Cuando en 1963 el responsable de la célula del PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya) en que yo militaba nos ordenó manifestarnos en la Plaza de Catalunya de Barcelona el 11 de septiembre, en homenaje al Conseller Casanovas, a pesar de mi corta edad supe que aquella era una estrategia equivocada. ¿Por qué teníamos los comunistas que arriesgarnos a la detención, la tortura y la prisión —como nos sucedió a tantos— por homenajear a un representante de la más rancia aristocracia que únicamente pretendía mantener su viejo poder en el nuevo Estado moderno que se advenía? ¿Qué significado tenía defender los privilegios y los bienes de un boyardo como Casanovas, que ni siquiera había muerto en la supuesta heroica defensa de la ciudad? ¿Qué interés tenía para los ideales de socialismo e igualdad de los trabajadores los planes económicos y sociales de la aristocracia catalana de 1714 que se aliaba con el más reaccionario de los pretendientes de la corona española?
Tales preguntas no merecieron respuesta
por parte de mis responsables partidarios y sí la fulminante admonición de que
las directrices del partido no se discutían. De aquellos polvos vienen estos
lodos. Preso el PSUC de la presión de los nacionalistas, que entonces eran un
puñado de burgueses que conspiraban en Bruselas para que las condiciones de
entrada en el Mercado Común les fueran favorables y a los que Carrillo y López
Raimundo adulaban en la forma más servil, los militantes de base comunistas
fuimos apaleados, detenidos, juzgados y encarcelados cada año por participar en
aquella minúscula manifestación de la Diada de Catalunya, que tenía más
policías que manifestantes y en la que jamás vi ni a Jordi Pujol ni a Heribert
Barrera ni a ninguno de los que se muestran ahora tan agresivamente
separatistas.