como funciona la cosa pública (distancia sideral entre promesas
y realidad; uso compulsivo de la mentira; no reconocimiento de los errores
propios) y la sensación general de agotamiento del modelo está conduciendo a un
callejón sin salida.
¿Podemos imaginar un proceso de regeneración desde
dentro? No percibo catarsis alguna en los partidos centrales del sistema. Más
bien, tratan de seguir siendo centrales, atacándose entre ellos, para así
sostenerse mutuamente. ¿Es posible que desde Europa se nos obligue a ello? No
creo que el modelo de construcción europea, alejado de las complejidades
internas de cada miembro del club e interesado solo en que el mercado funcione,
ofrezca esperanza de redención. ¿Qué nos queda? La revolución.