Fotografía de Sergi Fuster |
Josep Fontana (Barcelona, 1931) es
uno de los más prestigiosos historiadores españoles. Fue discípulo de Jaume Vicens Vives y se
especializó en historia económica contemporánea. Militó en el PSUC de la
clandestinidad, pero se distanció de él durante la Transición. Ahora se declara
favorable a la independencia de Cataluña bajo ciertas condiciones. Esta
conversación [con Enric González] se desarrolla en su domicilio, un piso muy cercano al Paralelo
barcelonés.
Usted
fue discípulo de Jaume Vicens Vives.
Sí,
entre otros.
En las
próximas elecciones catalanas, ¿qué cree usted que votaría Vicens Vives?
Es
difícil saberlo. Por extracción social y por manera de pensar, la lógica dice
que habría votado por CiU. Pero si hubiera vivido todos estos años habría
pasado por tal cantidad de desengaños y cabreos que dudo mucho que lo tuviera
claro.
Hablando
de desengaños, ¿tiene alguna cosa que ver el colapso de las alternativas
revolucionarias con lo que está ocurriendo en Cataluña?
El
colapso de las alternativas tiene que ver con todo. Es un factor determinante.
El sistema establecido se siente seguro y tranquilo porque por primera vez
desde 1789 puede dormir bien, no hay ninguna amenaza global que parezca que
pueda desmontar el sistema. Sin este fracaso de quienes pensaban que era
posible una alternativa es evidente que todo habría ido de manera muy
diferente, especialmente la forma en que se hace el reparto de los beneficios
entre unos y otros. Entre 1945 y 1975 se vive una etapa feliz en los países
desarrollados, porque el reparto equitativo de los beneficios de la
productividad permite mejorar los salarios, el nivel de vida y el consumo. Pero
llega un momento, en 1968, que demuestra que ni en Occidente (el Mayo de París)
ni en Oriente (la Primavera de Praga) existe la posibilidad de cambiar las cosas
desde abajo. El mundo empresarial y financiero decide que no hace falta hacer
más concesiones. Y con Ronald Reagan y Margaret Thatcher comienza
la lucha contra los sindicatos; lo que Paul Krugman llama «la gran
divergencia», que sigue vigente actualmente, entre los ingresos de los de abajo
y las clases medias y los ingresos del 1%, los más ricos. Esto lo determina
todo.
En el
caso de Cataluña se plantea un proceso…
Lo que
quiero decir es que esto determina en buena medida el proceso de lo que
llamamos crisis. La crisis es un momento en un proceso más largo, que es este
que llamaba de la divergencia, que comporta la destrucción de los servicios
sociales y el Estado del Bienestar. Es evidente que nadie es inmune a este
proceso, que, por otro lado, explica el retroceso de las izquierdas. La
socialdemocracia ya se había adaptado previamente. Puede decirse que la
actuación del grupo formado por Bill Clinton, Tony Blair y Felipe
González tiende a favorecer el proceso. Las medidas que más propician la
especulación que desemboca en la crisis de 2008 se dan durante la etapa de
Clinton, cuando se anulan las leyes que impedían usar los depósitos bancarios
para especular. Y a la izquierda de la socialdemocracia… quizá lo más serio que
queda con cierta capacidad de movilización son los sindicatos, que en Europa
aún tienen alguna importancia —aunque mucha menos que antes—, pero en Estados
Unidos están casi destruidos: solo quedan los sindicatos de los trabajadores
públicos, como los de profesores, que son los más perseguidos y abominados,
como toda la educación pública.
Volviendo
a Cataluña: solía decirse que el nacionalismo es de derechas.
Estamos
confundiendo cosas. En primer lugar, es difícil definir qué es eso de «nacionalismo».
Por ejemplo, en este momento hay tres planos diferentes. Por un lado, los que
se manifestaron el 11 de septiembre como una respuesta popular bastante
espontánea, estimulada por el malestar general ante la crisis pero que
retomaban, evidentemente, un sentimiento identitario. Este sentimiento existe,
no lo han creado ni la escuela ni los partidos, y está ahí desde el siglo
XVIII. Una de las cosas que señala el historiador Pierre Vilar es la
repetición en la historia de Cataluña de momentos en que, ante diversas
circunstancias, los catalanes tienden a afirmar su identidad. Un caso concreto:
cuando en 1840 se produce el primer derrumbe de las murallas de la Ciudadela —la
fortaleza creada por Felipe V para dominar Barcelona tras la Guerra
de Sucesión—y Espartero reacciona bombardeando la ciudad, surge un
grupo de miembros de las Milicias que protestan y explican que han demolido la
Ciudadela porque era una acción de la tiranía que usurpó unos terrenos que
pertenecían a la gente y acaban diciendo: «Lo hemos hecho porque somos libres,
porque somos catalanes». Por lo tanto, hay un plano que es este: la existencia
de un sentimiento de identidad, al cual la incomprensión por parte de la mayor
parte de los estamentos dirigentes de la política española no hace más que
ofender continuamente.
Después
está el plano del uso de todo esto de cara a unas elecciones. Este es otro
plano, sin otra finalidad que conseguir la mayoría absoluta partiendo de unas
afirmaciones que no se creen quienes las efectúan. Lo digo porque estos días he
tenido ocasión de hablar con un dirigente importante de uno de los dos partidos
[de la coalición Convergència i Unió] y acabó reconociendo que lo máximo que se
podía esperar, se hiciera lo que se hiciera, era ganar algunos derechos. Pero
evidentemente a las elecciones se va con un mensaje equívoco, para que los
próximos cuatro años transcurran entre negociaciones sobre alguna forma de
consulta con la absoluta certeza de que no se podrá ir más allá.
Y un
tercer plano consiste en un planteamiento serio de la opción de ir hacia la
formación de un Estado [catalán], si es que eso tiene sentido en estos momentos
en que, hablando de independencia, uno tiene dudas muy serias de que España sea
un país independiente. Si el presidente del Gobierno español anuncia una semana
y otra determinados propósitos y a la semana siguiente ha de rectificar porque
así se lo mandan… ¿qué medida de independencia es esta? Dejando esto de lado,
se puede partir del hecho de que existe una doctrina del derecho de
autodeterminación que se supone que está escrita en las listas de derechos
reconocidos por las Naciones Unidas, pero que nadie ha dejado nunca que
funcionara excepto cuando les convenía. Lo ofensivo es que durante la
Transición tanto el PCE como el PSOE se llenaban la boca…
…con el
«derecho a la autodeterminación de los pueblos de España».
Es una
de las cosas más sangrantes. Habría que hablar de eso. Hace poco se publicó un
libro de memorias de un exdirigente de los servicios de inteligencia donde se
explicaba que, en la época en que el PSOE negociaba su legalización, Felipe
González dejó claras dos cosas: que de ninguna manera permitiría un
concierto económico para Cataluña, porque era algo que según él solo interesaba
a la alta burguesía catalana, y que nunca toleraría un partido socialista
catalán que fuera independiente del PSOE. Eso lo decía en privado mientras en
público defendía el derecho de autodeterminación.
En gran
medida la Transición fue eso: un juego de doble lenguaje.
En
realidad lo es habitualmente toda la política, de manera que uno se pregunta:
«¿Qué debemos creernos?» Yo tengo tendencia a creer muy poco.
Si las
fuerzas políticas dominantes en Cataluña creen que esto no tiene un más allá y
determinadas circunstancias indican que, efectivamente, es difícil que vaya más
allá, ¿no se corre el peligro de generar más frustración, tanto en la sociedad
catalana como en gran parte de la sociedad española?
Quienes
más hablan saben que no hay nada que hacer, pero existe un pequeño grupo de la
izquierda, con menos intereses oscuros, que sí cree. Aquellos para quien esto
puede ser importante, muy especialmente CiU, son perfectamente conscientes de
que tendrán que inventar una forma de negociar sobre la consulta que les dure
unos cuantos años para, por un lado, resultar incómodos y presionar al Estado;
y, por otro lado, conseguir alguna cosa sin dejar de aparecer como víctimas
porque no se quiere atender una propuesta tan simple como la consulta. Y
vivirán de esto durante una buena temporada esperando que el tiempo cambie y
las cosas se presenten mejor. El ejercicio de engaño que se ha practicado con
el tema de Escocia es alucinante. Esto de explicar a la gente que el Gobierno
británico ha aceptado que en Escocia se haga un referéndum vinculante… es una
absoluta mentira. Seguramente, si nos fijamos bien, nadie lo ha acabado de
decir de manera clara y concreta, pero se ha dejado entender que era así dentro
de una especie de fábula que venía a decir que tenemos que hacer lo mismo y
conseguir un referéndum cuyos resultados nos permitirán negociar cómo
separarnos.
El caso
de Escocia es diferente porque sigue siendo un reino distinto al de Inglaterra,
aunque compartan reina.
Sí, pero
en estos temas los orígenes históricos son difíciles de utilizar como
instrumento legitimador. La historia sirve para recordarla y se usa como
conviene. No creo que este sea el problema. El problema auténtico y real es que
no hay nada más que la propuesta de un referéndum, que supongo que los ingleses
confían en que levante tantos miedos que quede en nada. Cuando en los últimos
tiempos de la Unión Soviética, ya con Gorbachov, se planteaban cómo
organizar consultas de este tipo de cara a la independencia de los países
bálticos, las reglas que se querían usar exigían no solo un referéndum con una
alta aprobación, sino también una aprobación por parte del resto de los
ciudadanos de la Unión Soviética. Se supone que un acuerdo de este tipo tendría
que ser consentido por ambos bandos. Todo ello implica un grado tal de
complejidad que resulta difícil tomárselo en serio. Aparte de que si estás
metido en unos sistemas como son la Unión Europea y la OTAN, los grados de
independencia son más bien de escasa entidad.
¿Por qué
España ha fracasado en su intento de homogeneizar nacionalmente su territorio,
a diferencia de Francia, que supo hacerlo muy bien?
Cuando
se produce la anexión (cosa que ocurre después de 1714, porque hasta aquel
momento el Principado era un Estado que tenía leyes propias y un sistema
político diferente al de la Corona de Castilla, que funcionaba con unas Cortes
que aprobaban las leyes con algo muy moderno como era una Hacienda que
controlaban las instituciones y no el monarca), se hace entre sociedades que
tienen grados de desarrollo diferentes.
Cataluña
en aquel momento no era soberana.
Hasta
1714 es un Estado que forma parte de una monarquía dentro de la cual la única
cosa en común es el soberano.
Pero el
Estado de aquella época no es el Estado como lo entendemos ahora.
No, pero
el país funciona como un Estado. No es una provincia, es un Estado que vota y
tiene sus leyes. En las Cortes las leyes se votan en principio de acuerdo con
el rey y con los estamentos, pero así como Castilla funciona con Reales Órdenes
Pragmáticas, en Cataluña no existe eso, sino que la legislación se negocia.
Además es un proceso que se ha ido democratizando y transformando en las
últimas décadas del siglo XVII. En los últimos momentos de la Guerra de
Sucesión los planteamientos ya son netamente republicanos. Se llega a decir que
lo importante es el voto en las Cortes y que eso del rey no cuenta para nada.
Otro asunto es que lo que se pretende en la guerra es extender este sistema
[catalán] al conjunto del territorio español. En los momentos más duros del
final de la guerra aquí se dice que se combate por España y por la libertad de
todos los españoles. La evolución de Castilla hacia una forma de sociedad más
avanzada fue estrangulada por la monarquía. En los siglos XVI y XVII, cuando la
monarquía necesitaba dinero, Cataluña era muy poca cosa y Castilla era el lugar
de donde se podía sacar dinero, de manera que mientras que allí se les apretaba
y el sistema de representación por Cortes queda fosilizado, a los catalanes se
les dejaba bastante tranquilos. Es decir, que cuando se produce la anexión
estas sociedades ya son relativamente diferentes. Eso explica que durante todo
el siglo XVIII, una sociedad catalana que está implicada en formas de comercio
internacional con la exportación de aguardiente y que tiene un mercado interior
complejo y articulado, desarrolla un crecimiento agrario considerable y puede
iniciar la industrialización, porque funciona en un marco social diferente.
Aunque ya hubiera unas leyes comunes, lo que define el funcionamiento de una
sociedad no es el poder real. Por ejemplo, aquí la enfiteusis permite que las
tierras sean cultivadas y da trabajo a muchos brazos, pero desde la Corona de
Castilla esto se entiende tan poco que se inventa el mito de la laboriosidad de
los catalanes. Comienzan a decir que los catalanes trabajan mucho. Incluso
surge aquel dicho que reza: «El labriego catalán de las peñas saca pan», cosa
que demuestra que no entendían nada. Lo que sacaba no era pan, era vino. No
entienden nada de lo que pasa. Hay un momento en que las condiciones que
podrían haber generado un proceso de desarrollo global fallan y la
industrialización solo afecta a Cataluña. Es más, hasta bien entrado el siglo XIX
los políticos españoles son contrarios a la industrialización. Lo consideran un
mal que genera vicios y ansias revolucionarias. Piensan que afortunadamente
España es un país agrícola donde la gente es moderada, consume poco y no pide
cosas extrañas, y se resignan a que la industrialización sea una cosa para
Barcelona y poco más. Existe toda una literatura anticatalana durante los
siglos XIX y XX, y que continúa el XXI, en la base de la cual está la absoluta
imposibilidad de entender que hay una gente que realmente es distinta.
Anecdóticamente,
el nacionalismo sabiniano vasco también rechaza la industria.
Eso es
retórica. La idea anti industrializadora solo es propia de sociedades agrarias
que no quieren admitir cambios sociales. Un nacionalismo puede ser perfectamente
industrialista. El primer nacionalismo claro que existe en Europa seguramente
es el británico. Son los primeros que en el siglo XVIII tienen un auténtico
himno nacional, el Rule Britannia. Por lo tanto, la
industrialización y la nación funcionan perfectamente bien juntas.
No
funciona cuando existen sociedades diferentes con culturas diferentes y las
partes tienen dificultad para entender esas diferencias. En el siglo XIX, el
historiador Joan Cortada escribe el folleto Cataluña y los
catalanes en el que se esfuerza en explicar que los catalanes son
diferentes, cosa que no quiere decir ni superiores ni inferiores, y que lo que
quieren es convivir tranquilamente. Pero esta posibilidad es mal vista y
negada, y llegamos a momentos como el actual, con un analfabetismo que permite
que ABC y medios así publiquen afirmaciones como esa de Esperanza
Aguirre, según la cual la nación española deriva de la Prehistoria, o que ya
son 500 años de historia en común, confundiendo una unión de soberanía sobre
territorios dictada por un matrimonio con la existencia de una nación. Entre la
boda de Fernando e Isabel [1469] y 1714, Cataluña dispone de
unas leyes, una lengua, una moneda y un sistema político propios. Incluso en la
legislación castellana hay unas leyes que perduran hasta la Novísima
Recopilación, un código de leyes del siglo XIX, que prohíben, por ejemplo,
llevar vino cuando se cruza la frontera entre los reinos de Aragón y de
Castilla con unas penas que establecen la confiscación del vino, la
confiscación del carro y los caballos si hay reincidencia, y en caso de
acumulación de delitos, la pena de muerte. Esto de la nación española se
inventa en el siglo XIX. Y es lógico, porque «nación» es un concepto que no
tiene sentido más que con un tipo de gobierno liberal parlamentario, ya que lo
anterior es un poder que emana de Dios y es transmitido al soberano. La idea de
nación nace cuando no hay súbditos, sino ciudadanos que se supone que son
iguales. No son realmente iguales porque durante todo el siglo XIX, excepto
durante la revolución de 1868, el sufragio es censatario, es decir, solo votan
los que tienen dinero para votar y son muy pocos. En 1835, en las Cortes de
Madrid, se afirma que lo que debe hacer España es convertirse en nación, porque
hasta ese momento no lo ha sido nunca.
¿Y por
qué se fracasa? Vuelvo al caso de Francia.
Francia
ha tenido algo, la revolución, que establece unas condiciones diferentes. Una
de ellas, fundamental, es que en Francia, a diferencia de lo que pasará en
Inglaterra o España, los campesinos salvan una parte más grande de su
propiedad. Durante todo el siglo XIX, Francia es un país de pequeños
propietarios, cosa que determina cambios considerables.
Por
ejemplo, cuando la agricultura latifundista fracasa a finales del siglo XIX,
millones de alemanes, italianos, españoles o ingleses tienen que emigrar a
América. En Francia no se da esta ola migratoria, es un país diferente. Y
Francia, que debía de ser una de las monarquías más heterogéneas porque en la
época de Luis XIV solo una tercera parte de la población hablaba
francés, hace un esfuerzo deliberado para homogeneizar con un instrumento tan
importante como la escuela. Francia utiliza la escuela como un sistema de
asimilación. Aquí, en el siglo XIX, la escuela pública dependía aún de los
ayuntamientos y no había nada que se pareciera a un esfuerzo de escolarización.
Los niveles de analfabetismo eran considerables y todo el sistema educativo
sufría una pobreza miserable. Los franceses, que quizá son más conscientes que
nadie del problema de las diferencias, hacen un esfuerzo muy serio para
nacionalizar mientras que en España no se preocupa nadie. Aquí el problema de
la diferencia de los catalanes se ve como una molestia, como una rareza, y se
dice que lo que se debe hacer es pasarlos por la piedra. Esto se agudiza
después de 1898, cuando se pierde Cuba. Hay textos de la época que dicen que
entre las aspiraciones nacionalistas españolas no solo está la asimilación
total de Cataluña, sino también la anexión de Portugal, algo que los falangistas
siguieron reivindicando en la época de Franco. Estos textos decían que
había que prohibir el portugués, porque no era más que un dialecto del gallego
y no merecía ningún respeto. Lo único que parecen entender algunos pensadores
castellanos, y no sé si es porque el suyo es un país de conquista, es la imposición.
También
París impuso el francés en la parte norte de la Marca Hispánica, la Cataluña
que quedó en su territorio.
En
Francia ha sido más importante la escuela que las prohibiciones.
Si nos
ponemos en el lugar de una persona de Zamora, por ejemplo, podemos interpretar
que las autoridades catalanas piden un pacto fiscal, es decir, hablan de
dinero. Y que cuando eso se les niega pasan inmediatamente a reclamar una
consulta sobre la independencia.
Esa persona
de Zamora, si no se trata de alguien con una poderosa inteligencia crítica,
lleva más de dos siglos sufriendo un lavado de cerebro y escuchando: «Allí hay
personas que solo quieren apoderarse del dinero de todos porque es gente avara».
Hace un tiempo leía unas memorias no publicadas de un militar castellano que,
en los años de la República, se mostraba totalmente indignado porque estaba
convencido de que el dinero de que disponía el Estado español se dedicaba
totalmente a satisfacer las necesidades de Cataluña y el País Vasco. Y una
buena parte de los ciudadanos españoles actuales creen más o menos lo mismo.
Creen que existe una situación privilegiada que en realidad es una situación
que deriva de pedir más que nadie y recibir más que nadie. De manera que aquí
hay muchas cosas que son complicadas. Supongo que al pacto fiscal se llega por
un conjunto de incidentes determinados. Pero quiero subrayar eso que se plantea
el 1976, cuando se desarrollan las conversaciones entre Felipe González y el
teniente coronel Casinello: González afirma que de ninguna manera admitirá
un concierto económico para Cataluña. Es decir, que el sistema aceptado y
lícito en el País Vasco es inaceptable en el caso catalán.
Esa
excepción vasca, ¿se debe a la tradición foral, a la presión de la violencia…?
Se debe
a diversas cosas. La primera, que el peso de la posible contribución vasca a la
fiscalidad española es muy inferior al peso de la fiscalidad catalana. Es
decir, que de aquello se puede prescindir, pero de esto no. Existe el argumento
de que durante la guerra civil Navarra es «leal» y por lo tanto no se le quitan
los privilegios, pero el País Vasco no había sido nada «leal». Seguramente aquí
también se equivocaron cuando negociaban en la Transición, pero da igual, no
habrían conseguido nada porque, insisto, desde el momento fundacional no
estaban dispuestos a ceder en este tema. Por lo tanto, efectivamente se puede
generar la idea de que Cataluña solo va a por la «pela» y que una vez no se
consigue el pacto fiscal se amenaza con la secesión.
Es que
Artur Mas pasó de una cosa a otra en cuestión de días.
Sí, pero
no hace falta preocuparse demasiado porque hay más de 200 años de literatura
catalanofóbica basada en malentendidos perfectamente asentados. Por ejemplo,
cuando estábamos negociando con el Gobierno el tema de los papeles de Salamanca
y yo formaba parte de la Comisión de Archivos (después Esperanza Aguirre me
echó), había gente, como Santos Juliá, que encontraba lógico y correcto el
traslado de documentos a Cataluña, y había otros, como un par de individuos,
catedráticos de universidad, que boicoteaban el acuerdo. Uno de ellos me dijo:
«Me opongo porque cuando a los catalanes les dan algo se lo quieren llevar
todo». Y este era un catedrático, un humanista. Da igual lo que diga Artur
Mas porque harían falta siglos de pedagogía para disipar los
malentendidos. Y hay muy poca predisposición por la otra parte a aceptar la
diferencia. Me refiero a que en ambas partes hay imbéciles, podríamos
intercambiarlos.
No me
estará hablando de deportaciones mutuas.
Hombre,
si pudiéramos exportar a nuestros imbéciles para que hicieran daño en cualquier
otro sitio tampoco estaría mal, pero no estoy pensando en cosas de este tipo ni
en nada que se le parezca. Estoy diciendo que la comprensión mutua no es fácil.
Y muy posiblemente muchas veces nosotros, los catalanes, no la hacemos fácil.
En una ocasión un grupo de amigos míos propuso que me invistieran doctor
honoris causa por la Universidad Autónoma de Barcelona y fui vetado por razones
políticas. Unos meses más tarde me hicieron doctor honoris causa en la
Universidad de Valladolid. Y no es que yo haya dado muestras de afinidad con el
PP o con Ciutadans.
Ahora
dejemos al señor de Zamora y pongámonos en la piel de un señor de Sant Celoni
que ha sido toda la vida de izquierdas y que habla catalán, pero no tiene ganas
de votar con la bandera catalana como único valor político. ¿A quién puede
votar?
En
principio, en lo que queda de la izquierda no todo el mundo está planteando las
cosas en esos términos. Como es lógico, yo ya he tenido suficientes
decepciones. La primera de ellas fue la decepción de la Transición. A mediados
de los años 50 me apunté a un partido clandestino de izquierdas, y lo hice
porque los partidos tenían programas que decían cosas. Cuando llegó el momento
de la Transición los partidos se olvidaron por completo de lo que habían estado
prometiendo, de los principios por los que mucha gente había asumido riesgos
muy graves, y pactaron por mucho menos. Yo entendía perfectamente que las circunstancias
que se daban en 1976, 1977 y 1978 no permitían realizar los objetivos que
planteaban aquellos programas, pero me parecía lógico y decente que mi partido
siguiese defendiendo los mismos principios y luchando para que algún día, si no
todos, al menos una parte de esos principios pudieran conseguirse. En cambio,
se arrinconó lo esencial.
¿De qué
partido hablamos?
No había
más que uno, el PSUC [el Partido Comunista en Cataluña], los otros eran
grupitos de amigos. Uno se sintió traicionado, y eso no solo nos afectó a los
del sector intelectual y catalanista, sino a una infinidad de militantes
obreros. Es necesario recordar que quienes participaban en las manifestaciones
del 11 de septiembre en los últimos años del franquismo, en Sabadell y Terrassa,
eran básicamente trabajadores inmigrantes, y que esa gente gritó lo de «Llibertat,
amnistia i estatut d’autonomia». Ellos también fueron traicionados. Una vez,
cuando el pobre Gregorio López Raimundo [histórico dirigente del
PSUC] iba ya en silla de ruedas, dije que había que distinguir muy claramente
entre lo que había sido la conducta de los dirigentes y lo que había sido la
conducta de los militantes. Y que la conducta de los militantes comunistas
durante el franquismo merecía todo el respeto. Gregorio tuvo la habilidad de
decirme que no se había molestado porque le había criticado como dirigente pero
le había elogiado como militante. Dicho eso, Gregorio era de los más decentes
que conocía de entre ese personal. Se puede ser perfectamente de izquierdas y
ser partidario de una libertad en convivencia: libertad para ti y libertad para
los otros. Por eso mismo yo ahora me niego a participar en cualquier tipo de
apuesta que tenga como objetivo plantear cuestiones que en estos momentos no
tienen más que una dimensión preelectoral que no me interesa. Por lo tanto, si
hay que votar, se puede votar, mal que mal, a ICV [Iniciativa per
Catalunya-Verds], que son relativamente moderados. No es que me provoquen
entusiasmo. De la gente de la CUP [Candidatures d´Unitat Popular,
independentistas], pese a ser jóvenes y seguramente honestos, me preocupa mucho
que se planteen ya temas como el de los Países Catalanes. Vamos por partes, es
una cuestión que a mí me causó disgustos cuando se me ocurrió decir que primero
lo que se ha de hacer es preguntar a los otros. Parecía que eso era una
traición. Una cosa es la identidad cultural, que efectivamente existe, y otra
es lo que piensa la gente. Debemos tener en cuenta, además, que desde un punto
de vista histórico, cuando hablo del desarrollo de un Estado, este proceso
avanzado que ha ido creando una especie de cultura y sociedad diferentes solo
estaba presente en el Principado. Un aspecto muy importante de esta cultura
cuando pierde sus instituciones es el auge de las formas de asociación
horizontal, un asociacionismo que genera grupos de interés. La vida política de
este país hasta 1936 en buena medida se desarrolla en entidades que son clubes,
centros y ateneos. Estas características se dan también en cierta medida en la
Comunidad Valenciana, pero son, sobre todo, importantes en Cataluña. Insisto,
hay que preguntar a los otros qué quieren.
Hablando
de consultar y preguntar, hay quien considera que la parte soberanista de
Cataluña en estos momentos habla mucho y, en cambio, la parte no soberanista
habla muy poco.
La parte
soberanista tiene un mensaje. La otra tiene recelos, miedos y dudas, y eso no
es un mensaje, por lo tanto no invita a hablar de la misma manera que lo hace
el tenerlo. Decir «Independencia» es un mensaje. Decir «Queremos ser un Estado»
es un mensaje.
Decir «Amo
España» es un mensaje.
Sí, pero
es un mensaje muy difícil en un contexto en el que las reticencias al
nacionalismo español son considerables y justificadas. La primera vez que vi la
bandera española fue el 25 de enero de 1939, cuando en la casita de Valldoreix
donde estaba con mi madre entró un moro con un fusil en la mano haciéndonos
abrir los armarios. A partir de entonces, para mí aquella bandera está
identificada con los 40 años del franquismo. De manera que pedirme que lleve la
bandera española o cosas así es obsceno.
Acotémoslo
más. Ahora se plantean unas elecciones catalanas plebiscitarias en las que
básicamente se formula una pregunta sobre la hipótesis soberanista. Pero hay un
sector de la población catalana que tradicionalmente no vota en las elecciones
autonómicas y que ahora, posiblemente, seguirá en silencio.
Ahora
estarán más desconcertados. Yo no diría que en 1975 o 1976 una actitud de
desinterés fuese demasiado general ni en el «cinturón rojo» de Barcelona ni en
ningún otro sitio.
Hablo de
estos últimos años.
Sí,
ahora es distinto. Supongo que lo que hará una gran parte de esta gente es
abstenerse, pero lo que afortunadamente no hará será votar al PP o Ciutadans.
Yo siempre he creído que a votar se tiene que ir siempre, pero no para votar a
favor sino para votar en contra. Se tiene que ir a votar para que el PP y esa
gente no tengan más votos. Ya les votarán las monjas.
Ignorando
el tema de las banderas, ¿no cree que hay muchas similitudes ideológicas entre
el PP y CiU?
De
entrada, con todos sus defectos, Jordi Pujol fue a la cárcel mientras Manuel
Fraga encarcelaba. Es una diferencia. Digamos que en el origen hay
diferencias.
Pero si
hablamos de cuadros intermedios encontraremos mucha gente que medraba en el
franquismo, en un lado y en el otro.
Seguro.
Pero yo no recuerdo haber votado jamás a CiU, de manera que no tengo problemas.
Entiendo perfectamente que un partido de derechas es un partido de derechas,
que se parecen mucho el uno al otro y que ambos utilizan las banderas. No niego
que puedan tener conciencia, pero normalmente utilizan las banderas para lo que
les conviene. En realidad estas elecciones me parecen de una importancia
minúscula. Son importantes solo por una cuestión que se ha visto ya en Galicia
y en el País Vasco y que se verá aquí: la destrucción del PSOE. Es el fin del
sistema político de la Transición. Aquel sistema se establece sobre la base de
que el PSOE acepta ejercer como alternativa de izquierda a las fuerzas de
derechas, que son las que heredan el franquismo. Este sistema ha funcionado
bien bastantes años, pero ahora se ha derrumbado. La cuestión es qué pasará. Y
es un problema porque se parece a lo que ocurrió durante los años 20 del siglo
pasado, cuando se agotó el sistema de turnos de la Restauración entre
conservadores y liberales. Entonces se aguantó unos años con una dictadura
militar pero llegó un sistema nuevo con la República.
¿Hasta
qué punto las fuerzas políticas hegemónicas (en Cataluña lo ha sido CiU desde
la Transición) tienen responsabilidad en este aparente desengaño?
Hay
muchos culpables. El primero es que el sistema del Estado autonómico español es
una trampa que se establece sobre la base de prometer derechos que después no
se conceden y se recortan o recuperan a cambio de permitir un uso
descentralizado del dinero, lo que crea entusiasmo en todas partes. Es lo que
ha permitido que las ciudades se rehagan, que haya teatros o equipamientos
deportivos que no existirían si no hubiera habido esta descentralización del
dinero. El entusiasmo dura hasta que se acaba el dinero. Entonces se ve que hay
sitios, como Castilla-La Mancha, donde dicen que se cargarán la autonomía
porque no sirve para nada. Desde el punto de vista de los que se lo han tomado
en serio y han creído que podía ser un camino para ir consolidando derechos, es
evidente que el sistema ha resultado un engaño.
¿Qué
hicieron mal quienes aceptaron esto? Pujol a veces ha dicho que se
equivocaron al no basarse en la reclamación de los derechos históricos, como
vascos y navarros. Es una revisión que se tendrá que hacer para saber si
podrían haber conseguido más cosas y en cuántas cosas se equivocaron.
Evidentemente, la situación política del país depende en gran medida del cambio
que provocó la crisis de 2008. La crisis de 2008 no fue, como todavía se dice,
el resultado de un exceso de gasto público, porque la deuda del Estado era
insignificante. Fue culpa de un enorme gasto privado especulativo hecho sin
ningún control. Aquí sí se tendrán que depurar responsabilidades. Por lo que
sea, esto no ha sido un problema en el País Vasco. Seguramente porque aquello
tampoco se prestaba a burbujas inmobiliarias.
Pocos
alemanes pasan allí sus veranos.
Ni tan
siquiera los vascos, que se van a veranear a Santander. En cualquier caso,
resulta que estamos pagando esta deuda privada por las tonterías que se
hicieron. Es verdad que como en Caja Madrid no se hicieron en ningún sitio, pero…
¡Hombre,
en Caixa Catalunya tampoco eran mancos!
También,
sí, pero no creo que hicieran cosas como dar 1.000 millones de crédito a
Martinsa-Fadesa, que después se esfumaron. No sé, es un proceso que debe
estudiarse con mucha atención y yo no lo he hecho. Desde el punto de vista de
querer saber qué pasó yo me he quedado en la Transición. El resto no lo he
estudiado, y si no lo estudias ni entras a fondo…
Entonces
lo dejamos para los historiadores del futuro.
Sí, que
intenten ellos explicar qué ha pasado.
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