La Ciudad Anárquica
El anarquismo — filosofía política de una sociedad sin gobierno formada por
comunidades autónomas —, aparentemente, no tiene nada que ver con los problemas
de la ciudad. Sin embargo, existe también en este campo una corriente de
pensamiento anarquista que, en lo que se refiere a los aspectos históricos del
problema, va de Kropotkin a Murray Bookchin, y en los ideológicos abarca de
John Turner a los situacionistas. Lo mismo que muchos otros, cuya contribución
a la elaboración de una filosofía anarquista del urbanismo podría ser
inestimable, no se plantearán nunca emprender el trabajo porque al menos en
espíritu, y muy a menudo en la práctica, han abandonado la ciudad.
La sede natural de cada gobierno es la ciudad. ¿Ha visto alguien una nación
gobernada desde un pueblo? A menudo, si la ciudad no existe, se construye a
propósito: Nueva Delhi, Camberra, Ottawa, Washington, Chandigar y Brasilia, son
algunos ejemplos. ¿Y no resulta sintomático que el turista, si quiere ver lo
que es realmente la vida de un país, se vea obligado a escapar lejos de las
ciudades de los burócratas y tecnócratas? En Brasilia, por ejemplo, debe
alejarse alrededor de quince kilómetros y llegar a Cidade Libre, donde viven
los trabajadores de la construcción. Ellos edificaron la «Ciudad del 2000»,
pero son demasiado pobres para vivir en ella; en la ciudad que se han
construido «se ha desarrollado una forma de vida espontánea, de pueblo de
barracas del West, que contrasta con la formalidad de la gran ciudad, y es
demasiado hermoso para dejar que se destruya».
El mito de la vida rural
En Inglaterra, el país más urbanizado del mundo, hemos alimentado durante
siglos el mito de la vida rural, un mito compartido por los seguidores de todas
las tendencias políticas. En su libro The country and the City,
Raymond Williams, ha demostrado como, a través de toda la historia, este mito
ha sido reforzado por la literatura que siempre colocaba el paraíso perdido de
la sociedad rural en épocas pasadas. La pena es, observa E.P. Thompson, que el
mito ha sido «dulcificado, embellecido, mantenido con vida y, finalmente,
asumido, por los habitantes de las ciudades, como punto de referencia obligado
en la crítica del industrialismo. Por ello, ha servido para proporcionar una
coartada a la falta de valor utópico, a la hora de imaginar como podría ser una
verdadera comunidad en una ciudad industrial; incluso para darse cuenta de todo
lo que ya se podría haber realizado en este sentido».
Igual que Williams, Thompson atribuye a esta tendencia un poder
debilitador: «es una hemorragia cultural continua, una pérdida de sangre
rebelde que fluye hacia Walden o hacia Afganistán, hacia Cornuailles o hacia
México, mientras los habitantes de las ciudades no sólo no resuelven nada en su
país, sino que se mecen en la engañosa ilusión de liberarse, en cierta medida,
de la contaminación de un sistema social del cual ellos mismos forman parte
como producto cultural». Como señalan ambos autores, los descuidados
pastorcillos del sueño arcaico, hoy son tan sólo «los pobres de Nigeria, de
Bolivia y del Pakistán».
Paradójicamente, las poblaciones rurales del Tercer Mundo se vuelcan en
masa sobre las ciudades. Si quieren encontrarse hoy ejemplos de ciudades
anárquicas, realmente existentes, es decir, ejemplos de enormes agrupaciones
humanas que no sean el producto de una planificación gubernativa sino de la
acción popular directa, hay que buscarlas en el Tercer Mundo. En América
Latina, en Asia y en África, el trasvase de enormes masas de población a las
ciudades, verificado en los dos últimos decenios, ha dado lugar a la formación
de inmensos barrios abusivos en la periferia de los grandes centros, habitados
por multitud de esosinvisibles a quienes, oficialmente, se niega
una existencia urbana. Pat Crooke observa que las ciudades crecen y se
desarrollan en dos niveles: por una parte el oficial, teórico; por otra, el
característico de la mayor parte de las poblaciones de muchas ciudades
sudamericanas, es decir, la masa no oficial de ciudadanos que instauran una
economía popular, al margen de las estructuras financieras institucionales de la
ciudad.
Una forma de reducir la presión que amenaza con hacer explotar los
contenedores urbanos, sería mejorar las condiciones de vida en los pueblos y en
las pequeñas ciudades provincianas. Pero esto presupone una radical
transformación del concepto de propiedad de la tierra, la creación de
industrias a pequeña escala con un uso intensivo de la fuerza de trabajo, y un
crecimiento notable de la producción derivada de la agricultura. Mientras todo
esto no sea posible, la gente continuará eligiendo tentar la suerte en la
ciudad, antes que dejarse morir de hambre en el campo. La gran diferencia entre
la situación actual y la explotación urbanística en la Inglaterra del siglo
XIX, se explica por el hecho de que entonces la industrialización precedió
siempre a la urbanización, mientras que hoy ocurre precisamente lo contrario.
Generalmente, los barrios de chabolistas de las ciudades del Tercer Mundo
son considerados terreno fértil para la difusión de la criminalidad, del vicio,
de las enfermedades, de la desorganización social y familiar. Pero John Turner,
el arquitecto —anárquico— que más que ningún otro, ha contribuido a cambiar
nuestra forma de ver esta realidad, afirma: «Diez años de trabajo en las
barriadas peruanas me han enseñado que la concepción habitual es completamente
errónea: aunque funcional para intereses políticos y burocráticos ocultos, es
absolutamente inadecuada para la realidad... No hay caos ni desorden, sino
ocupación organizada del terreno público a despecho de la violenta represión
policial; organización política interna con elecciones locales cada año;
cohabitación de millares de personas sin protección por parte de la policía, y
sin servicios públicos. Las chabolas de paja construidas durante la ocupación,
se transforman lo más rápidamente posible, en casas de cemento, con una
inversión conjunta en materiales y fuerza de trabajo, del orden de millones de
dólares. Los niveles de empleo, los salarios, los niveles de alfabetización y
de instrucción, son mucho más altos que en los guetos del centro de la ciudad
(de los que han huido muchos habitantes de las barriadas), y, en general, por
encima de la media nacional. El crimen, la delincuencia juvenil, la
prostitución y el juego de azar son raros, excepto para los hurtos de poca
importancia, cuya incidencia es, por otra parte, aparentemente más baja que en
otras partes de la ciudad».
¡Qué extraordinaria contribución a la capacidad de solidaridad y de
asistencia recíproca de la gente humilde, de cara a la autoridad! El lector que
conoce El apoyo mutuo, de Kropotkin, no podrá por menos de
recordar, al llegar a este punto, el capítulo en el cual el autor elogia la
ciudad medieval observando que «allí donde los hombres han encontrado, o han
esperado encontrar, protección tras los muros de la ciudad, han establecido
pactos de alianza, de fraternidad y de amistad, llevados por un único ideal
firmemente dirigido a la realización de una nueva vida de libertad y de
solidaridad recíproca. Y han conseguido tan bien su intento, que en trescientos
o cuatrocientos años han cambiado la cara de Europa». Kropotkin no es un
romántico adulador de las ciudades libres medievales, sabe bien cuáles fueron
sus defectos y cómo no pudieron impedir que se establecieran relaciones de
explotación con las poblaciones campesinas. Pero su interpretación del proceso
de desarrollo, está revalidada por los estudiosos más modernos. Walter Ullmann,
por ejemplo, observa que «representan un ejemplo bastante claro de entidades
autogobernadas», y que «con el fin de regular sus transacciones comerciales, la
comunidad se reunía en asamblea... y la asamblea no «representaba» simplemente,
sino que ella misma era toda la comunidad».
La Ciudad Social: una trama de comunidades
Esto presupone que las comunidades tengan ciertas dimensiones y también Kropotkin,
en su sorprendente Campos, talleres y fábricas, sostiene, con
argumentos técnicos, la necesidad de la mayor difusión posible, de la
integración entre industria y agricultura y (como dice Lewis Mumford) de «un
desarrollo descentralizado de la ciudad en pequeñas unidades a medida de
hombre, que puedan gozar, al mismo tiempo, de las ventajas del campo y de la
ciudad». En Garden Cities of tomorrow, Ebenezer Howard,
contemporáneo de Kropotkin, se plantea una pregunta simple: ¿cómo podemos
liberarnos de la atmósfera falsa de la ciudad y resolver el problema de la
escasez de perspectivas que ofrece el campo, motivo por el que tanta gente se
traslada a la ciudad? Y, por otra parte, ¿cómo podemos conservar, al mismo
tiempo, la belleza del campo y las grandes oportunidades que ofrece la ciudad?
Su respuesta a estos interrogantes no es sólo la ciudad jardín, sino también lo
que llama la ciudad social, la trama de comunidades. La misma idea es propuesta
por Paul y Percy Goodman en Communitas: means of livelihood and ways of
life (Comunidades: medios de subsistencia y modos de vida), en
la que el segundo de los tres paradigmas, la Nueva Comuna, es lo que el
profesor Thomas Reiner llama «una ciudad polinuclear, que refleja la propia
matriz anarcosindicalista». Una propuesta análoga se contiene también en el
sorprendente ensayo de Leopold Kohr The City as Convivial Centre (La
ciudad como centro de convivencia) en el que la metrópoli ideal está
descrita como «una federación polinucleada de ciudades», así como la ciudad es
una federación de viviendas.
Lo mismo que Kropotkin, también Blueprint for Survival (Proyecto
para la supervivencia), define como objetivo «la descentralización de la
sociedad en pequeñas comunidades, en las que las industrias sean lo
suficientemente reducidas como para responder a las necesidades de la comunidad
individual». Finalmente, mucho antes de que el problema de la crisis energética
saltara a la opinión pública, Murray Bookchin, en su ensayo Towards a
Liberatory Technology (Hacia una tecnología liberadora), que
publicó en Anarchy, en 1967, y ahora está incluido en el libro Post-Scarcity
Anarchism (El anarquismo en la sociedad de consumo), adelantó,
a propósito de la ciudad polinuclear, una propuesta energética: «El
funcionamiento de una gran ciudad exige enormes cantidades de carbón y de
petróleo. La energía solar, del viento y de las mareas, es explotable sólo en
pequeña escala. Con excepción de las grandes implantaciones a turbina, los
nuevos aparatos raramente proporcionan algo más que unos pocos millares de
kilovatios/hora de energía eléctrica. Es difícil creer que alguna vez estaremos
capacitados para proyectar colectores solares capaces de producir la enorme
cantidad de energía que producen las grandes instalaciones de vapor; es igualmente
dificil pensar en una batería de turbinas a viento, que puedan proporcionar
electricidad suficiente como para iluminar la isla de Manhattan. Si las casas y
las fábricas están concentradas en zonas restringidas, los ingenios para la
explotación de la energía limpia, no pasarán nunca de ser simples juguetes; si,
por el contrario, las comunidades urbanas reducen sus dimensiones y se
extienden por los territorios, no existe motivo para que el uso combinado de
estos instrumentos no nos garantice todo el confort de la civilización
industrial. Para usar del mejor modo posible la energía solar, del viento y de
las aguas, la megalópolis debe fracturarse y dispersarse. A las franjas urbanas
de hoy deben sustituirlas comunidades de nuevo tipo, bien organizadas y dimensionadas
según la naturaleza y los recursos de una determinada región».
La aceptación de la diversidad y del desorden
Una tendencia completamente distinta del pensamiento anarquista en lo
relativo al problema urbano, está expresada en The Uses of Disorder:
personal identity and city life (Las funciones del desorden:
identidad personal y vida urbana), de Richard Sennett. En las páginas de
este libro se entrecruzan diferentes líneas teóricas. Una de ellas, está
representada por un concepto que el autor deriva del psicólogo Erik Eirkson,
según el cual en el período de la adolescencia el hombre busca una identidad
depurada para escapar a la incertidumbre y al dolor, y sólo con la aceptación
de la diversidad y del desorden alcanza la edad adulta. Otra, está representada
por la idea de que la sociedad americana moderna tiende a congelar al hombre en
el estado adolescente —una burda simplificación de la vida urbana en la cual la
gente, apenas dispone de medios suficientes, huye de la complejidad de la
ciudad hacia los suburbios, buscando seguridad en el universo cerrado del
núcleo familiar la comunidad depurada.
La tercera argumentación consiste en afirmar que la planificación urbana,
tal y como fue concebida en el pasado, con la subdivisión en zonas y la
eliminación de los «disfrutadores no conformes» ha favorecido este proceso,
sobre todo al programar futuros desarrollos y basar en estos los consumos
energéticos y los gastos actuales. «Los proyectistas de autopistas, de
reestructuraciones urbanísticas, han entendido los intentos de comunidades
descentralizadas y de grupos comunitarios, no como momentos naturales de un
compromiso de reconstrucción social, sino como una amenaza para la validez de
su obra en proyecto». Según Sennett esto significa, en realidad, que los
proyectistas han querido considerar la planificación, la programación futura
como «más reales» que cualquier cambio en el curso de la historia, «que los
imprevisibles momentos que caracterizan el tiempo real de la vida de los
hombres».
La fórmula que Sennett propone para resolver el problema de la ciudad
americana consiste en una inversión de esta tendencia para «liberarse de la
identidad depurada»: quiere ciudades en las que las personas estén obligadas a
establecer confrontaciones de unas con otras: «No debería haber policía, ni
ninguna fórmula de control central, de organización escolástica, de subdivisión
en zonas, de reestructuración, de actividad humana de cualquier género, que no
pueda ser realizada por medio de la acción comunitaria o, mejor todavía, a
través de una conflictualidad directa, y no violenta, en el interior de la
propia ciudad». ¿No violenta? Claro, porque Sennett sostiene que la ciudad
moderna niega a la agresividad y a la conflictividad cualquier otro desahogo
que no sea la violencia, y que esto ocurre precisamente por la falta de
posibilidades de confrontación directa y recíproca (las demandas de orden y
legalidad son mucho más fuertes en las comunidades aisladas del resto de la
ciudad). El ejemplo más claro del modo en que esta violencia se manifiesta
«está constituido por las funciones de la policía en las ciudades modernas. Los
policías son burócratas a los que corresponde dirimir las controversias y
acabar con las hostilidades», pero «una sociedad que considera instrumento
pasivo e impersonal de coerción la intervención de la ley para solucionar los
conflictos, no puede más que favorecer la aparición de reacciones violentas
contra la policía». La ciudad anárquica que Sennett auspicia, en cambio, es
«una ciudad que obligue a los hombres a decirse, unos a otros, lo que piensan,
y realizar de esta forma una condición de recíproca compatibilidad», y no
representa un compromiso entre orden y violencia, sino, por el contrario, una
forma de vida completamente distinta de la actual, en la cual la gente no
estaría obligada a elegir una cosa u otra.
¿Cambiarán las ciudades?
Deberán cambiar por fuerza porque están al borde del colapso, responde
Murray Bookchin en un libro recientemente publicado en América: The
Limits of the City (Los límites de la ciudad). Según Bookchin,
las ciudades del mundo moderno, enfermas de elefantiasis, se están arruinando:
«Se están desintegrando desde todos los puntos de vista: administrativo,
institucional y logístico; cada vez pueden menos asegurar los servicios mínimamente
necesarios para la habitabilidad, la seguridad, el transporte de mercancías y
personas...». Incluso en aquellas ciudades en las que sobrevive una apariencia
de democracia formal «casi todos los problemas cívicos se resuelven, no a
través de una acción que tenga en cuenta sus raíces sociales, sino por
intervención legislativa que reduce ulteriormente los derechos del ciudadano
como ser autónomo, y aumenta el poder de las fuerzas que operan por encima del
individuo».
Puede ayudar, en este sentido, la opinión de los técnicos profesionales:
«La planificación urbana raramente ha podido trascender las desastrosas
condiciones sociales que han determinado su exigencia. En la medida en que se
ha replegado y encerrado en sí misma, en su naturaleza de profesión
especializada —actividad profesional de arquitectos, ingenieros y sociólogos—,
se ha encerrado en los límites angostos de la división del trabajo,
característica de la sociedad que debería controlar. No es casualidad que, a
menudo, las propuestas con más base humanística para la solución del problema
del urbanismo, lleguen de los no adeptos al trabajo, que sin embargo,
mantienen todavía un contacto directo con la experiencia real de la gente y con
las angustias terrenas de la vida metropolitana».
Bookchin tiene razón. Ebenezer Howard era un estenógrafo y Patrick Geddes
un botánico. Pero los «no adeptos al trabajo» que, más que nadie según
Bookchin, indican el camino a seguir, son los representantes de la
contracultura juvenil: «Se ha escrito mucho sobre el aislamiento de los jóvenes
en las comunidades rurales. Se ha dicho mucho menos acerca de lo que la
contracultura juvenil ha hecho para someter la planificación urbana a una
crítica cerrada, adelantando a menudo propuestas alternativas a los deshumanizados
proyectos de revitalización y de rehabilitación urbana...».
Para los nuevos proyectistas de la contracultura «el punto de partida no
era el objeto agradable y la eficiencia con que conseguir más rápidamente
el intercambio, la comunicación y las actividades económicas. Los nuevos
proyectistas se dirigían, más bien, a establecer una relación entre el proyecto
y la necesidad de garantizarla intimidad personal, la multiformidad de las
relaciones sociales, la no jerarquización de los modos de organización, el
carácter comunitario de la convivencia y la independencia material de la
economía de mercado. El proyecto, por tanto, no debía partir de una concepción
abstracta del espacio, o de una búsqueda de funcionalidad para mejorar el
status quo, sino de una crítica explícita del status quo, y del concepto que de
que esta debía sustituirse por el de la libertad de las relaciones humanas. Los
elementos de la planificación tenían su origen en alternativas sociales
completamente nuevas. Se quería intentar sustituir el espacio jerárquico por un
espacio liberado».
Se estaba, en la práctica, redescubriendo la polis reinventando la comuna.
Ahora Murray Bookchin sabe que el movimiento de la contracultura americana ha
abandonado las líneas de los años 60; por eso, ataca a la burda retórica
política que ha entrado a formar parte de sus componentes: «la rabia de los
puños cerrados que explotó a final de los años 60 fue tan incapaz de llegar a
la opinión pública —cada vez más alarmada—, como lo habían sido las flores de algunos
años antes». Sin embargo, afirma Bookchin, algunas de las reivindicaciones y de
los problemas planteados entonces, son imperecederos. La demanda de comunidades
nuevas, descentralizadas, basadas en criterios ecológicos que integren en
sí las características más adelantadas de la vida urbana y rural» no podrá
adormecerse nunca, entre otras cosas porque «nuestra sociedad, hoy, carece de
otras alternativas».
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