Dicen las crónicas que muchos asistentes se sorprendieron del pétreo
catolicismo que se escenificó en el entierro del editor Jaume Vallcorba. Un oficiante
jesuita, varios curas acompañantes más todos los santos óleos, la bendición
papal y el réquiem de Fauré. La sorpresa parece improcedente: su sepelio cerró
la coherente ruta de un editor que fue reaccionario por antonomasia. El
fundador de Quaderns Crema y El Acantilado fue siempre un convencido defensor
de Occidente. Solo se puede entender su
apuesta contra el “sectarismo pragmático” de los editores de los sesentas como
parte de una extensa y permanente
cruzada cultural. Para aquel recién llegado el mundo editorial barcelonés, había
que dinamitar los restos del boom latinoamericano. Alicaída herejía de cuando
Barral & Amigos abrieron las compuertas de la anquilosada España a la
revolución cubana y otras plantas exóticas que amenazaron por una década el
orden sociocultural de la hispanidad.
Vallcorba fundó en 1979 una editorial con una esotérica misión: la
vuelta al orden natural de las cosas. Nada que no estuvieran haciendo Jorge
Herralde, Beatriz de Moura o Josep Maria Castellet en sus respectivas empresas.
La única diferencia es que aquel joven que en 1981 reivindicaba el legado
estético de Charles Maurras sabía que la Cultura no era nada sin Tradición y
que la Tradición era el sustento de la jerarquía social que se perdió cuando
los soviéticos conquistaron la mitad de Europa en 1945 y desapareció toda
referencia al pensamiento de ultraderecha que por casi medio siglo permeó entre
las élites del sur de Europa.
Este es el universo cultural que Vallcorba idolatraba. Y para el cual
preparó a conciencia su último viaje. Su ideal fue, siempre y en todas partes, la
Action Française de Charles Maurras y Léon Daudet, una legión de vanguardistas-integristas
católicos que por 40 años marcó línea en la cruzada antisocialista. Las castas conservadoras de los países
francófonos e hispanos acataron, a pies juntillas, todos y cada uno de sus
clichés culturales. Hasta que la caída del III Reich mandó a la basura todo
aquello. Y tuvieron que acoplarse al
estilo impuesto por el amigo americano.
La discreta ideología de Vallcorba explica, por ejemplo, su nula
pasión independentista. Su estilo no era el neopopulismo catalán sino el rancio
imperialismo indirecto que predicaba su idolatrado Eugeni d’Ors y que Enric
Ucelay da Cal retrató en una obra de referencia sobre la cloaca intelectual que
marcó el catalanismo previo a la II República española.
El orden católico modernizador que iniciara Xenius en la Mancomunitat
catalana (1914-1923) y se consolidaría en la paz franquista (1939-1975) fue el
tamiz ideológico de Jaume Vallcorba. Dogma que puede trazarse en la trinomía
anti-revolucionaria de Álvaro d’Ors, coherente hijo del Pentarca, en los textos
del Gonzalo Fernández de la Mora, franquista neoliberal y fundador de Razón
Española, así como en los libros de Vicente Cacho Viu, elegante opusdeista que
sintetizó, en forma brillante, la historia cultural del elitismo español.
A ese mundo se debió el editor catalán. Mundo naturalmente críptico, apto
solo para enterados. A diferencia de sus ancestros, Vallcorba nunca hablaba
directamente de política y tampoco aplicó su conocida bilis irónico-sarcástica
contra todos los enemigos del clasicismo. No pudo emular a Maurras porque el
universo doctrinal de la Action Française quedó sepultado bajo el lodo del
colaboracionismo y el antisemitismo. Y aunque lo primero es norma en el siglo
XXI, lo segundo es tabú.
No pudo revertir el rumbo de la Catalunya secularizada y aconfesional
pero puso su parte para extirpar, de raíz, toda tentación izquierdista. Por eso
fue editor, guía y compadre del escritor más vacío y totémico de la cultura
catalana, Quim Monzó (sionista fúrico emergido del populacho barcelonés). Vallcorba
dio a muchos jóvenes desorientados una probadita del poder venidero: posicionó
a una cuadrilla cultural justo cuando la literatura catalana necesitaba
actualizarse. Así que les dio el look, el empaque y la forma necesaria
para venderse en la ciudadela posmoderna. El
Mas i Mas Bar de Marià Cubí se convirtió en centro doctrinal del
catalanismo modernizador que representaba el grupo Vallcorba-Monzó-Pàmies-Torrent
(con el periodista Ramon Barnils de consejero-guía). En medio del barcelonismo
cosmopolita de aquellos años, la clique de Vallcorba reflejó la sagrada, y al
final exitosa unión, de clases medias y bajas para recuperar el control
hegemónico de la región, camino que inició el pujolismo en 1980 y concluirá
este 2014 con la colosal huida hacia delante de la consulta del 9-N.
En aquellos tiempos de confusión, todo el mundo creía que el editor
esteta era un catalanista sui generis que quería revolucionar el estrecho
mercado cultural de Barcelona. Podía parecer así pero bastaba hablar con él un
rato para darse cuenta que era algo más; un bicho raro absoluto. Ni menestral
ascendido, como Monzó, ni hijo de familia, como Félix de Azúa. Pequeña
burguesía católica y provinciana como algún día fue su idolatrado Maurras. Tiempo
y concepto que se estaba extinguiendo en los ochentas. Por eso pocos
entendieron realmente la ideología del joven Vallcorba.
Cuando coordinaba la sección de cultura de la revista El Temps llegué
a entrevistarlo varias veces. Incluso compartí con él mis gustos culposos. En un reunión de conspiradores-coleccionistas,
le mostré una retahíla de fotocopias que en 1996 me traje de la Biblioteca
Nacional de Buenos Aires donde pasé varios meses leyendo a la escuadra mayor de
la reacción francesa: fragmentos de Charles Péguy, Léon Daudet, Georges Sorel, Maurice
Barrés, Léon Blum, Robert Brasillach, Henry de Montherlant y Georges Bernanos, el
único de la camada que desafió la alianza de los suyos con los asesinos del
Reich y los secuaces de Franco.
Lo hice porque conocía bien su pasión maurrasina. Aún no había pasado
a la fase de fervor público. Todavía no había prologado sus memorias ni
publicado una biografía sobre el escritor provenzal, tampoco había participado
en congresos u estudios conmemorativos de su influencia, algo que para
principios del siglo XXI se volvería norma. Su defensa del espíritu catalán
como reedición del fantasma colonial de la Acción Francesa se plasmó en varios
libros y esa fue, hasta el fin, la única temática que dio sentido y coherencia
a la ideología implícita de Jaume Vallcorba.
Por eso me vino a la memoria la cara de satisfacción que puso
Vallcorba en su pequeño despacho de la calle Valls i Taberner cuando le
mostraba algunas joyas de la reacción francesa. Aunque conocía su temprana
fascinación por los émulos catalanes de Maurras (JV Foix en primer lugar) creía
que todo era cuestión de morbo y diletantismo. En tiempos de corrección
política y apología del liberalismo global, parecía difícil encuadrar al editor
Vallcorba en una línea política casi extinguida. Pero los pocos escritos que
nos regaló el difunto editor son siempre una apología de aquel fascismo sureño
que amó con devoción única. No lo entendí entonces. Aunque lo entendí después
ya en la lejanía. No puedo decir, por ello, que me sorprendiera su católico
funeral.
Aquel verano de 1996 me fui de su despacho con la sensación que aquel
Brasillach tropicalizado habría sido más feliz en la sociedad de entreguerras
cuando los suyos vivían en cruzada permanente contra enemigos poderosos (la III
Internacional por ejemplo). La sociedad elitista de lucha, estudio y
confrontación política que representaba Acción Francesa fue siempre su modelo
para Vallcorba. Los clasicistas del retorno al orden mediterráneo se combinaban,
perfectamente, con las legiones del lumpen soreliano. Lo imaginé en su
pertinencia perfecta: armando tertulia con pintores y eruditos en el Café de
Flore, uniéndose a los Camelots du Roi para cazar rojos en las calles de París,
recuperando inéditos de poesía occitana en delirantes madrugadas. Y un día
cuando en España estallara la revolución, volvería uniformado con la pistola al
cinto. Para que la turba aprendiera quien manda y quien obedece.
Por eso se crió bajo el ala de Martí de Riquer, aquel joven
intelectual que empuño sus armas contra la II República para que el legado
cultural del catalanismo elitista no se perdiera en manos del populacho. Y por
eso su devoción tardía por Marc Fumaroli, defensor de la Alta Cultura
francófona, que recuperó el látigo clerical de Maurras para fustigar a los
mercaderes que profanan el templo de las verdaderas élites. A falta de
comunistas, sus enemigos son esas masas incultas que confirman la crisis
patológica de Occidente. Si convirtió a sus lectores en demócratas europeos es
porque Vallcorba sabía que en Bruselas no hay lugar para la plebe.
Por eso siempre y en todas partes, Vallcorba se reencontraba con el
espectro de Maurras. O su copia más cercana. Claro que los sermones de Fumaroli
y el catálogo de Vallcorba son bagatelas pero es igualmente cierto que la
victoria del capital financiero hizo que los neoreaccionarios recuperaran el
aliento intelectual. Por eso brillan hoy tipos como Jacobo Fitz-James Stuart y
Martínez de Irujo o Félix de Azúa. Porque un sistema fundado en la defensa de
la alta burguesía, necesita gente que reivindique la moral que un día dio forma
y sentido al sólido mundo de los propietarios decimonónicos. Esta es la
fascinación real que ejerce la alta cultura entre las élites dominantes. Justifica
su existencia. Y la de todas sus versallescas formaciones.
A eso se dedicó Vallcorba todo el tiempo. Vencido el totalitarismo
cultural, que diría Fumaroli, los peligros del izquierdismo se evaporaron del
mundo real. Quaderns Crema tuvo tiempo de consolidarse en el raquítico mercado
regional, lo cual para Vallcorba era una receta para la muerte lente. Su visión
de la hispanidad como contenedor de las virtudes combinadas del catolicismo, la
jerarquía y la propiedad le facilitó el natural traslado de su catálogo al
español. Desde 1999, coherente con el mercado natural de todo editor peninsular
(América Latina) y su propio corpus ideológico, Vallcorba armó desde El Acantilado
las colecciones en español que le permitieron sobrevivir con holgura.
Mientras él seguía la ruta del cártel español, su tierra natal se
convirtió a la religión secular del independentismo. Siendo un regionalista
conservador, la receta para el desastre porque el secreto de las minorías es
dominar a las mayorías no desafiarlas. Mentalidad del viejo industrial catalán —¿Y
dónde venderemos nuestros productos?— cuya base conservadora exige respeto, autonomía
e igualdad de reparto en el botín pero jamás de los jamases alocados viajes a
ninguna parte.
Para un hombre que hizo de la imitación maurrasiana un modelo de vida,
convertir Catalunya en kibutz aislado que cortaría todos los puentes con su
área natural de influencia no era solo un crimen sino una estupidez. Según la
vieja doctrina de la Liga Regionalista de Francesc Cambó, España y las Américas
eran el espacio a hegemonizar, es decir, el territorio conquistado en cruzadas
sucesivas (contra moros y contra indios) en el cual los enclaves civilizatorios —Barcelona y Bilbao, por ejemplo— debían ejercer su natural liderazgo, económico
y cultural. Esa era su visión del catalanismo y por eso no comulgó jamás con el
independentismo.
Por eso en sus últimos años, Vallcorba parecía incómodo dentro del
exaltado teatro independentista. Él andaba en otra cosa. Aquella quimera
llamada imperialismo de la sociedad civil (Ucelay dixit) que inventara la
burguesía catalana y tras el colapso de 1898 mutó en hispanismo comercial y
hegemonía cultural. O la reconquista latinoamericana que impulsara Felipe
González entre 1988 y 1992.
Vallcorba supo aprovechar la victoria cultural del liberalismo y del
hispanismo. Supongo que esta era la razón de su paso por el DF aquel octubre
del 2012. Andaba reconquistando mercados para que las élites criollas compraran,
a precios prohibitivos, la literatura que el populacho jamás leerá. Tras su muerte, el 23 de agosto del 2014, me
queda la ociosa duda: ¿el nostálgico Valllcorba se sentía realmente feliz entre
tanta ruina posmoderna?
Imagino que tampoco se la pasó mal. El mundo libre es mejor opción
para los negocios. El exquisito editor sabía que la sociedad de masas llegó para
quedarse hace más de un siglo y alguien debe encargarse de domesticar o
controlar a la prole. Pero su obsesión por recuperar aquellas misas polifónicas
que era en orgullo de la cristiandad barroca me recuerda las raíces ideológicas
de Vallcorba, o el anti-mundo que amo y recreó en su catálogo editorial.
Aquella tarde otoñal pasé a saludarlo en el Ateneo Español de la
Ciudad de México. Quizás porque yo fui testigo y relator de su entorno a
principios de los noventa. Le pregunté, por encima, si se había contagiado de
fiebre independentista y dijo que eso no era lo suyo. Dos o tres banalidades
más y descubrí que no tenía mucho más que decirle. Será que no soy el de antes.
Que ya no me fascina la Acción Francesa ni su coro de ilustres intelectuales. Ahora
pienso que el legado preservado por Vallcorba terminará donde inició; en los
grandes cementerios bajo la luna. En las trincheras de Bélgica o en las
regiones del este de Ucrania. No importa que ya nadie entienda la pulsión
reaccionaria de Jaume Vallcorba. El orden ganó. Y siempre habrá enemigos que
justifiquen la defensa de Occidente. Con o sin misas polifónicas.
Oriol Malló